Desarrollo de la Política de garantía de abastecimiento de gas natural
Ejercicio del control fiscal en ESP y TIC
1. TIPOS GENERALES DE CONTROL SOBRE LAS ACTIVIDADES DE
SERVICIO PÚBLICO
Por Hugo Bastidas Bárcenas
Cartagena, 27 y 28 de junio de 2012
Nada mejor que en un congreso como este, tan importante y vasto, para
recordar la necesidad universal de que exista control sobre la actividad de
los gobernantes y de los gobernados. Los controles son indispensables si
decimos que vivimos en un estado de derecho. Los gobernantes
requieren ser más controlados todavía, por aquello de que solo pueden
hacer lo que les está permitido, al paso que los gobernados harían todo lo
que no esté prohibido. Empero, hay que distinguir entre estos últimos.
Unos son los gobernados comunes y corrientes (¿el pueblo?) y otros los
gobernados poderosos, que precisan ser controlados de muchas y
mejores maneras, si se quiere que haya cierto equilibrio en la sociedad.
Siempre han existido controles sobre los hombres y, generalmente, a
quien ejerce el poder es al que más le gusta y le conviene naturalmente
ejercerlos. Pero no suele gustarle estar sometido a control alguno. Antes
de que la sociedad hablara de un estado de derecho, expresión que casi
cae ya en un lugar común, los controles se ejercían, un poco o mucho,
según las circunstancias, al albur del capricho, del sentimiento, de la mera
voluntad del poderoso, del controlador. El controlado carecía de
derechos. Era el reino de la arbitrariedad.
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Por Hugo Bastidas Bárcenas
No se puede identificar actividad humana alguna que no pueda ser
encuadrada en alguna forma de control. Pensemos, sin ir más lejos, en las
manifestaciones artísticas, que son, diríamos, las manifestaciones más
libres del espíritu. Empero, no falta la escuela, la corriente, el modelo
estético que pretenda encajonar la obra musical, la pieza de teatro, la
novela, en algo llamado romanticismo, modernismo, costumbrismo,
etcétera. Por igual, las ciencias físicas, en las que se supone que múltiples
percepciones humanas no tendrían sino una mínima cabida ante el
cerrojo impuesto por las leyes naturales, son objeto de clasificación al
punto de hablarse de corrientes científicas positivistas, empíricas,
hermenéuticas, etc., según los diversos puntos de vista existentes ahora.
He puesto dos parangones un tanto extremos, la cultura y la ciencia, para
denotar que esto del control, con todo lo que significa: fiscalización,
encuadramiento, clasificación, está presente tanto cuando el pensamiento
y la creatividad humanas viven en el mundo libre y anárquico de la
imaginación como cuando habitan el rígido mundo físico, el mundo de
una ley tan implacable e inexorable como la mismísima ley de la
gravedad.
Y sí, así es: El ser humano todo lo quiere clasificar. Él mismo
individualmente quiere asumir categorías más o menos fijas para que los
demás podamos reconocerlo y, de paso, controlarlo. Es una paradoja,
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pues aún los seres inclasificables están ya en esta inasible categoría y
desde allí también los podremos controlar.
Una de las grandes aspiraciones del control es la de someter lo que se
pretende controlar, el objeto del control, lo controlado, a parámetros o
cartabones o paradigmas que pretenden ser el modelo a seguir. Digamos
que, como resultado de un juego complejo de circunstancias de tiempo,
modo y lugar, la sociedad crea en un momento dado el modelo de, por
ejemplo, nada más y nada menos, la persona paradigmáticamente
virtuosa: El mejor hombre y la mejor mujer. A obtener que en la realidad
cualquier persona se asemeje a ese modelo, pueden contribuir desde la
religión hasta el derecho, pasando naturalmente por la cultura e inclusive
por una variante un poco pedestre como la llamada “condición
económica” del sujeto en cuestión.
Un conjunto determinado de personas y recursos físicos con un objetivo
particular puede configurar una empresa. De hecho, eso es una empresa:
hombres y recursos físicos imbricados en una organización dirigida hacía
la producción, transformación, circulación, administración y custodia de
bienes o para la prestación de servicios, tal como lo dice nuestra propia
ley comercial. Las empresas también necesitan modelos, paradigmas, que
en ciertos aspectos son fijos y en otros no, como cuando las empresas se
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amoldan a las cambiantes circunstancias de la globalización y el avance
tecnológico.
Trátese de personas o de empresas, inclusive de la más grande empresa,
como es la empresa del Estado, todos requieren de ser controlados. Ni
tanto para que florezca la tiranía o el despotismo cuanto sí para que
existan expeditos mecanismos que permitan corroborar si esos hombres
y esas empresas están comportándose conforme con los paradigmas, con
los modelos, con los valores, que en cada caso pregone el respectivo
sistema de control.
Después de esta introducción, me propongo, respetuosamente,
compartirles una mirada sobre las tres clases de control que existen
grosso modo bajo el ordenamiento constitucional y que pretenden ser los
mecanismos suficientes para garantizar el desarrollo relativamente
normal y progresista de las actividades de gobernantes y gobernados y
por qué no de las actividades de los proveedores y consumidores o
clientes, como se dice en el lenguaje empresarial.
El derecho constitucional moderno tanto favorece como consagra tres
tipos de controles: El control social, el político y el jurídico. Examinar los
sujeto activos, los procedimientos, los parámetros y los resultados de esos
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controles nos permite ver un amplio panorama de la fiscalización que se
puede ejercer en un estado de derecho, sin caer ni en el delito de
obstrucción ilegal ni en el de fisgonamiento ilícito, delito que creo que no
existe, por fortuna.
En primer término, aparece claramente el llamado control social, que no
es un control institucionalizado, pues no hay instituto oficial alguno para
eso y, por lo mismo, puede ser ejercido por cualquier ciudadano y hasta
por organizaciones y estamentos debidamente estructurados para ello. El
control social emana directamente del ejercicio de los llamados derechos
de libertad, en especial, del derecho de libertad de pensamiento y opinión.
Por igual, si ese derecho fundamental se fortalece con el derecho a
obtener y circular información y con el derecho-deber de participar en la
vida política, cívica y comunitaria del país, no hay duda de que el control
social responsable es uno de los más sólidos pilares en los que descansa la
democracia participativa.
Lo extraordinario, y, a veces, peligroso, que tiene el control social son las
múltiples posibilidades de expresarse sin más limitaciones que las que
impondrían los derechos fundamentales de la honra y de la intimidad de
las personas controladas. La autoridad moral del sujeto activo, que es el
que decide hacer control social tanto sobre la actividad de los
gobernantes como de los particulares, es una autoridad hecha a base de
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prestigio, de poder económico, de poder de hecho incluso y, por ende, no
siempre el resultado de ese control puede ser el más conveniente o el más
efectivo, pues es muy amorfo y subjetivo el rasero que se usa para hacer
control social.
Si un sindicato decide ejercer control social sobre las políticas salariales
del patrón, la efectividad del control podría estar en la fuerza de cohesión
del sindicato y en su capacidad de convocatoria a otras fuerzas laborales
que adhieran a su causa, así tenga a veces expedito también el camino
legal del conflicto colectivo del trabajo. Si la voz es débil, débil es el
resultado. Ese es el sino del llamado control social, tan difuminado en
múltiples intereses, que no siempre puede sacar adelante nada a favor de
alguien y sí todo en contra de muchos.
Ejemplos podrían darse por decenas. Digo, ejemplos de expresiones del
vasto mundo del control social, que no siempre es efectivo en los
resultados ni menos imparcial y adecuado a los estándares
internacionales del debido proceso. Esto es, que diariamente vemos a la
prensa, a los gremios, justamente a los sindicatos, a las asociaciones, a los
simples ciudadanos en actitud de expresar ideas y posiciones diversas al
hecho, la actividad o la conducta objeto de control. Es bueno que haya
oportunidad de expresar pensamientos y opiniones sobre cualquier
asunto de la sociedad, lo malo es que generalmente el tratamiento del
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tema es superficial o sesgado aún de parte de los encargados de guiar a la
opinión pública.
Por cierto, la opinión pública, que es un medio fértil para el control social
liviano o superficial, es más fuerte que el poder legislativo, y casi tan fuerte
como los diez mandamientos, dijo alguna vez el escritor Charles Dudley
Warner para denotar la importancia que ostenta esa inefable opinión
pública en la vida de la gente en un momento dado y de cómo puede
arrasar hasta con el poder legítimo de todas las autoridades. Esa frase
explica en parte lo que ahora está ocurriendo en Colombia con la llamada
reforma de la justicia, pero no lo justifica, pues yo soy un convencido de
que la opinión pública, tan llena de prejuicios, que generalmente ignora
elementos esenciales del tema sobre el que opina, no siempre es el mejor
método para medir lo que le conviene a un país. Menos mal que hay otras
frases que matizan mejor el papel de la opinión pública en las decisiones
de alto contenido político como una reforma constitucional.
Así, por ejemplo, el sociólogo francés Alain Touraine dice que: Un
gobierno nacional o local que estuviera al servicio directo de la opinión
pública tendría efectos deplorables. Es responsabilidad del Estado defender
el largo plazo contra el corto plazo, como lo es defender la memoria
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colectiva, proteger a las minorías o alentar la creación cultural, aun cuando
ésta no corresponda a las demandas del gran público.
Oí la semana pasada a un periodista de un importante noticiero de
televisión cuando anunciaba como la gran cosa que no solo la opinión
pública estaba en contra de la reforma de la justicia, sino que el ciudadano
común también lo estaba. De ese modo presentaba una entrevista hecha
a una dulce y pobre viejecita que vendía minutos en un andén de una calle
del centro de Bogotá. La vendedora se despachó en contra de congresistas
y magistrados, que sin más los tildó de bandidos y corruptos, previo a la
consabida pregunta de si estaba de acuerdo con esa mala reforma —
según enfatizó el periodista— hecha a la medida de esos altos servidores
del Estado. Después de la breve entrevista, diez a veinte segundos, el
noticiero pasó a comerciales de telefonía celular o algo así y luego regresó
con los goles de Messi.
Noten que para ese pobre reportero una cosa es la opinión pública y otra
la opinión del ciudadano común, cuando se supone que la opinión de los
ciudadanos sería la opinión pública, o debería ser la opinión pública.
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¿Saben por qué la distracción de ese reportero? Porque él cree que la
opinión pública es la que dice y traza el dueño del periódico, del canal, su
patrono. Y que la opinión valedera es la del cacao, como dicen en
Colombia, la del propietario, que tiene cómo decir en un editorial lo que
debería ser el país y sus instituciones. En cambio, la opinión de esa
viejecita es la de apenas una ciudadana que, extraño, casualmente
coincide con la que asumió el editorialista y que se refuerza con el efecto
mediático del insulto ciudadano contra los jerarcas del Estado. Si la
entrevistada hubiera dicho que no le importaba nada lo de la justicia de
los políticos, sino la casi la nula remuneración que obtenía por vender
minutos de celular en condiciones indignantes, no la hubieran sacado en
televisión.
Fuera de la banalidad con que fue tratada la noticia de la reforma de la
justicia, el problema está en que ese control social hecho desde la tribuna
insondable de la opinión pública carece frecuentemente de sindéresis. Los
responsables de constituir, definir, expresar y dinamizar la opinión
pública no necesariamente administran intereses sociales ni altruistas ni
académicos. Ora determinadas afinidades ideológicas, ora determinados
intereses de clase, o inocultables intereses mercantilistas sesgan la
llamada opinión pública, que en esa dimensión ya no lo es hace rato, pues
ha pasado a ser la opinión del grupo, del propietario, del dueño, del
gremio, del partido político, según los intereses y el provecho que se le
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pueda sacar a una noticia escandalosa o muy, digamos, conmovedora o
vendedora.
Por eso bien dice Touraine que un Gobierno nacional no puede estar al
servicio directo de la opinión pública, pues los resultados serán tristes y
deplorables, como cuando el Presidente de la República veta o aplaude los
actos de los jueces o del congreso según la popularidad que registre en
los medios o como cuando veta o persigue a los medios de comunicación
para ganar más popularidad o para recuperarla.
Es bueno que hayan permanentemente controles sociales, pero es bueno
saber siempre que no son muy objetivos ni efectivos, como le pasa al
control social a cargo de los medios de comunicación, que hoy instalan un
ídolo de la nada y mañana de la nada o de muy poco lo destierran. Sin
embargo, la salud, la salud de la democracia está en un prensa libre.
Tuviera mejor salud si la opinión fuera dada por los comunicadores y
recibida por los consumidores de noticias y opiniones con beneficio de
inventario, sin imposiciones y sin subterfugios y sin sofismas. Es cierto, la
noticia de los hechos debería ser fría, el comentario caliente. Esa
separación teórica es casi impracticable y por eso los consumidores, que
siempre somos el lado más débil, debemos saber cómo opera el control
social, más aún el que ejerce los medios de comunicación.
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Una empresa cualquiera y máxime una de servicios públicos vitales para
la comunidad no solo puede sino que debe ser objeto de requisitorias
provenientes del control social y, por ende, la responsabilidad social de
las empresas va más allá del cumplimiento de la mera legalidad del
negocio. Las empresas prestadoras de servicios públicos domiciliarios o
no domiciliarios, pero de vital importancia para la vida de los ciudadanos,
se asemejan ya a autoridades públicas, como lo ha dicho la ley y la
jurisprudencia. Por ende, la transparencia, salvo ciertos secretos
financieros e industriales, debe ser un objetivo empresarial. Por eso no es
de extrañar que el derecho de petición quepa en esos ámbitos, incluido el
derecho de información sobre aspectos claves para el usuario o
consumidor.
Las empresas no solo deben ser visibles para poder vender los productos
y servicios, deben también ser translúcidas en las demás derivaciones y
obligaciones comerciales y legales impuestas por las normas jurídicas y
por la ética concerniente a las buenas prácticas frente a todas las
variables del negocio. El control social ayuda a eso. Una empresa seria
no le temería, por tanto.
Sobre el segundo de los controles hay mucho y poco que decir. El control
político es la fiscalización ejercida sobre el ejecutivo y de parte de los
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partidos que ganaron el poder. Si en Colombia hubiera control político
fuerte y efectivo ya se hubiera aprobado una por lo menos moción de
censura contra algún ministro, algún secretario territorial. Nada de eso ha
ocurrido. De hecho, no solo el ejecutivo debe estar sometido a este tipo de
control. También los jueces de alta corte, pues las causas de indignidad
saltan como las liebres, por donde menos se espera.
Como la comisión de acusaciones contra altos dignatarios del Estado no
funcionó nunca, la reforma constitucional, ahora en inesperado y letal
suspenso, casi muerta, pretendía justamente regular de una mejor forma
este tema crucial del sistema judicial de altos servidores públicos, cosa
del resorte natural de la Constitución y no de la mera ley. Como el nuevo
sistema no ha funcionado todavía, obviamente no podemos juzgar con
claridad la bondad del mismo, pero si la reforma se ahoga definitivamente
no habrá en muchos años acusaciones contra altos jerarcas del Estado,
como son los mismos magistrados. La reforma habla del juicio político
justamente, que no es un juicio que deba verse con la misma lupa con que
se ven los juicios jurídicos propiamente dichos.
Los colombianos casi no sabemos nada de esto del control político
efectivo. Lo más que pasa en el congreso es que haya sesiones en los que
la oposición o grupúsculos oficialistas no contentos del todo con el
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gobierno de turno deciden citar a los ministros y otros funcionarios para
fustigarlos por las ejecutorias o malas ejecutorias o por asuntos incluso
personales, sin que pase nada concreto al final. Es decir, que ni se aprueba
una moción de censura ni se echa por tierra la política cuestionada. Todo
queda en largas disertaciones quizás importantes, pero inconcretas.
Sucede que, a veces, después de esos debates, los órganos de control
jurídico ejercen acciones por los hechos denunciados en un debate. Eso es
un alivio, pero no es la única finalidad del control político, que lo que
pretende es cambiar las malas políticas estatales para imponer otras en
beneficio de la gente, así haya que salir del ministro de turno. Por eso el
control político se revela débil, peor en un sistema presidencialista, pues
la figura del presidente domina por completo el escenario político y
gubernamental del Estado.
Pero el control político es vital y siempre está a cargo de organismos
identificados con el poder legislativo o de elección popular, que son los
órganos a los que acceden los partidos políticos para ejercer el poder
político por intermedio de leyes o de controles políticos. La clave del
control político está en el paradigma, que lo pone el partido que pretenda
adelantar la moción o el debate. Generalmente, es a la oposición a la que
le toca oponerse y hacer el debate de contraste frente a las ejecutorias del
ejecutivo y otros órganos públicos. Se estima que un congreso valioso es
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el que se dedica con seriedad a hacer más control político que el que se
dedica a hacer leyes, malas leyes o malas reformas.
De forma indirecta más que directa, una empresa de servicios públicos
puede terminar siendo políticamente cuestionada. Mediante el expediente
de someter a juicios o debates políticos a los ministros y demás
responsables de vigilar que se cumplan las leyes y directivas estatales,
una determinada empresa puede verse abocada a dar explicaciones sobre
su proceder ante el Congreso de la República, que tiene, por lo demás,
bien establecido en la ley, la obligatoriedad de todos los colombianos de
responder verazmente las preguntas que formule ese cuerpo legislativo.
El más imparcial de los controles es el control jurídico, el previsto en la
ley o en las normas jurídicas. Es el control que más conocen los abogados
y por eso no me detendré a explicarlo.
Es un control institucionalizado, pues siempre hay un órgano competente
a cargo. Está procesalizado totalmente, pues hay códigos procesales para
todo. Y el cartabón o parámetro de comparación no es la moral
simplemente, ni la eficiencia económica pura, ni el ideal político. No. El
parámetro de comparación es la norma jurídica, la ley, cuya máxima
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fuente es el Congreso de la República, que en una democracia es tan
valioso como los jueces y el presidente.
Los más importantes árbitros del control jurídico son los jueces. De ahí
que el aparato judicial deba ser algo concerniente a la Constitución, a
pesar que para emitir una sentencia pronta y eficaz no se requiere de
cambios drásticos en la Constitución.
Bastan dos o tres normas constitucionales para asegurar que se dicten
reglas, para paliar la congestión y para asegurar sentencias efectivas, esto
es, que solucionen un conflicto, no que lo alarguen. Sin embargo, esas
normas constitucionales deben estar bien diseñadas, tanto que le
permitan al legislador confeccionar sistemas flexibles de juzgamiento y
que le permitan, por su puesto, asignar óptimos recursos financieros a la
rama judicial.
La reforma fallida traía dos reglas que me gustaban. Una era la del juez
adjunto encarnado en abogados y notarios, mecanismo para ampliar
extraordinariamente la nómina de jueces y ante el hecho notorio de que
Colombia necesita más personal al servicio de la rama, pero con
capacidad de decisión. No tanto personal auxiliar. La otra tenía que ver
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con el presupuesto mínimo de la Rama judicial, que me parece razonable
que exista en una Constitución de un país que no ha sido generoso con la
financiación del poder judicial.
Es a la ley, en cambio, a la que le corresponde desarrollar los mecanismos
prácticos para la descongestión y para la calidad de la justicia. Aún sin
esta reforma, el Estado debe seguir trabajando en ese punto, que es el que
le interesa a la mayoría.
En todo caso, el juzgamiento de altos servidores públicos también es un
tema importante, solo que siempre será de resorte constitucional, que no
meramente legal. Igual cosa ocurre con la administración de la rama
judicial, que atañe a órganos de estirpe constitucional. Es el colmo que no
hayamos podido hacer esas reformas y que la torpeza de ciertos
congresistas y del propio Gobierno haya dado al traste con la actual
reforma, según parece. Insisto, en materia de reformas constitucionales,
como en casi todo, debe haber posiciones divergentes. Unos a favor y
otros en contra. A mi modo de ver, si una reforma se aprobó, debe dejarse
que el juez natural, esto es, la Corte Constitucional, diga la última palabra.
También existe un árbitro todavía más apropiado: el constituyente
primario. Lástima que sea en Colombia tan manipulable y tan carente de
madurez para enfrentar estas responsabilidades.
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En fin, el control jurídico es una garantía para asegurar controles eficaces
sobre la actividad de las empresas también, así como tradicionalmente ha
sido sobre la conducta de los gobernantes y los particulares. La eficacia
radica en que teóricamente, una vez se desencadene el control jurídico
respectivo, se espera un resultado concreto. Una demanda de nulidad
contra un acto administrativo debe terminar en un pronunciamiento
concreto del juez, así como cualquier otra reclamación o una queja.
Los usuarios de los servicios públicos domiciliarios, los usuarios de los
servicios de telecomunicaciones, el cliente bancario, el usuario del
transporte, en fin, en pocas palabras, el usuario, en general, es uno de
esos clásicos estamentos débiles para desarrollar con eficacia actividades
de control social sobre la gestión de los proveedores al punto que si no
fuera por la existencia de controles jurídicos, la suerte de los usuarios
estaría siempre signada por la incertidumbre y la desidia.
En otros términos, miro el control jurídico como la mejor garantía a favor
de la parte más débil de una relación jurídica y económica marcada por el
desequilibrio. Pero el papel de esas garantías jurídicas a favor de los
consumidores y usuarios no debe verse como un obstáculo, sino como
mecanismo que ayuda a dar confianza y certeza a los actores del mercado.
18. TIPOS GENERALES DE CONTROL SOBRE LAS ACTIVIDADES DE SERVICIO PÚBLICO
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Esta es pues una mirada a los controles que existen en un estado de
derecho, modelo de convivencia en el que si bien se pregona la libertad
en sus múltiples aristas, también se consagra el control sobre esa
libertad para evitar el desborde del poder de la autoridad o el libertinaje
ciudadano y para corregir, ni más faltaba, las desigualdades que
paradójicamente trae el ejercicio sin medida de la llamada igualdad de
oportunidades económicas.
Debe ser por eso que el lema de Colombia fue siempre Libertad y Orden.
No sé si lo será aún.
Gracias.