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ISBN 84-85139-50-X
Depósito Legal ZA 178-1980
Imprenta Benedictinas,
Carretera Fuentesaúco, Km. 2 - Zamora
Biblioteca de «El Buen Consejo»
Vida de Santos, núm. 4
San Agustín
POR EL
P. TEODORO ALONSO TURIENZO. OSA
Segunda edición
REAL MONASTERIO DE EL ESCORIAL
1980
F:S PROPIEDAD
CON LAS LICENCIAS NECESARIAS
|TOMA Y LEE!
No es mi fin desarrollar un tema de investiga-
ción, ni tampoco escribir la mejor biografía de San
Agustín.
Se trata de hacer un resumen sencillo de su vida
con el interés y entusiasmo que merece.
Un resumen que pueda titularse: Vida popular
de S. Agustín, de modo especial dedicada a los jó-
venes.
Una vida que responda a la realidad. Que sea
sincera y emocionante como sus Confesiones.
Atractiva como él.
La vida de Agustín personifica como ninguna la
lucha siempre antigua y siempre nueva de los cora-
zones:
Ansias de felicidad, luchas, triunfos, derrotas,
remordimientos, atracciones de amores opuestos,
inquietud..., todo eso experimentó Agustín en la
primera mitad de su vida. Todo eso y nada más es
la historia de la mayor parte de los hombres, du-
rante su vida entera.
5
¡Vla figura del Santo que triunfó después de la
lucha/
...Siempre humano, generoso, comprensivo...
Aprendió a utilizar como nadie las energías del co-
razón: por eso es el intérprete del primer manda-
miento de Jesús.
San Agustín no es tan popular como otros san-
tos que mientras vivieron tenían menos populari-
dad que él.
Ése es nuestro intento: reparar esta injuria.
Publicar más que la obra del sabio, la del santo.
LLamar la atención para que el mundo de hoy es-
cuche a San Agustín que sigue repitiendo lo de
aquella vez...: «Si os gusta llamarme maestro,
dadme la recompensa de serlo: sed buenos».
6
SU FAMILIA
La familia de Agustín estaba formada por un
matrimonio: Patricio y Mónica; tres hijos: Agustín,
Navigio y Perpetua; y dos sirvientas.
Agustín es hijo de Patricio y Mónica en cuanto a
la carne. Mónica sobresale tanto como madre de
Agustín que ha eclipsado casi totalmente la figura
de Patricio.
Mónica será siempre la madre de Agustín.
Agustín el hijo inseparable: se engrandecen mu-
tuamente.
Son dos vidas que no se distinguen. Mónica vi-
vió la vida de su hijo. No podía vivir sin Agustín.
No podía morir sin verle convertido. Por eso, sus
lágrimas.
Agustín lo mismo. Tiene el espíritu de Mónica.
Es verdad que en un principio no comprendió bien
la grandeza de su madre. Más tarde se dio cuenta.
Por eso lloró tanto aquel día de su muerte. Veinte
7
años después no podía recordarla sin lágrimas.
«¡Tú sabes, Señor, qué madre he perdido!».
Nació el año 332. Pertenecía a una familia cris-
tiana.
Demostró desde niña una piedad sobresaliente.
Unas veces desaparecía del juego, se escapaba
a la iglesia, se escondía en un rincón y... rezaba lo
que sabía.
Otras, cuando comía, disimuladamente, oculta-
ba algo y salía en busca de algún pobre...
«Así —dice el hijo— la iba preparando el Señor
desde el principio...».
De algunos defectos tuvo que corregirse, no era
impecable.
«Encargada —dice Agustín— de subir
diariamente el vino necesario para la mesa, solía
beber algún sorbo todos los días.
Se fue acostumbrando... y concluyó por beber-
se una copa casi llena.
Lo sabía una de las sirvientas. Un día, discutien-
do con la niña, la llamó borrachuela...»
Fue lo suficiente para avergonzarla; se corrigió
radicalmente. Hizo el propósito de en adelante no
beber más que agua.
Mónica crecía en años y progresaba en virtud.
Pasaron los momentos emocionantes del
Bautismo y primera Comunión.
Pasó la infancia y también la niñez, pero... Mó-
nica es admirable por su dulzura, constancia, paz
o
inagotable y modestia: es verdaderamente una jo-
ven de carácter.
Pasó la adolescencia. Demuestra poseer exce-
lentes dotes maternales.
Y, al entrar en la juventud, fue solicitada para
contraer matrimonio.
No conocemos exactamente el modo de pensar
de Mónica, razón por la cual es imposible exponer
sus inclinaciones y preferencias respecto a la elec-
ción de estado.
Probablemente Mónica hubiera preferido seguir
los consejos evangélicos.
Sea cual fuere la razón, forzada o providencial-
mente, Mónica contrajo matrimonio con Patricio.
No se comprende fácilmente esta decisión; es
un enlace matrimonial misterioso.
Patricio: pagano, soberbio, indiferente, de ca-
rácter violento, de vida corrompida y escan-
dalosa...
Mónica —ya lo dijimos— todo lo contrario.
Mónica de 22 años, Patricio de más de cuarenta.
A pesar de todo, los dos se unen para formar un
hogar.
Mónica va a ser eternamente esposa ejemplar y
madre modelo. Tiene que serlo allí, en el hogar
precisamente.
Esposa ejemplar: para salvar a Patricio.
Para figurar siempre unida a un convertido y
9
convertido por ella: por el-apostolado de su silen-
cio, amor, sufrimiento, abnegación y trabajo.
Patricio vio en Mónica. aquello mismo que el
buen ladrón, desde la Cruz, admiró en Jesús.
Patricio, no podía ser de otra manera, reaccionó
como Dimas: Murió bautizado, arrepentido y cris-
tianamente.
Madre modelo: Modelo por ser Santa Mónica.
Modelo por haber conseguido tres hijos santos.
Navigio y Perpetua reciben culto en Roma y en
otros muchos lugares dé la cristiandad.
Modelo, sobre todo, porque es madre de San
Agustín.
Por Agustín, Mónica es inmortal como madre de
las lágrimas.
Por Agustín, sufrió Santa Mónica el martirio
terrible del alma.
Agustín será siempre un sermón de Santa Móni-
ca, un sermón viviente: el sermón más sublime de
la verdadera actitud de una madre.
Son dos vidas que se confunden. Mejor: Es la vi-
da de un hijo que tuvo madre; porque en la vida de
un hijo tiene que aparecer la madre, si ella cumple
con su deber.
Veremos a los dos más detenidamente en los
capítulos siguientes.
NIÑEZ DE AGUSTÍN
Reina Constancio II.
Es el año tercero del pontificado del Papa Libe-
río.
El 13 de noviembre del año 354.
En Tagaste, ciudad de Numidia:
Nació el futuro Doctor Eximio de la Iglesia,
Aurelio Agustín, hijo primogénito de Patricio y Mó-
nica.
Agustín es, en importancia, el primero de los
cuatro doctores de Occidente y ocupa el tercer lu-
gar por orden cronológico.
El mismo año que Agustín vino al mundo (354),
Ambrosio celebró el decimoquinto cumpleaños y
Jerónimo probablemente se trasladó a Roma para
estudiar Gramática, Retórica y Filosofía.
Agustín murió a la edad de setenta y seis años.
Después del primer centenario de su muerte apare-
ció Gregorio Magno para completar el número de
11
los grandes doctores occidentales: S. Ambrosio,
S. Jerónimo, S. Agustín y el Papa Gregorio I.
Agustín tuvo la suerte de nacer de madre santa.
Mónica, consciente desde el primer momento
de su deber, consagró toda su vida a 1a educación
de Agustín.
Le abrió el corazón para tratarle siempre con
amor, mucho amor, amor de madre: es el mejor
método pedagógico, hace maravillas en la educa-
ción.
Apenas advierte los destellos de la razón en su
hijo, llevada de su religiosidad, le inscribe entre los
catecúmenos.
No se solía, en aquella época, bautizar a los ni-
ños luego de haber nacido; por eso Agustín no re-
cibió el sacramento del Bautismo.
Aprendió de su madre los fundamentos de la re-
ligión.
«Me hablaba frecuentemente —dice el mismo
Agustín— de la vida feliz del cielo, de la Encarna-
ción, providencia y poder de Dios...
Me decía que ese Dios es mi Padre...
Y me aconsejaba que no perdiese de vista la idea
de muerte y juicio divino...
A cada paso oía de su boca el nombre de
Jesús».
Jesús quedó muy grabado en el corazón de
Agustín: nunca pudo olvidar ese nombre aprendi-
do en el regazo de su madre.
12
Mónica consiguió crear un espíritu profunda-
mente religioso en su hijo.
Un rasgo que se ha conservado de la infancia de
Agustín, refleja su exquisita formación religiosa y
el fruto de las instrucciones de su madre:
«Era yo niño todavía —dice Agustín— cuando
repentinamente fui acometido de un fuerte dolor
de estómago que me puso en peligro de muerte».
Agustín, moribundo, con menos de ocho años,
reaccionó muy cristianamente: acudió por iniciati-
va propia a Dios para que le protegiese. Pidió con
viva fe el Baustismo de Jesucristo.
Este hecho es una prueba de la belleza del alma
de Agustín.
Mónica, conmovida por la fe de su hijo y solícita
de su salud eterna, procuró a toda prisa se le admi-
nistrase el saludable sacramento; pero ...el mal ce-
só repentinamente y el Bautismo se difirió para
más adelante.
13
COLEGIAL DE TAGASTE
I Qué poco dura para una madre el tiempo que el
hijo está junto a sí y que gasta en instruirle!
Llegó el día en que Agustín debía empezar los
estudios.
Mónica permitió que se matriculase en la es-
cuela de Tagaste; pero temía por la perseverancia
religiosa del hijo.
Empezó el curso.
La escuela de Tagaste fue seguramente como
son hoy las escuelas de los pueblos o los institutos
de primaria. En Tagaste no podía faltar la música
escolar tradicional.
En una escuela tiene que oírse siempre: a,b,c...
Uno y uno, dos; dos y dos, cuatro...
Cinco por dos, diez..., en voz alta y en el mismo
tono siempre.
A esto alude Agustín, cuando dice: «Me moles-
taban y odiaba aquellas repeticiones monótonas».
En la enseñanza romana se usaron mucho los
14
castigos corporales. El santo habla también de los
ayunos que los maestros imponían a los discípulos
holgazanes.
Probablemente se le aplicaron a él más de una
vez esos remedios, y otras muchas burlaría la vigi-
lancia del maestro.
No le gustaban las matemáticas. Es lógico; se
trata de una asignatura detestada y odiada por la
mayor parte de los estudiantes de todos los tiem-
pos.
En la escuela de Tagaste, Agustín mereció el ca-
lificativo de alumno mediano y un tanto revoltoso.
¿Y qué decir de su conducta?
Era de esperar que Agustín, después de una for-
mación como la suya hubiese sido estudiante
ejemplar y la alegría de Mónica, pero no fue así.
Lo primero que se vio en él fue pereza y odio al
estudio.
«No estudiaba —dice— sino obligado; no gusta-
ba yo de las letras y odiaba que me obligasen a es-
tudiarlas».
Se acostumbró a obedecer por temor al castigo.
Desgraciadamente no fue éste el único defecto
de Agustín.
Se aficionó demasiado al juego y a las diver-
siones:
«Engañaba —dice— a mis padres y maestros
por amor al juego y por el deseo de ver espectácu-
los frivolos con juguetona inquietud».
15
Se iba pareciendo algo más a sus compañeros y
algo menos a Santa Mónica. Se fue acostumbran-
do a decir no y a desobedecer.
A pesar de todas estas miserias, Agustín todavía
no era malo con malicia; aún no se había corrompi-
do; poseía algunas cualidades buenas:
Amaba a su madre, era sensible, afectuoso,
agradecido... «Pedía con fervor al Señor —dice en
sus Confesiones— que no me azotasen los maes-
tros en la escuela».
Otros niños sólo pensarían en quejarse a sus
padres, o implorar misericordia de sus maestros.
Agustín recurre a Dios.
Se ve que el hijo de Mónica ha empezado la
lucha de todos los jóvenes.
¿De qué lado se inclinará la balanza?
1R
S. GIMIGNAÑO - Iglesia de San Agustín
San Agustín en la escuela
A M A D A U R A
Agustín, a pesar de su odio al estudio, no pudo
ocultar su genio extraordinario.
Patricio, en vista de los elogios que de él hacen
maestros y condiscípulos, se decide a darle una
educación conforme a sus talentos.
Como Tagaste carecía de centro de estudios su-
periores, tuvo que enviarle a Madaura.
Ménica, triste por esta separación repentina,
prefirió no oponerse.
{Qué iba a ser de Agustín, solo y lejos de su
madre...!
Más difícil fue la cuestión económica; pero
Patricio, dispuesto a llevar a cabo la empresa, ven-
ció todas las dificultades con sus sacrificios.
Agustín a los 13 años ingresó en la academia de
Madaura.
En Madaura cursó la asignatura de Gramática
que comprendía el estudio de una verdadera en-
ciclopedia.
17
Desapareció radicalmente su odio al estudio; se
enamoró de los libros y se entregó en cuerpo y al-
ma a la lectura de los clásicos latinos.
Sentía pasión por la Eneida de Virgilio: «Nadie
dice él mismo —hubiera podido arrancármela de
las manos; por su pérdida hubiera llorado amarga-
mente».
En Madaura fue estudiante modelo, mimado de
sus profesores; se conquistó los mayores aplau-
sos.
I Cuántas ilusiones!
Los alumnos de Madaura se ocupaban en ejerci-
cios parecidos al que refiere Agustín en sus confe-
siones:
«Empezaba proponiéndosenos el asunto sobre
el que había de tratar la composición.
Esto de por sí excitaba ya el ánimo de los estu-
diantes, bien por el deseo del premio, bien por te-
mor a los azotes.
Nos obligaban a que dijésemos en prosa algo
que se pareciese a lo que el poeta había dicho en
verso; era más aplaudido el que mejor repetía e
imitaba la idea del maestro».
Un día encargaron a Agustín el desarrollo de un
tema patriótico.
Versaba acerca de las palabras con que Juno,
protectora de los cartagineses, expresa su dolor al
no poder alejar de Italia al rey de los troyanos.
Tan bien lo hizo que entusiasmó al auditorio.
18
Fue aplaudido por primera vez. Aquí era donde
Agustín triunfaba siempre.
Se excita su amor propio y se goza sobremane-
ra con estos triunfos.
Ya no piensa más que en recibir aplausos,
muchos aplausos; en lucirse otra vez, en figurar.
Se goza mucho, le suenan bien las aclamaciones.
Desde Madaura escribía a su casa con frecuen-
cia y cartas largas: tenía que contar todas sus ha-
zañas.
Entusiasmaban a Patricio estas noticias.
Mónica seguía preocupada: Parece —se decía —
que mi hijo no se acuerda de los consejos que le di.
En Madaura empezó la perversión del espíritu de
Agustín.
Él solo, en una ciudad pagana; estudiando por
libros profanos y obscenos, y con maestros sin
escrúpulos.
Le obligaban a desarrollar eVi clase temas desho-
nestos: eran los favoritos de aquellos catedráticos
sin conciencia.
Agustín pensaba que obraba bien imitándoles;
por eso adoptó la conducta de tales maestros co-
mo única norma de vida.
Eran enemigos del cristianismo. Esto le hizo creer
que tal religión sólo valía para mujeres o espíritus
tímidos; no para los fuertes y llenos de ciencia co-
mo él creía.
19
Pronto empezó a circular el veneno por las venas
de Agustín.
«Ardía —escribe el santo— en deseos de hartar-
me de cosas bajas, y no me avergonzaba de con-
sumir la vida en deleites.
Se marchitó mi hermosura, y me volví podre-
dumbre a tus ojos por agradarme a mí y desear
agradar a los hombres».
Tuvo la desgracia de exponerse al peligro. Pe-
netraron en su corazón los malos deseos y le domi-
naron las pasiones.
Intelectualmente había triunfado.
Llegó el verano y terminó Agustín los estudios
de Gramática en Madaura.
¡Vacaciones!
Agustín ya tenía 15 años. Volvió a su pueblo, pe-
ro no inocente como antes.
Con desarrollo, sin duda, completo de su natu-
raleza física, siente su corazón invadido por llamas
amorosas.
Agustín ha crecido, y en su pecho escucha la
voz de la naturaleza que le incita al regalo del amor
natural.
La voz clara de Dios podía haberle atajado en la
pendiente del amor desordenado.
Pero el espíritu del mundo había penetrado en el
corazón de Agustín, y el espíritu del mundo se
avergüenza de seguir el espíritu de Dios.
20
VACACIONES
Agustín, recordando con satisfacción los triun-
fos de Madaura, volvía a su hogar. Llegó a casa.
Patricio le abrazó. Le felicitó.
¡Así se hace!
¡Ánimo!
Para e| próximo curso irás a Cartago a terminar
los estudios.
Mónica también le abrazó, le abrazó más ínti-
mamente; pero lloraba... Agustín no era el mismo:
no era el Agustín de los cinco años.
Mónica con ojos de madre lo ha visto, ha notado
que algo le pasa..
¡Mi hijo no se ríe como antes!
Sí ya lo sé, sus primeros pecados le han quitado
la inocencia y la paz.
La madre quiere curarle: Le llamaré a solas y se
lo diré.
Pero era ya tarde porque Agustín no atendía:
«Creía una deshonra obedecer a mujeres».
21
Y... Mónica ora y llora por su hijo.
Hoy empezó a ser la madre de las lágrimas.
Patricio estaba dispuesto a favorecer los estu-
dios de su hijo y decidido a enviarle a Cartago.
Surge la dificultad de siempre: no tenía fondos.
Había acabado de pagar las facturas de Ma-
daura, y se le agotaron los recursos.
Bien sabía que en Cartago la enseñanza era más
costosa, no tenía dinero. Necesitaba tiempo para
hacer algunas-economías.
Las vacaciones pasaron rápidamente y como
los ahorros de Patricio crecían a cuentagotas,
Agustín, tuvo que interrumpir los estudios y espe-
rar un íiño —el décimo sexto de su edad— que pa-
só en compañía de sus padres.
En este año Ménica y Agustín podían-haber sido
felices: no fue así.
El hijo no era inocente; no contaba a la madre
sus preocupaciones; se callaba sus problemas.
En este tiempo sintió Agustín más que nunca el
influjo de las pasiones.
«Entonces —dice él— los deseos impuros cre-
cían de repente y se levantaban tan poderosos que
oscurecían y ofuscaban mi corazón... y yo seguía
el ímpetu de mi pasión, la furia de la carne excitada
por la desvergüenza humana.
...Acompañado de otros como yo corría y me
revolvía en el cieno.
22
...Me avergonzaba ante mis compañeros de ser
menos desvergonzado que ellos...»
Tal era el triste estado de Agustín a los dieciséis
años.
Su padre no estaba lejos de convertirse. Al em-
pezar la cuaresma de este mismo año renunció
públicamente al paganismo y fue inscrito en el nú-
mero de los catecúmenos de la Iglesia Católica.
«Pero él —dice Agustín— no se preocupaba
todavía de que yo fuese casto: no le interesaba
más que verme erudito».
No se daba cuenta de las luchas de su hijo; no le
preocupaba su conducta: parece que se alegraba
con la idea de ser abuelo bien pronto.
Mónica sigue lo mismo de preocupada. Vuelve a
llamar al hijo. Cuando están los dos solos se lo dice
otra vez:
Le habla de Dios, de la tranquilidad de los cora-
zones puros, de la fealdad del pecado...
«Una vez —dice el mismo Agustín— me llamó
aparte..., icón qué solicitud (aún me acuerdo de
ello) me rogó que fuese casto!»
Agustín no se atenía a razones, seguía lo mismo
de frío.
No hacían mella en su alma los consejos de su
madre emocionada. Rehuía el encontrarse a solas
con ella.
Mónica ya no sabía qué hacer: consejos, lágri-
mas, oraciones... y Agustín no cambiaba.
23
Agustín no cambiaba, para que Mónica tuviese
tiempo de sufrir, orar y demostrar lo que puede
una madre.
Agustín tiene una madre que es espejo de ma-
dres cristianas y por su madre se salvará.
Ni los aplausos de la muchedumbre pagana,
ni el copioso caudal de conocimientos filosófi-
cos,
ni el dominio de la Retórica,
ni el aliciente de los altos puestos de la sociedad,
ni las voces encantadoras de la carne...
Nada de todo esto conseguirá llevar al alma de
Agustín a la luz y el reposo, sino las oraciones de
su madre.
La lámpara del corazón de Mónica terminará en-
caminando a Agustín a la región de la verdadera
dicha.
24
EN CARTAGO
Patricio, a fuerza de sacrificios, pudo reunir el di-
nero necesario para que Agustín pudiera continuar
los estudios. Y seguirá sacrificándose para que
aquel hijo continúe estudiando sin interrupción
hasta terminar la carrera.
Ahora estaba satisfecho Patricio: creyó haber
triunfado definitivamente.
Agustín partió para Cartago.
Para Mónica esta separación fue muy dolorosa:
sintió más que nunca dejarle solo.
A pesar de todo no se opuso a los planes de
Patricio.
Llegó Agustín a Cartago.
¿Qué iba a ser de él, solo, a más de cien kiló-
metros del corazón de su madre, en la edad de las
dificultades y dominado por las pasiones...?
(Agustín sin apoyo en Cartago!
Los peligros eran mayores que en Madaura:
«Por todas partes crepitaba en torno mío un her-
videro de amores impuros...»
25
El ambiente, el teatro, el arte, las supersticiones
del culto pagano... todos, hasta sus mismos com-
pañeros le impedían ser bueno.
Empezó el estudio superior de Gramática y Retó-
rica.
En seguida se granjeó el aprecio de sus maestros
y los primeros puestos de las clases.
Al poco tiempo un suceso inesperado puso en
peligro los planes anteriores: murió su padre Patri-
cio, bautizado y cristianamente.
Agustín recibió la noticia que le sumió unos días
en profunda tristeza.
Mónica había triunfado como esposa después
de dieciséis años de lucha.
La única preocupación ahora sería su hijo.
No le trajo para casa, porque pensó ser una
desgracia para Agustín la interrupción de los estu-
dios: puede ser —decía para sí— que por la ciencia
se acerque al verdadero Dios.
Surgieron otra vez dificultades por la falta de di-
nero. Romaniano, amigo de Patricio, solucionó el
caso para siempre: se comprometió a ponerlo de"
su bolsillo.
Debido a la generosidad de su protector pudo
Agustín continuar en Cartago.
El hijo de Mónica llegó a Cartago con deseos de
triunfar: soñaba con glorías mundanas.
Agustín entró en la capital africana y lo primero
que empezó a interesarle fue un corazón:
26
También el «amar y ser amado», era lo que le de-
leitaba en Tagaste; pero en Cartago había más la-
zos para el amor.
Además, en Tagaste vivía su madre Mónica cu-
ya presencia tenía que infundir respeto; en Cartago
no.
Y Agustín se entrega a la vida del amor, que él
ansiaba porque le parecía ser una cosa muy dulce.
Hasta que llega a ser correspondido por una mujer.
Se entrega y empieza la crisis más profunda:
«Caí en las redes... Al fin fui amado».
Ambos son felices mientras viven juntos.
La joven es pobre en bienes de fortuna; pero
tiene un gran corazón. Un corazón si no tan gran-
de como el de Agustín, sí muy parecido.
A pesar de todo, no rompieron con toda medida
de continencia; su amor fue humano más que bru-
tal.
Los dos tenían un corazón hermoso y un alma
grande. Los dos serán más tarde enteramente de
Jesucristo.
Agustín no pudo ocultar mucho tiempo tales re-
laciones. El año 372 tuvo un hijo, Adeodato. Él le
llamará siempre hijo del pecado.
Esta unión culpable y vergonzosa de Agustín du-
rará no menos de 15 años.
Cuando supo Mónica los desórdenes del hijo no
podía consolarse. Lloraba en público y en privado:
llegó a temerse por su vida.
27
Pero, hay que decirlo, Agustín no podía ser malo
de propósito. Comparado con sus compañeros,
distaba mucho de ser tan incontrolado como ellos.
No aprobaba este proceder.
Agustín tenía corazón, inteligencia..., una ma-
dera, sin cepillar es cierto, pero estupenda.
Agustín no pierde el equilibrio mental con los
aplausos.
Ni su corazón estaba tranquilo. Amaba y le ama-
ban.
Su cuerpo satisfecho; su alma cada vez menos
feliz: celos, temores, sospechas...
Agustín, volcán de amor, no es feliz. Lejos de
Dios nadie lo es.
i Agustín convertido en un verdadero calvario!
¿Por qué todo esto?
Porque todo amor, si no está bendecido por
Dios, es tormento de sí mismo.
28
MANIQUEO
Los maestros de Cartago dejaban tiempo libre a
los alumnos para que pudiesen frecuentar teatros,
escuelas de declamación, sitios de recreo, bibliote-
cas...
Agustín se entregó por completo a la lectura; le-
yendo se pasaba casi todos los ratos libres.
Coge en sus manos el libro de Cicerón titulado
Hortensio.
La lectura del magnífico Diálogo le encanta.
Se convence: Cicerón es efectivamente uno de
los hombres que mejor han hablado.
Además de elocuencia y bien decir, Agustín en-
cuentra en el Hortensio una mina de contenido:
Filosofar es aprender a morir. Era un principio
establecido por Cicerón que le convenció.
«Este libro cambió por completo todos mis afec-
tos de tal modo que, desde entonces, fueron otros
mis propósitos y deseos...
29
Desde entonces, anhelé, Dios mío, la sabi-
duría..., empecé a levántame para volver a ti».
Agustín lo comprende; bien dice el Hortensio de
Cicerón: La felicidad del hombre está en la verdad,
en la sabiduría.
Las criaturas no aciertan a dar paz cumplida al
alma.
Agustín está conforme con la doctrina del Hor-
tensio; sólo encuentra una falta: no habla de Je-
sús.
Ese nombre, más dulce que todo nombre,
todavía se conserva en el fondo de su alma.
Jesús, piensa Agustín, recordando lo que le
decía su madre cuando era muy pequeño, Jesús
tiene que ser esa sabiduría infinita.
Agustín vive y seguirá viviendo mucho tiempo
como hasta ahora: disfrutando de amar y ser ama-
do.
Pero ese Agustín no puede desentenderse de es-
te otro problema inmenso:
¡Yo no soy feliz!
¿ Dónde está la felicidad? Me dicen que es la Ver-
dad.
¿Y la Verdad?
El Hortensio elevó a Agustín sobre las miserias
de la tierra.
El Hortensio no le mostró la Verdad, pero le
habló de ella.
30
El Hortensio no le puso en el verdadero camino,
pero le dio a entender que le había.
Deseoso de tener esa sabiduría y persuadido de
no poder hallarla sin Jesús, abrió Agustín las San-
tas Escrituras:
«Se me cayeron de las manos.
Me parecieron indignas de parangonarse con la
majestad de los escritos de Cicerón. Mi hinchazón
recusaba su estilo y mi mente no penetraba su in-
terior...»
Agustín suspira por la Verdad. Buscando la Ver-
dad busca a Dios.
¿Dónde está la Verdad?
Agustín se hallaba perdido en un callejón sin sa-
lida.
...desorientado y con ansias de Verdad.
Cansado de buscarla oye que unos hombres
proclaman a voces:
«¡Verdad! ¡Verdad! Poseemos el secreto de lle-
var las almas a Dios por la sola razón».
Pero Agustín necesita algo: Figura en la lista de
los catecúmenos de la Iglesia Católica; para borrar-
se, debe justificar su salida. Y ellos:
«La Iglesia —le dicen— atemoriza a los fieles
con creencias supersticiosas, nosotros a nadie for-
zamos hasta que ha comprendido claramente».
Necesita más: no ha desaparecido de su corazón
toda enseñanza cristiana. Cree en la vida eterna,
providencia de Dios..., recuerda el nombre Jesús.
31
De nada de esto hablaba el Hortensio. B ma-
niqueísmo, sí.
Y creyó que le habían resuelto todas las dudas:
Dio su nombre y abrazó el maniqueísmo.
Esta decisión de Agustín, más que un pecado,
fue un desacierto: se equivocó.
«¿Cómo no me iba a dejar seducir por tales pro-
mesas yo, joven, ávido de Verdad, orgulloso, que
había despreciado la religión de mis padres, como
se desprecian los cuentos de viejas?».
Agustín terminó la carrera. Triunfó como estu-
diante, pero no religiosamente: Profesa una secta
falsa. Y confiesa orgulloso: ¡Soy maniqueo!
Estamos en el año 374.
32
MAESTRO EN TAGASTE
Vuelve Agustín a Tagaste.
Ménica ya había oído rumores de la pública
adhesión de su hijo al maniqueísmo.
Mónica no puede creer que su hijo, el más queri-
do, fuese capaz de semejante determinación: pero
teme sea verdad. Está para llegar Agustín; su
madre le espera, indagará.
Agustín llegó, se abrazaron.
Mónica tenía que preguntarle: ¿Es verdad que
tú...I
Agustín no espera a que termine la pregunta de
su madre. Sí.
I Sí lo soy! | Soy maniqueol
Mónica tembló de dolor.
I Antes es Dios que Agustínl
Con lágrimas en los ojos, dijo imperiosamente a
su hijo: ¡Vete/
¡Vetel, no quiero verte en mi casa ni bajo mi
techo.
33
Agustín no pudo resistir aquella mirada, tuvo
que bajar la cabeza y,... salió.
Apenado todavía pidió ser admitido en casa de
Romaniano.
Mónica era incapaz de serenarse.
Seguramente pensó aquel día en la soledad de
María y en la tarde del Viernes Santo.
Cayó de rodillas y rogó con más fervor que nun-
ca por aquel fruto de sus entrañas.
Mónica no podía soportar mucho tiempo esta
separación. Sabía que Agustín, como hijo, siem-
pre había sido bueno y lo era.
Un día Agustín, de rodillas ante el lecho pedirá
perdón a su madre moribunda. No, le dirá ella, tú
siempre fuiste buen hijo.
Ahora, fuera de casa, recuerda a su madre con
dolor: lleva consigo la pesadilla y la angustia.
Probablemente la madre y el hijo se buscaron y se
vieron más de una vez.
Mónica no lloraba porque Agustín fuese mal hi-
jo, lloraba porque aquel hijo no era cristiano.
Su dolor hubiese sido insoportable sin alguna
esperanza de la salvación de Agustín.
La esperanza llegó. Durante el sueño de una
noche, tuvo esta visión.
«Triste y abatida, vio venir hacia ella un joven
sonriente, el cual pregunta:
¿Por qué lloras?
Lloro, respondió Mónica, la pérdida de un hijo.
34
No os inquietéis —dijo el joven—; mirad, vues-
tro hijo está a vuestro lado y en el misto sitio que
vos».
En efecto, miró y vio que allí estaba Agustín.
Mónica enseguida comprendió el sentido de la
profecía:
«Mi hijo al fin se convertirá, vendrá donde yo es-
toy».
Al día siguiente corrió a decírselo a Agustín.
La madre de las lágrimas y el hijo pródigo se en-
contraron y se abrazaron otra vez.
Mónica le perdonó y le permitió comer a su me-
sa.
Desde entonces no podían separarse.
Agustín continúa viviendo en casa de Roma-
niano: había traído consigo aquella mujer y aquel
hijo...; quería abrir una cátedra de Retórica... Y no
tenía sitio en la casita de su madre.
«Y mi madre —dice él— me amaba tanto que no
podía pasar un día sin visitarme».
Agustín no hizo mucho caso de aquel sueño de
su madre. Seguía tan maniqueo como antes. Pero
la madre y el hijo no podían discutir.
Mónica no sabía razones de Filosofía para poder
argüirle; temía herirle inútilmente. No podía hacer
más que orar, amar, amar mucho y con amor de
madre. No tenía más argumentos.
Un día llegó a Tagaste un Obispo gran siervo de
35
Dios. Había sido maniqueo, se convirtió y ahora
tenía fama de santo y sabio prelado.
Mónica aprovecha la ocasión. Le ruega con in-
sistencia influya para que su hijo Agustín abando-
ne el maniqueísmo.
—No ha llegado la hora; rogad mucho por él.
La madre vuelve a insistir con toda la potencia
de sus lágrimas suplicantes.
El santo obispo enternecido, en presencia del
dolor de aquella madre, no pudo por menos de
exclamar:
«Vete en paz, mujer, no es posible que perezca
un hijo de tantas lágrimas.
Agustín —maestro como era— abrió una cá-
tedra de Elocuencia en Tagaste. Los jóvenes más
selectos acudieron a su clase.
La escuela de Agustín se convirtió muy pronto
en una reunión de amigos.
Jóvenes unidos a Agustín con estrecha amistad
y que, por amor y admiración a éi, aprenden lo que
les enseña.
Entonces ocurre un hecho que no podemos pa-
sar por alto. Entre esos amigos hay uno, preferido
de Agustín, le llama: amigo queridísimo:
«Adquirí un amigo a quien amé con exceso por
ser condiscípulo mío, de mi misma edad y hallar-
nos ambos en la flor de la juventud.
Le había desviado yo de la verdadera fe, y le
había inclinado a aquellas falsedades supersti-
36
ciosas y nocivas, que tanto hicieron llorar a mi
madre; de modo que, hasta en el error, éramos
iguales.
...Mi corazón no podía pasar sin él».
Esta relación iba a romperse bruscamente.
Apenas había disfrutado Agustín un año de esa
amistad, aquel amigo cayó gravemente enfermo.
Agustín no podía separarse de su lado.
El enfermo, atacado por la fiebre, quedo mucho
tiempo sin sentido. En este estado se la administró
el Bautismo.
Vuelto en sí Agustín pudo hablar con él.
«Tenté reírme en su presencia del bautismo, cre-
yendo que también él se reiría.
Pero él mirándome con horror, me increpó di-
ciendo: Si quieres ser mi amigo cesa de decir tales
cosas...»
Agustín se reprimió por entonces.
Pocos días después, ausente Agustín, le repi-
tieron ias calenturas y murió.
La pena del hijo de Mónica al verse sin su amigo,
no tiene límites. No encuentra descanso en parte
alguna.
Sin el amigo todas las cosas, hasta la mujer que
tanto amaba, le parecían despreciables.
Nada pueden y nada valen los demás amigos sin
aquél.
Tagaste empezó a ser para él insoportable. No
podía vivir donde su amigo había muerto.
37
Los recuerdos le atormentaban y la debilidad le
consumía.
Para evitar tales emociones, abandonó Tagaste
y se trasladó a Cartago.
Mónica tuvo que resignarse una vez más. Acep-
tó el martirio de la separación para no quedarse sin
el hijo.
Agustín partió. Iba triste y desconsolado.
Mónica queda en Tagaste: Reza, llora y espera.
38
PROFESOR EN CARTAGO
Agustín partió para Cartago. Le siguieron los
amigos de Tagaste, ansiosos de continuar reci-
biendo sus instrucciones.
Romaniano le proporcionó lo necesario para el
viaje.
En Cartago abrió una cátedra. También Roma-
niano pagó los gastos de la instalación y le ayudó
económicamente.
El deseo de tener buenos discípulos movía a
Agustín más que el dinero; nada le importaba la
ganancia.
Para distraerse y olvidar los recuerdos dolorosos
se entregó por completo al estudio.
Un día sé sintió inspirado, cogió la pluma y em-
pezó a escribir.
Publicó un libro sobre la Belleza, que dedicó a
Hierio, uno de los grandes oradores de Roma.
Agustín, a solas y con sumo placer, leía y releía
páginas admirándose a sí mismo.
Siempre había sido el número uno como estu-
39
diante. Ahora, maestro, aspiraba a una distinción
parecida.
Quiere para sí la fama y el título de Magister pri-
mus, el mejor maestro. Aún pensaba en glorias, fe-
licitaciones y aplausos.
Se anuncia entonces un concurso de poesía.
El poeta vencedor será coronado públicamente.
Agustín resolvió tomar parte. Escribió un poema
dramático y consiguió la victoria.
Fue coronado ante numeroso público por el mis-
mo Procónsul.
En la ciencia humana, Agustín no conocía difi-
cultades,, ni necesitaba maestro:
Oyó una vez ponderar como profunda y admi-
rable, pero muy difícil de entender sin maestro, la
obra de Aristóteles titulada Las Diez Categorías.
El la lee a solas y la entiende perfectamente sin
necesidad de detenerse.
A pesar de todo, Agustín no halla descanso en la
ciencia de los hombres: Lejos de Dios no se puede
estar bien.
Era sabio, y quiere más; quiere otra ciencia.
¿Cuál?
No lo sabe.
Pasaron los primeros fervores maniqueos de
Agustín. Empieza a reflexionar seriamente sobre
su posición religiosa.
I Cuántas desilusiones!
40
A medida que iba conociendo más y mejor el
maniqueísmo, se sentía menos maniqueo.
No le satisfacían los dogmas de la secta. Al prin-
cipio, se sintió atraído por la aparente virtud de los
que se decían elegidos y santos.
A la larga, descubrió que todo aquello era un mi-
to; no tenían nada de perfectos.
Un tal Helpidio, católico, dio conferencias en
Cartago y atacó duramente al maniqueísmo.
Agustín le oyó, impresionado se decía:
I Parece que tiene razón!
Sus lecturas le desilusionaron por completo: Era
sabio y maestro y no podía creer las explicaciones
maniqueas.
La ciencia le decía lo contrario.
«Si en la ciencia se equivocan los que se dicen
inspirados; ¿qué crédito merecerán en lo de-
más. .. ?».
No hallaba cosa cierta en tal sistema y, franca-
mente, cada vez se siente más intranquilo en el
maniqueísmo. Ahora está lleno de incertidumbre.
Temeroso de que sus dudas pasasen adelante,
fue a consultar a los maniqueos, a los doctores, a
los más entendidos; pero éstos no saben qué res-
ponderle.
Le remiten a Fausto, al famoso Fausto, a su gran
Doctor.
Vendrá Fausto —le dicen— y él te solucionaré
todas las dudas.
41
«Yo esperaba con muy profundo deseo la llega-
da de aquel tan mencionado Fausto».
I Es la única esperanza que le quedal
Llegó Fausto. Conversaron los dos. Agustín ex-
pone las dificultades, y Fausto, de quien tanto es-
peraba Agustín, tampoco da con la solución:
«Tan pronto como llegó, pude experimentar que
se trataba de un hombre simpático y de grata con-
versación. Lo que los demás decían en forma ordi-
naria, lo expresaba él con gracia singular». No
decía nada nuevo.
Fausto, incapaz de resolver las dificultades de
Agustín y antes de exponerse a una derrota, optó
por confesar su ignorancia.
¿A quién acudirá?
Todos valen menos que Fausto; y Fausto, a
quien los suyos ponen sobre las nubes, no supo
responder atinadamente. Así terminó, después de
muchos años, la crisis maniquea de Agustín; pero
Agustín continuará en la secta hasta encontrar
otra menos absurda.
42
DE ÁFRICA A EUROPA
Agustín, aunque más aplaudido en Cartago, no
pudo conseguir en ocho años una cátedra que
igualase a la encantadora de Tagaste.
En Tagaste, todos, maestro y discípulos, vivían
unidos en estrecha amistad.
En cambio la clase que rige en Cartago le llena
de amargura.
Es verdad que tiene muchos y buenos dis-
cípulos; pero no faltan los ineducados y alborota-
dores que no entran por la disciplina.
Agustín ansiaba dejar cuanto antes la clase de
Cartago; le aconsejan cambiarla por otra en Roma.
Los amigos de Cartago le animaban ponderando
los aplausos que recibiría en la ciudad imperial.
Los amigos de Roma procuraban atraerle con in-
vitaciones frecuentes y elogios de los estudiantes
romanos.
Por fin le convencieron y se decidió a partir.
«Mi determinación de ir a Roma no fue por ga-
43
nar más ni alcanzar mayor gloria, aunque también
estas razones pesaban en mí.
El principal motivo que me movió fue el haber
oído que los jóvenes de Roma eran más pacíficos y
disciplinados que los de Cartago».
Agustín, preocupado del viaje a Roma, se de-
sentendió por entonces del problema que no podía
olvidar.
«iY la felicidad...!
I Dónde está la verdad...!
¿Para qué nuevas discusiones si nadie me ha de
dar la solución?»
Así pensaba, desilusionado, después de la entre-
vista con Fausto.
Estaba todo preparado. No le faltaba más que
señalar el día, sacar el billete y subir al barco.
Antes, Agustín había comunicado a su madre la
resolución. Decía en la última carta:
¡Me voy a Roma!
La madre conocía el estado del alma de Agustín,
Temía que el hijo huyese donde no pudiera cu-
rarle con sus cuidados.
Impulsada por el amor que le tenía, partió inme-
diatamente y se unió con él en la playa. Agustín es-
tá decidido a irse a Roma. Mónica a impedírselo o
marchar con él.
Mónica, con todas las razones de una madre, no
pudo disuadirle..., incapaz de hacerle retroceder,
44
pedía que al menos la aceptase como compañera
de viaje.
Agustín se niega rotundamente.
La madre no le deja solo: teme que se escape.
«[Espera! —dice el hijo: Tengo que despedir a
un amigo».
La madre, desconfiada, corre tras él. Están los
dos cerca del barco.
Llega la noche y aún siguen paseando en la pla-
ya Agustín, su madre y el amigo.
Vuelve a decir Agustín: «Mientras el tiempo no
cambie no hay temor de que el barco salga.
Vete —añade dirigiéndose a su madre—, vete a
descansar un poco. Al despertar te convencerás
de que seguimos aquí el barco y yo».
Al fin la convenció:
«Pude persuadirle a que permaneciese aquella
noche en la Iglesia de S. Cipriano, lugar próximo a
la nave».
Mónica accede...
«Entre tanto, yo me hice a la vela y la abandoné,
dejándola llorando y orando.
Sopló el viento, hinchó nuestras velas y desapa-
reció la playa de nuestra vista...»
A la mañana siguiente la madre vuelve... y ya no
ve la nave en que se fue Agustín.
¡Pobre madre!
¡Cuanto sufres!
45
Sola, triste, toda absorta en dolorosos pensa-
mientos y a pasos lentos volvió a Tagaste.
En Tagaste pasa los días y las noches rezando
por la salvación de su infeliz hijo.
Allí estuvo hasta que no pudo resistir más.
Volvió a Cartago, se llegó a la playa, subió al
barco y emprendió un penoso viaje:
...para unirse con su Agustín en Italia.
46
EN LA CÁTEDRA DE ROMA
Agustín llegó a Roma el año 383.
Oficialmente era maniqueo. Personalmente ya
no simpatizaba con el maniqueísmo; deseaba de-
sertar cuanto antes.
Sólo externamente y por conveniencia conti-
nuaba las relaciones con los maniqueos.
En Roma el maniqueísmo tenía muchos adep-
tos, que podían ayudarle. No quiso privarse de es-
te apoyo.
Recomendado por los de la secta, fue recibido
en Roma por un miembro de la misma, el cual le
hospedó en su casa.
Al poco tiempo de llegar cayó enfermo. Doble
enfermedad: la calentura y las dudas.
Agustín empieza a temer la muerte.
«¿Si me muero que será de mí».
i Todo era dudoso para élI
«Yo me moría y caminaba a la tumba cargado de
todos los pecados que había cometido contra
Dios, contra mí mismo y contra el prójimo».
47
Realmente se encuentra grave, más grave
quizás que cuando niño pidió el bautismo a su san-
ta madre.
Ahora ni está su madre a la cabecera de la cama,
ni él pide ser bautizado; pero se acuerda de ella,
aunque no del bautismo.
«Con todo, sigue diciendo Agustín, no permitis-
te. Señor, que en tai estado muriese yo doblemen-
te.
[Qué hubiera sido de mi madre!
¿Cómo ibas a despreciar Tú las lágrimas con que
ella te pedía, no oro, ni plata..., sino la salud del hi-
jo?»
Al fin, sanó. Restablecido, abrió escuela de Re-
tórica en Roma, a la que acudían algunos
discípulos, que le siguieron desde Cartago, con
otros nuevos.
Su fama se extiende pronto por Roma; los estu-
diantes le escuchan y aclaman con entusiasmo.
Pero... |ay! el desencanto de Agustín fue enor-
me cuando vio que pasaba el tiempo de cobrar y
los alumnos no le pagaban.
Ciertamente que Agustín no estaba apegado al
dinero; sin embargo, no dejaba de sentir su necesi-
dad.
En la última enfermedad, todo habían sido gas-
tos; necesitaba ingresos.
Tenían que vivir del fruto de su trabajo: él, su hi-
48
S. OIMIGNANO - Iglesia de San Agustín
San Agustín parte de Roma para Milán
(B. GOZZOLI 1465)
jo y su amante que, superando tantas dificultades,
partió para unirse con Agustín en Roma.
Agustín, gravemente enfermo, sufrió física y
moralmente.
Experimentó las congojas de un hombre que es-
té para morir, sin esperanzas, con remordimientos,
sin preparación... y sin Viático.
Por eso después, convaleciente, se sintió impul-
sado más que nunca en pos de la verdad.
Vedle solo, luchando por encontrar esa Verdad
inmutable.
¿Dónde está la Verdad que nunca engaña?
Agustín no murió, pero no puede olvidarse de la
muerte: le preocupa el problema terrible de la eter-
nidad.
Vuelve a examinar al maniquefsmo: le parece
menos verdad.
Sigue el tormento de Agustín: «|S¡ muero sin
haber hallado la Verdad...I
¿Dónde podré hallarla?
En el sistema de Manes veo que es imposible.
¿Dónde/...»
¿En el paganismo? De ningún modo: los mani-
queos se lo describen como un conjunto de inmo-
ralidades y él lo sabía por experiencia.
El cristianismo hubiera podido cautivar su cora-
zón; pero los maniqueos se lo pintan tan mal...;
para él no son despreciables tales prejuicios.
Y la Verdad, ¿dónde está?
48
IQué estado el de Agustín!
I La muerte)
¿Y la Verdad?
¿Podré hallarla?
Desconfía: conoce profundamente las miserias
humanas.
En la sociedad no encuentra más que indiferen-
cia religiosa.
Y duda; dudaba de Dios y empieza a dudar de
los hombres.
I Los escépticos tienen razón!
Aquí empieza el mayor martirio del corazón de
Agustín.
Tiene ansias de Verdad y perdió las esperanzas
de poder hallarla.
Agustín escéptico.
Por entonces cuando mayor era su tormento,
supo que estaba vacante en Milán la cátedra de
Elocuencia.
La solicitó sin demora.
Desarrolló brillantemente un tema oratorio en
presencia de Símaco, prefecto de Roma, y la obtu-
vo.
¡De 61 es la catedral
50
ORADOR DE FAMA
Agustín llegó a Milán el año 384. Tomó posesión
de la cátedra y la regentó durante dos años.
Tenía treinta años contados. Y anhelaba con
violencia creciente fortuna y gloria...
Frecuentaba los círculos ciudadanos, no faltaba
nunca a las fiestas, se le veía a menudo en el
teatro...
Su fama de brillante orador se había acrecenta-
do y extendido de tal manera que Fiavio Bauto le
encargó e) panegírico imperial de aquei año 385.
Cuando iba al lugar de la ceremonia, en una
callejuela de Milán, se cruzó casualmente con un
vagabundo embriagado.
El orador del día vestido de gala, miró al mendi-
go, y... suspiró. Pero aquel suspiró no fue de com-
pasión, sino de envidia.
«Ved —exclamó dirigiéndose a sus amigos—,
ved cuánto más feliz que nosotros es ese mendi-
go...»
51
Sí, el alma de Agustín hablaba en el fondo consi-
go misma y..., sufría.
El alma de Agustín se hallaba desconsolada y su-
mergida en un mar de penas.
En Milán fue a visitar a S. Ambrosio.
IY Ambrosio no comprendió a Agustín I
Creía haber recibido a uno de tantos retóricos.
Le acogió con protocolo, bastante episcopal-
mente; se congratuló de su venida, le auguró un
feliz curso escolar y... se despidieron.
Pero Agustín había quedado prendado de Am-
brosio: Cuando el obispo predicaba corría a
oírle..., cada vez le agradaba más.
Al principio se fijaba más en la forma que en el
contenido.
Con todo, los sermones de Ambrosio iban pe-
netrando en el corazón de Agustín.
Un buen día, se dio cuenta de que las ideas del
obispo le interesaban y le hacían reflexionar.
Agustín pensaba en su interior: es imposible que
un hombre como Ambrosio profese una doctrina
falsa.
El catolicismo, a través de las interpretaciones
de Ambrosio, le parecía no tener nada de absurdo.
«Ambrosio —dice Agustín— no afirma por afir-
mar, sino que da las pruebas».
Fue dándose cuenta de que la Biblia era como
una tierra de maravillas insospechadas.
52
Agustín aún no es católico, pero mira con
simpatía el catolicismo.
Se avergüenza de ser maniqueo.
¿Qué hago ya en el maniquelsmo?
Comprendió mejor que nunca la falsedad de la
secta.
Se convenció de que los maniqueos eran unos
ignorantes, necios e hipócritas. Él no había nacido
para hipócrita.
«Así decidí abandonar de una vez para siempre
el maniqueísmo.
Fluctuando entre tantas doctrinas y desconfian-
do de encontrar la verdad.
...determiné permanecer catecúmeno de la Igle-
sia católica, que me había sido recomendada por
mis padres, hasta que vislumbrase algo cierto don-
de dirigir mis pasos».
Agustín se avergüenza de sí mismo.
Piensa: | Ya he pasado la adolescencia y así me
encuentro...!
I Tanto tiempo y en la duda I
Y... no se decide.
Sigue oyendo a Ambrosio. No se cansa de asis-
tir a sus sermones.
Le admira el obispo de Milán: |un hombre adora-
do por todos y tan despegado de los honores...)
Ambrosio parece un hombre feliz; demuestra
poseer dominio de sí mismo.
53
Agustín envidia a Ambrosio. Agustín quisiera
ser Ambrosio.
Agustín continúa visitando al santo obispo.
Algún día va decidido a comunicarle sus dudas y
desahogarse con él.
Y se llega donde Ambrosio. Mas...
«Le veía leer calladamente. ¿Quién era capaz de
molestarle?
Y sin atreverme a quitarle el tiempo me
retiraba».
Volveré otro día.
Y vuelve otro día y sucede igual.
Y vuelve más días y lo mismo.
Así no puede salir de la duda.
Agustín sufre por la Verdad y Agustín no en-
cuentra la Verdad.
Agustín no está dispuesto para la Verdad que re-
quiere despego de las cosas del mundo.
Estaba preso de un doble lazo: aquella mujer que
tenia consigo y su entendimiento incapaz de pen-
sar en Dios y en su alma.
No estaba en condiciones de creer ni de recibir la
fe del Evangelio.
Agustín no podía comprender la felicidad de
Ambrosio.
Agustín es hombre terreno. Ambrosio es hom-
bre de Dios.
54
Otra vez Ménica
Mónica tenía que estar junto al hijo, cuya con-
versión era su única preocupación.
Agustín iba a entrar en una agonía dolorosísima
y la madre tenía que prestarle el último y supremo
socorro.
Cuando supo la tristeza que embargaba el alma
de su hijo, resolvió partir a unirse con él.
Embarcó en Cartago.
Llegó a Roma; no estaba allí.
Siguió hasta Milán y encontró de nuevo a
Agustín.
Se unieron en un largo y estrecho abrazo...
El que conozca la historia del alma de los dos,
que no nos pida describamos la escena de aquel
encuentro.
Luego que pudieron hablarse, Agustín se apre-
suró a decir a la madre:
|Ya no soy maniqueo!
Mónica responde: mi aspiración es verte cris-
tiano .
Agustín, con una sonrisa de dolor, vuelve a de-
cir eso es difícil...
Pero Agustín estaba muy ocupado: apenas tenía
tiempo para escuchar las piadosas exhortaciones
de su santa madre.
Su profesión y sus relaciones le absorbían el día
entero.
55
Por la mañana daba clase.
Por la tarde se dedicaba a las visitas de amista-
des y cortesía.
Por la noche preparaba la lección del siguiente
día.
A pesar de su ocupada y agitada vida no con-
seguía tranquilizar su ánimo.
Lo poco que ha encontrado más fecundo y
aquistador de su espíritu y corazón le llega a través
de Ménica y Ambrosio.
No sabe de modo cierto, pero sí probable, con
gran probabilidad que lo que él busca se encuentra
en la Iglesia Católica.
Sin embargo, Agustín no se atreve a dar un paso
adelante.
Considera qué rectificar una vez más, sería ad-
quirir fama de voluble.
Piensa que no le conviene ir de prisa, sino más
bien proceder cauta y paulatinamente.
Agustín triste, pensativo, con el corazón llaga-
do, con el alma agitada por multitud de pensa-
mientos contrarios no descansará, no se dará por
vencido, indagará...
Agustín tiene por ciertas algunas cosas para el
régimen de su vida en este momento de crisis:
Tiene por cierta la religiosidad de su santa
madre, su bondad y su inmenso cariño maternal
para con él;
56
S. GIM1GNANO - Iglesia de San Agustín
San Aaustín lee la carta de san Pahlo-ConversiAn
tiene por cierta la cultura de Ambrosio: mayor
que la de otros muchos que se consideran sabios;
tiene por cierta, y por muy dulce, la amistad...
Y, sobre todo, tiene por cierta y por muy grande
su propia desgracia, al considerarse tan apartado
de la verdad...
Su resolución: todavía no sabe Agustín a qué
carta quedarse para ordenar su vida.
57
LUZ EN SU INTELIGENCIA
Los libros platónicos
Ambrosio había desbaratado las objeciones ma-
niqueas contra la Escritura y Agustín iba profundi-
zando su creencia en la Iglesia.
Dos problemas atormentaban ahora a Agustín:
la espiritualidad de Dios y el origen del mal.
Un amigo le ayudó a encontrar el camino para
resolverlos: le facilitó algunos libros platónicos.
Esta lectura fue para Agustín una verdadera re-
velación: un segundo Hortensio.
Esos libros despertaron su antiguo entusiasmo
por la Verdad y Agustín se siente nuevamente ena-
morado de la Sabiduría.
Creyó haber encontrado la solución.
Concibió a Dios por vez primera, como Espíritu
puro y Bien infinito.
«Sí, no se puede dudar...
¡Sí, hay Verdad!
La Verdad es Dios...»
58
Agustín se encuentra en un mundo todo ilumi-
nado y bellísimo. Entonces comprende que él es
un extraviado digno de lástima.
Ve la inutilidad de tantos esfuerzos consumidos
en buscar la Verdad.
Los neoplatónicos le habían llevado de la mano
hasta casi la presencia del verdadero Dios, pero en
los neoplatónicos Agustín no encuentra a Jesús. Y
Agustín a pesar de todo, buscaba a Jesús.
A Jesús se va por el camino de la humildad; y él
camina por la soberbia de la carne y de la sangre.
Las Sagradas Escrituras
En este estado, Agustín cogió avidísimamente
las Escrituras y... las entendía.
«Para mí ya no eran contradicción. Hallé en ellas
toda la Verdad que yo conocía».
¿No encontró más Agustín leyendo las Santas
Escrituras?
Sí:
Encontró lo que buscaba y al que buscaba.
Encontró el camino de la Verdad, encontró a Je-
sús.
Con emoción lo reconoce y dice:
«Sólo Él —Cristo— es camino segurísimo contra
todos los errores, por ser Dios y hombre:
Dios a donde se va y hombre por donde se va».
Entre Dios y los hombres no hay otro camino
que Cristo.
59
Agustín dejó de las manos el Hortensio de Cice-
rón, porque allí no estaba Jesús.
Agustín oyó hablar a los maniqueos de Jesús,
de un falso Jesús; no buscaba ése.
Agustín leyó a S. Pablo y encontró a Jesús, al
Jesús que buscaba.
Encontró la cruz y a Jesús junto a la cruz.
Y Agustín, en presencia de ese Jesús y de esa
Verdad, perdió las ansias de fama y dinero.
Pero queda sin resolver todavía el problema
afectivo y carnal.
Pablo continúa señalando la senda y le repite la
paradoja de Cristo.
Para vivir es necesario morir.
Agustín sufría amargamente. Había encontrado
la Verdad y la Verdad le curó la inteligencia de to-.
dos los errores y dudas.
Ahora le faltaba lo más doloroso: la enmienda
del corazón.
Adora a Dios en la idea, pero no en la realidad;
porque su corazón no acierta a despegarse de los
goces sensibles.
No está todo resuelto.
Lo más difícil es sanar el corazón, no por causa
de Dios, sino por rebeldía del corazón mismo.
El extravío del corazón es lo terrible. Éste fue el
principal error de Agustín: amaba lo que no debía
amar. Amaba las criaturas con preferencia al
Creador.
60
Ahora comprende que es una aberración; con
todo, sigue amando lo que no debe amar, porque
el corazón se lo exige y el corazón es el que manda
en la vida.
Pero decimos una vez más, y para siempre, que
Agustín no fue el pecador que se han figurado
muchos, poco enterados.
Fue pecador como suelen serlo los jóvenes que
viven apartados de Dios, no más.
Amó los placeres de la carne pero sin ser un des-
vergonzado, como le han considerado algunos, a
fin de hacer resaltar con más fuerza el milagro de la
gracia.
Esto es una injusticia, porque es una falsedad.
Pero cerremos este paréntesis, para seguir el
proceso del alma de Agustín.
Agustín ha encontrado la Verdad: Dios es la Ver-
dad.
Se da cuenta de que puede y debe mudarse en
la Verdad.
Agustín percibe la necesidad urgente de entre-
garse a Dios, por lo mismo, no podrá permanecer
mucho tiempo en su estado actual.
¿Cuándo se decidirá finalmente a poner en
armonía su vida con su inteligencia, su corazón
con sus ansias de poseer a Dios?
Antes debe venir la cura del corazón. Y ésta no
tardará en realizarse.
61
LA CURA DEL CORAZÓN
El primer paso
Intentan sus amigos y sobre todo su madre Mé-
nica casar a Agustín, pero no con la mujer que tra-
ta. Esta mujer va a ser sustituida por otra más jo-
ven y más digna del profesor de Retórica de Milán.
No es Agustín el que la juzga más digna ni me-
nos digna, sino su madre y los amigos.
Es Ménica principalmente quien pretende otra
mujer para su hijo. Todo lo arreglará ella.
Lo primero. Jo que verdaderamente urge, es que
la madre de Adeodato se separe de Agustín.
Agustín cedió a los requerimientos de Mónica y
los amigos.
Agustín, de un corazón y de un amor inmenso,
parece que no podía ceder tan pronto.
Extraña que Agustín ceda.
Y Agustín no sabe cómo cede, pero cede.
Obedece a la madre y a los amigos, que es lo
mismo que obedecer a la Divina Providencia.
62
«Y me dejé arrebatar —exclama— la que par-
ticipaba de mi vida: y como mi alma estaba
íntimamente unida a la de aquella en quien tenía mi
corazón, me quedó éste tan lacerado y herido, que
la llaga vertía sangre».
Y la madre de Adeodato vuelve al África. Se
despide de Agustín, convertida, para encerrarse en
un monasterio.
En cambio, Agustín, no convertido aún, pare-
ciéndole demasiado esperar dos años, para el
matrimonio con la jovencita, y no pudiendo resistir
los ardores de la carne, toma otra amiga.
Agustín está llamado a ser y será santo y funda-
dor: pero, para la vida religiosa, se necesita mucha
virtud cristiana. Y...
Agustín todavía no es hombre de Cristo, sino del
mundo.
Esperemos unos años y veremos a Agustín san-
to y convertido en la admiración de los siglos.
Santa Mónica asistía inquieta a este lento rena-
cimiento y hubiera querido precipitar el desen-
lace...
Simpliciano
Una mañana salió Agustín antes que de cos-
tumbre y fue a ver a Simpliciano.
Éste era un anciano sacerdote y gran siervo de
Dios.
63
Simpliciano comprendió a Agustín.
Le recibió afectuosamente, le acogió con suma
sencillez y le escuchó con toda su alma.
Agustín comenzó a narrar su odisea carnal e in-
telectual.
Simpliciano le escucha paternalmente y se ale-
gra de que hubiese leído los libros platónicos.
Discurriendo acerca de ellos, llegó a hablar del
que los había traducido al latín, Mario Victorino.
Agustín conocía muy bien a Victorino. Sólo ig-
noraba una cosa: que estaba convertido. Pero
Simpliciano se lo hizo saber.
El más grande maestro y orador de Roma, Victo-
rino, había pasado ya de los cincuenta años, y un
día, dijo a Simpliciano:
«Vamos a la iglesia: quiero hacerme cristiano».
Y bajo las bóvedas de la basílica resonó segura y
solemne la voz de Victorino. Pronunció el Credo
con aquella voz que los romanos habían aplaudido
tantas veces.
Fue un acontecimiento de general sorpresa. En
Roma no se hablaba de otra cosa.
Agustín se conmovió hasta el fondo del alma.
«Yo ardía en deseos de imitarle».
I Tantas semejanzas...!
Los dos, africanos;
los dos, maestros de Retórica;
los dos, ávidos de gloria;
64
los dos, iniciados en el cristianismo por los libros
platónicos.
Faltaba, por parte de Agustín, la plena conver-
sión, y serían iguales en todo.
Después Simpliciano añadió: «No creas que Vic-
torino se arrepintió: Habiendo prohibido Juliano el
Apóstata a los cristianos enseñar las letras, Victori-
no prefirió cerrar la escuela antes que renunciar a
Cristo».
El relato había acabado y Agustín se despidió
murmurando entre dientes:
«¿Por qué no yo, por qué no yo?».
Otra sacudida más y Agustín abrirá los ojos
—aunque sea a través de lágrimas— a la fe de Cris-
to.
Ponticiano
Un día que estaba solo con Alipio recibió la visita
de un compatriota. Era Ponticiano, alto oficial de la
Corte y cristiano fervoroso.
Conversaban familiarmente. El visitante cogió
un hermoso códice que allí estaba sobre la mesa de
Agustín y vio que eran las epístolas de S. Pablo;
sonrió y, mirando a su amigo, le felicitó...
Pablo habla llegado a ser la pasión de Agustín.
Ponticiano, animado por este hecho, se puso a
hablar de Antonio, el anacoreta egipcio.
Al quedar enfermo, a los veinte años, había re-
65
partido cuanto poseía y se había retirado a hacer
vida de penitencia....
El enemigo le abrasaba la carne...
Mas él, meditando en el infierno y en los gusa-
nos preparados para los deshonestos, resistía va-
liente y quedaba vencedor.
Agustín se sentía avergonzado.
También en Milán —continúa Ponticiano— ha-
bitan muchas almas consagradas a Dios.
Los imitadores de Antonio son tan numerosos
que se han fundado colonias de monjes.
Oíd esto:
«En Tréveris, mientras el Emperador asistía a los
juegos, otros tres camaradas y yo salimos de pa-
seo al campo.
Dos de ellos penetraron por casualidad en una
cabana de monjes y en ella se pusieron a leer una
Vida de Antonio.
Uno quedó tan transformado por la lectura que
decidió hacerse ermitaño y convenció a su compa-
ñero a hacer lo mismo.
Nosotros, buscando aquí y allá, los descubrimos
a la puesta del sol.
Ellos nos expusieron su resulución y nosotros
volvimos al palacio edificados con su ejemplo».
Ponticiano añadió después un detalle que debió
aún más asombrar a Agustín:
«Los dos nuevos monjes estaban para casarse, y
sus prometidas, al saber la noticia, resolvieron imi-
66
tarlos y se encerraron en un monasterio de vír-
genes».
Aquí Ponticiano concluyó.
De nada de esto tenía noticia Agustín, pero el re-
lato le interesó sumamente.
Nadie más necesitado de penitencia y soledad
que él.
Según habla Ponticiano —piensa Agustín— se
dedican a servir a Dios personas cuyo desorden de
vida no consta; y yo, sin embargo, no me dedico a
pedir perdón a Dios y amarle con toda mi alma...
Esos monjes de los que habla Ponticiano, le dan
lecciones de sabiduría sublime, de la alta ciencia
que es Dios y el amor de Dios:
En esto —advierte íntimamente Agustín— se me
han adelantado los dos anacoretas, quizá ignoran-
tes de las Artes Liberales que yo domino...
67
CONVERSIÓN
Estos hechos trituraron el corazón de Agustín.
Aquellos hombres se presentaban obstinada-
mente delante de él, censurando sus cobardes va-
cilaciones.
Agustín se veía «feo, deforme, sucio, lleno de
muchas úlceras».
Tuvo asco, tuvo horror de sí mismo. Y no podía
huirse, y no se sentía con fuerzas para el cambio.
Las obras —mejor que las palabras— eran indi-
cio de su lucha interior: «L? frente, las mejillas, los
ojos, el color, el tono de la voz...»
La batalla que se cernía ahora en el ánimo de
Agustín no era entre la verdad y el error, sino entre
la castidad y la lujuria, entre el espíritu y la carne.
Y, apenas se marchó Ponticiano, con el rostro y
la mente desencajados, Agustín se precipitó sobre
Alipio.
«¿Qué es lo que pasa?
¿Has oído?
68
i Se levantan de la tierra los ignorantes, apode-
rándose del cielo, y nosotros, con toda nuestra
ciencia, nos revolcamos en la carne y en la sangrel
¿Es que tenemos a deshonra el carecer de valor
para imitarles?».
Alipio estaba allí, mirándole, atónito, apenado y
silencioso.
Agustín sn el huerto
Agustín cuando hubo dicho esto se lanza hacia
la puerta y se retira a un huerto de la casa que
habitaba, porque siente necesidad de estar solo.
Este huerto será su Getsemaní y su Tabor.
Alipio, sin embargo no le deja solo, pues le ve
demasiado agitado. El amigo no puede ni debe
abandonar al amigo en estas circunstancias crí-
ticas.
Allí estará Alipio sin estorbar, como testigo mu-
do de una tragedia del alma que ha de terminar en
vida inmortal.
Todo le amonesta a Agustín, lo interior y lo exte-
rior, a que resuelva definitivamente.
Es cuestión de querer: el entregarse a Dios es
cuestión sólo de querer.
Agustín quiere, y sin embargo, no se entrega..
Cree él que quiere; pero en realidad no quiere,
pues no se entrega.
Esta lucha interior de Agustín es de lo más extra-
ordinadio y más humano.
69
La costumbre antigua y la resolución nueva ba-
tallan con armas poderosísimas, haciendo que
Agustín se manifieste como si estuviera loco.
Como de un loco son, en efecto, sus acciones:
el retorcerse las manos, el golpearse, el arrancarse
los cabellos y otros extremos a que lleva la furia del
alma contra uno mismo.
Agustín envidia a Victorino, tan docto y ya cris-
tiano, y envidia a los indoctos cristianos; son más
doctos que él en la verdadera sabiduría; sólo esta
sabiduría, que hace doctos y felices a los hombres,
es la verdadera.
Pero Victorino no debe su conversión sólo a sus
propias fuerzas: es Dios quien le ha dado la victo-
ria.
Agustín se acerca a Dios
Dios no exige de Agustín más que humildad a
las inspiraciones divinas, y Agustín, en vez de hu-
millarse, se erige en juez de sí mismo.
Pero es natural que un hombre de las condi-
ciones de Agustín quiera resolver por sí mismo.
De aquí que ni la conversión de Victorino ni la vi-
da de San Antonio ni las virtudes de los monjes
muevan eficazmente su corazón; en el fondo de su
alma se cree superior a todos esos hombres.
Falta la decisión, falta la realidad de la conver-
sión que consiste en que Dios se posesione de una
vez para siempre del corazón de Agustín.
70
Si el corazón no se rinde no se adelanta nada en
el camino del bien; es la única fortaleza que debe
rendirse para que se establezca la paz en el alma.
La pena que ahora siente Agustín en su corazón,
la amargura honda, la confusión de sentimientos,
la ruda batalla de lo que es contra lo que debe ser,
supera a cuanto pudiéramos decir.
Agustín que nunca ha llorado en estos comba-
tes, siente ganas de llorar y de estar completamen-
te solo para desahogarse. Por eso se aleja unos pa-
sos de Alipio.
Mucho ha llorado su santa madre por él; ahora él
va a llorar sus miserias y su debilidad con amar-
guísimo dolor.
Ve con claridad su propia impotencia para resol-
ver en lo que tanto le conviene; tiene delante de los
ojos del alma lo que ha pecado contra Dios.
Observa ahora la inclinación de todas sus facul-
tades hacia Dios.
Ve el desmoronamiento de los castillos de sus
ambiciones.
Y rompe a llorar amargamente.
No llora por tener que despedirse de su vida pa-
sada, sino por no haberse despedido antes; y por
no haberse despedido ya.
Esta echado en tierra y no se oyen otras voces
que las de sus gemidos y ahogadora fatiga.
La tierra recibe las lágrimas que brotan de sus
71
ojos. Nunca ha sido Agustín más grande que aho-
ra.
Agustín ruega, clama, urge...
Hay perfecta contrición en el corazón, humil-
dad en el entendimiento, llanto en los ojos, plega-
ria en los labios.
Agustín llora y entre sollozo y sollozo se le oye
decir «Tú, Señor, hasta cuándo?... ¿Hasta cuándo
estarás airado?...»
De pronto oye una voz como de niño o niña, que
canta y repite muchas veces: «Toma y lee, toma y
lee».
No puede comprobarse esa voz en el terreno hu-
mano. Parece de niño o niña, pero es muy especial
y, sin duda, de un ángel del cielo.
No ha oído él cantar así nunca a los niños, no sa-
be que haya canción semejante.
Pero lo innegable es que le llega a lo más profun-
do del alma, le transforma, le anima, le seduce, le
orienta y le hace volar.
Se levanta entonces Agustín al punto del sitio
empapado en lágrimas.
Marcha rápido donde ha quedado Alipio, porque
allí está el libro de las Epístolas de San Pablo, cuya
lectura le parece recomendar esa voz, que consi-
dera del cielo.
Toma el libro con ansia, le abre al azar y lee para
sí:
72
«No en banquetes y embriagueces, no en vicios
y deshonestidades, no en contiendas y emula-
ciones; sino revestios de Nuestro Señor Jesucris-
to, y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los
apetitos del cuerpo».
No es necesario más; se disipan enteramente to-
das las tinieblas de sus dudas.
Agustín se rinde como Pablo a la gracia.
Triunfo definitivo
Al fin llega la hermosa y viva claridad: | Agustín
es ya todo de Dios, por la gracia de Nuestro Señor
Jesucristo.
Si Dios no hubiese hablado a Agustín, éste no se
habría convertido. Tenía que hablarle Dios, como
aconteció con Pablo de Tarso.
Si Agustín fuera un hombre como la generalidad
de los hombres, bastaba que otro hombre superior
a él en conocimientos y honradez le hubiese habla-
do, para que con la gracia ordinaria de Dios se hu-
biera convertido.
¿Pero quién había de los que con él trataban o
pudiesen tratar, que fuera más ilustrado y de más
ingenio que Agustín?
Jamás se habría convertido como fruto de una
disputa. Hablamos en el aspecto humano al que de
ordinario suele acomodarse la acción de la gracia
de Dios.
73
A Agustín, maestro de Retórica de Milán, hay
que mandarle, hay que imperarle,, no con voz de
hombre, sino con voz de Dios.
«Toma y lee», le dice, y repetidas veces, la voz
del cielq.
Observa Agustín a ver dónde sale esa voz; le
ha traspasado las entrañas y, sin embargo, antes
de rendirse, examina el origen de esa voz que man-
da.
Y cuando se convence de que no es de la tierra,
de que no es de niño o niña aunque lo parezca por
el timbre de su pureza, de que no es humana sino
divina, entonces vuela a ejecutar lo que se le orde-
na.
Su semblante ya es otro, su alma ya es otra, su
corazón ya es otro.
Quien al fin ha triunfado en el corazón de
Agustín es la gracia y el nombre de Jesucristo.
Esto nos avisa que en las cuestiones del alma de-
bemos cuanto antes ponernos en los brazos de
Dios.
74
PAZ DEL CONVERTIDO
Había pasado la tormenta de Agustín.
Empezaba a entender cuan dulce es el Señor pa-
ra los que bien le aman. Lo entendía a través de la
experiencia del corazón:
«Mi alma estaba libre de los cuidados roedores
de la codicia, del aguijón de la carne y de los de-
seos carnales.
Me regocijaba delante de ti, mi luz, mi riqueza,
mi salvación, mi Señor y mi Dios».
El Señor habíale libertado de la triple concupis-
cencia:
de la gloria,
del lucro,
y de la carne.
Las bagatelas que antes le solicitaban y que
temía perder las rechazaba ahora con alegría.
El amor divino las había reemplazado en su cora-
zón.
75
Lo primero que Agustín había pensado hacer era
dejar la cátedra de profesor de Elocuencia.
Continuó las lecciones aquellos veinte o poco
más días que faltaban para las vacaciones de la
vendimia.
Después comunicó a las autoridades de Milán su
renuncia a la docencia.
Agustín había determinado dejar la cátedra por
motivos de salud: Fue la disculpa que puso para no
llamar la atención.
De hecho no se encontraba bien y, a juicio de to-
dos, necesitaba un prolongado reposo.
Más que descanso físico Agustín deseaba y ne-
cesitaba recogerse. Dios le iba a conducir a la sole-
dad, para hablarle al corazón.
Agustín contaba entre sus amigos, a un rico pro-
fesor de gramática, llamado Verecundo.
Verecundo poseía una hermosa casa de campo
en Casiciaco, cerca de Milán.
Lleno de generosidad se la ofreció a Agustín,
que la aceptó de buen grado, y un día de fines de
septiembre, partió.
Con él iban: Su madre Mónica, Adeodato, su
hermano Navigio, sus primos Rústico y Lastidiano,
y sus paisanos Alipio, Licencio y Trigecio.
El grupo agustiniano llegó, gozoso, al referido
Casiciaco.
En esta casita de campo permanecieron seis me-
ses en espera del bautismo de Agustín.
76
Al cabo de dos semanas Agustín se sintió reno-
vado por completo en su salud.
Lee la Biblia y canta los salmos bajo las bóvedas
del cielo.
Poco después empezaron las lecciones. Agustín
es otro completamente: es el maestro iluminado
por el acercamiento a Dios.
Quería ante todo inspirar a sus jóvenes dis-
cípulos el amor a la sabiduría.
No era el único en tomar la palabra.
Para cuidar su garganta y su pecho, y también
para interesar a sus discípulos daba a sus lecciones
la forma de sencillas conversaciones.
Si llovía o hacía viento, se reunían en la sala de
baño.
Cuando hacía bueno, la discusión se desarrolla-
ba sobre el césped.
Allí nacieron tres libros, que han llegado hasta
nosotros:
Contra académicos
De vita beata
De ordine
Se ve allí una vida alegre y estudiosa, presidida
por la amistad y bajo la amorosa mirada de Móni-
ca.
Una vida de orientación hacia Dios.
Agustín comenzó en Casiciaco a vivir profunda-
mente el Evangelio.
77
Oración, penitencia con amargo lloro de sus cul-
pas, humildad, pureza de corazón..., eso fue Casi-
ciaco para el recién convertido.
La mayor parte del día Agustín la consagraba a
sus discípulos y al cuidado de la finca.
Llegada la noche, se ponía en presencia de Dios,
oraba, dialogaba consigo mismo y conversaba con
el Señor.
De estas vigilias solitarias salieron los Solilo-
quios. Una obra incomparable que recoge los ecos
de su vida interior:
«No amo sino a ti solo, Dios mío; no busco sino
a ti, dispuesto a seguirte y servirte a ti solo».
Los Soliloquios son meditaciones de San
Agustín, extraordinariamente bellas, y tan suaves
como una música delicada que conmueve el cora-
zón y hace derramar lágrimas.
El que allí se desahoga y abre el espíritu no es un
profesor de Retórica; es un amante apasionado,
convertido enteramente a Dios.
I Con qué fervor oraba y recitaba los salmos!
Agustín todo se lo pedía a Dios: la pureza, el
perdón de sus culpas, perseverancia...
«Atormentado, dice, de un dolor de muelas, y
como arreciase tanto que no me dejase hablar, se
me vino a la mente avisar a todos los amigos pre-
sentes, que orasen por mí...
Apenas doblamos la rodilla con suplicante afec-
to, huyó aquel dolor», i Y qué dolorl
78
IY cómo huyól
Nunca desde mi primera edad había experimen-
tado cosa semejante.
Creía que no podría regular su cuerpo por los cá-
nones de la pureza, mortificación, humildad..., y
ve que, con la ayuda de Dios, puede realizarlo.
Antes las cosas despertaban en Agustín pensa-
mientos desordenados, de ambición, de placer...
Ahora en esas mismas cosas ve la imagen de
Dios.
Santificado el corazón, se santifican las cosas
que usamos.
La naturaleza entera lleva ahora a Agustín a la
espiritualidad de Dios y a servir a Dios del modo
más espiritual.
La viveza de los sentidos de Agustín es ahora
más viva que antes.
Su inteligencia, también más viva, más capaz,
más ilustrada, más segura, más racional que la de
antes por lo mismo que está cierta de sus caminos.
Su imaginación, más fundada, más creadora,
más brillante ahora que cuando era solamente
mundana.
El amor de Dios le hace amar todo (o creado
dentro del orden debido.
Agustín regula maravillosamente por su alma su
cuerpo.
Agustín, embellecido por la gracia, puede excla-
mar:
79
I Cuan bello es el reino del espíritu, y cuan
anchuroso y cuan útil y deleitable...!
Agustín sigue orando, preparándose..., anhela
otra salud, la salud del alma:
80
.S. GIMIGNANO - Iglesia de San Agustín
Muerte de Santa Ménica
EL BAUTISMO.
Los solitarios de Casiciaco —al principio de la
cuaresma del 387— dejaron la quinta de Verecun-
do para regresar a Milán. Vuelve Agustín más se-
guro de sí y de su fe y más fuerte contra las tenta-
ciones y los errores.
Con su hijo Adeodato y el inseparable Alipio se
hizo inscribir entre los que habían de recibir el
Bautismo en las fiestas de Pascua. Aquel año la
Pascua caía el 25 de abril.
Entre los candidatos Aurelio Agustín era sin du-
da el más notable: era el brillante orador que había
pronunciado el elogio del Cónsul Bauto y el pa-
negírico del Emperador.
Un genio que se hace discípulo con alma de ni-
ño, es una de las cosas más grandes que puede ha-
cer la fe.
Los catecúmenos eran instruidos durante la
cuaresma para hacerse dignos de recibir el triple
sacramento: el Bautismo, la Confirmación y la Co-
81
munión eran administrados en la misma ceremo-
nia.
Agustín, aunque suficientemente preparado,
asistió con atención, piedad y modestia edificantes
a todas las instrucciones.
Llegó la Gran Semana y el 22 de abril —Jueves
Santo—, recitó en alta voz el Credo delante de los
fieles, y el Viernes y el Sábado ayunó.
En la noche del Sábado Agustín se trasladó a la
Iglesia con su madre, Adeodato y Alipio.
Llega el obispo Ambrosio, se arrodilla, ora un
instante y empieza la Ceremonia.
¡La luz de Cristo!
¡Gracias a Dios!
La Vigilia había empezado. Se leían pasajes
bíblicos: empezaban a recitarse los vaticinios de
Moisés y las palabras de Pablo celebrando el
Bautismo de Cristo.
En medio de estas lecturas resonaban las bóve-
das de la basílica con el canto de los salmos.
Y Agustín lloraba copiosamente:
«iCuánto lloré al oír aquellos himnos y aquellos
cánticos que se melodiaban en tu Iglesia tan
suavemente y cuan profundamente me conmovían
aquellas vocesl
Aquellas voces resbalaban dentro de mis oídos y
tu verdad derretía mi corazón, con lo cual encen-
diéndose en mí el afecto de tu piedad, corrían mis
lágrimas y yo me encontraba satisfecho».
82
Se acerca el gran momento: se dirigen todos al
baptisterio...
Llegó el turno de Agustín.
Ambrosio pronunció sobre él los exorcismos.
Agustín, de rodillas, prometió solemnemente
observar la ley de Cristo.
Ambrosio le alentó en el rostro y le santiguó en
la frente, en la boca, en los oídos y en el pecho.
...Ahora Agustín está diciendo:
Renuncio a Satanás por toda mi vida.
Después fue ungido con el óleo bendito y, por
tres veces, sumergido en la pila bautismal. Al mis-
mo tiempo el obispo pregunta y él responde:
¿Crees tú en Dios Padre Omnipotente?
Creo.
¿Crees en Jesús, Hijo de Dios?
Creo.
¿Crees en el Espíritu Santo?
Creo.
A continuación el santo Prelado bautizó a
Agustín en nombre de la Santísima Trinidad.
Derramó el agua sobre la cabeza del neófito
arrepentido, diciendo:
« Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo».
Agustín renacía en aquel momento para Dios y
para la Iglesia, para las almas y para sí mismo.
La Confirmación seguía inmediatamente al
Bautismo:
83
S. Ambrosio le impuso las manos sobre la cabe-
za, le hizo la señal de la cruz en la frente y Agustín
salió transformado de la capilla bautismal. Terminó
la ceremonia.
Después, los bautizados, con la vela encendida
y en procesión, volvían del baptisterio a la basílica.
Avanzaban lentamente en medio de la solemne
procesión y entre oleadas de cantares. Al paso que
se acercaban a la Basílica de los Mártires los can-
tos fluyen de sus labios más apasionados y más
dulces.
Ya en el templo, Ambrosio, camina por el
centro, se dirige al altar para continuar el divino
sacrificio...
Gloria a Dios en el cielo...
La Misa de Pascua —comenzada antes de las
ceremonias del Bautismo— continuaba ahora.
Y... llegó la hora anhelada de la comunión.
Agustín se acercó a la mesa junto con su hijo y Ali-
pio:
El cuerpo de Cristo. Amén.
Recibió la Eucaristía...
Ahora Agustín tiene el rostro completamente
bañado en llanto. Corren por sus mejillas lágrimas
de amor, lágrimas de dulzura, como las que antes
humedecían los ojos de su santa madre Ménica...
Agustín recibió el Bautismo la noche del 24 al 25
de abril del 387.
84
DESPEDIDA DOLOROSA
Agustín, antes del Bautismo, había concebido el
propósito de retirarse a la soledad con sus amigos,
donde, alejado del mundo, pasarían los días ocu-
pados en la investigación y contemplación de la
Verdad.
Ahora, bautizado, vuelve sobre el asunto.
Explica el proyecto a sus íntimos. ¿Os parece
bien?
Asintieron unánimes.
¿Dónde convendrá establecerse la comuni-
dad?
Todos eran africanos. No vacilaron. Por unani-
midad decidieron volver al África y situarse en Ta-
gaste.
Partieron.
Atravesaron los Apeninos, y cuando Dios quiso,
estuvieron en Ostia.
Agustín procuraba estar con su madre lo más
posible. El tema de sus conversaciones era siempre
el mismo: El triunfo de la gracia.
85
Conversaban, asomados a una ventana de la ca-
sa de Ostia, y respirando el aroma de las flores que
ascendía del jardín.
Aspiraban con los labios del corazón las aguas
de esa fuente de vida que es Dios, para beber de
ella lo más posible.
«Allá arriba —decía Agustín— nos saciaremos
de aquella sabiduría, idéntica a Dios, que afanosa-
mente buscamos en la tierra, y allí participaremos
eternamente de toda ella, pues carece de pasado o
futuro: Es un dichoso presente sin fin.
Y mientras hablábamos y sentíamos ansias de
aquella Sabiduría —prosigue Agustín— la toca-
mos con lo más sensible de nuestros corazones y
dejando allá arriba aquellas primicias de nuestro
espíritu, descendimos otra vez hasta el rumor de la
boca en que la palabra empieza y acaba».
Sí, se elevaron juntos hacia el Señor siguiendo
Agustín a su madre...: ¡Éxtasis de Ostia/
Vueltos de aquel delicioso vuelo a la vida de los
sentidos se encontraron otra vez en la ventana...
Aquel instante de celestial felicidad, había
causado en Mónica el presentimiento y deseo de
su fin.
«Hijo mío —dijo ella— la única cosa que me
hacía desear vivir sobre la tierra era verte converti-
do. Dios me lo concedió con creces. Tú, ahora, só-
lo a Él sirves».
¿Qué hago, pues, aquí?
86
No había hablado por causalidad: cinco o seis
días habían transcurrido desde aquel éxtasis y Mó-
nica cayó gravemente enferma.
Tuvo otro arrobamiento. Agustín teme por su vi-
da. Vuelve en sí, después de largo delirio, se le oyó
exclamar: Enterraréis aquí a vuestra madre.
«No madre —dijo Navigio creyendo tranqui-
lizarla— tú no morirás lejos de nuestra patria».
Ella, mirando a Agustín, ¿Oyes como halaga? Y
enseguida:
«Enterrad mi cuerpo donde queráis; no os pre-
ocupéis de ello. Os pido una sola cosa: donde
quiera que os halléis acordaos de vuestra madre
ante el altar de Dios».
Y calló.
Todos recordaban el cuidado con que había pre-
parado en Tagaste el lugar de su sepultura. Y he
aquí que estando para morir renuncia a este
postrer consuelo. Sumisa a la gracia, se había des-
pegado de lo terreno:
«Para Dios nada está lejos y no temo que, al fin
del mundo, Él no me reconozca para resucitarme».
De este modo, libre de todo pensamiento que no
fuese el de la patria futura, «al noveno día de su
enfermedad, a la edad de 56 años y a mis 33 —dice
Agustín— esta alma religiosa y pía fue librada de
su cuerpo».
Agustín, apenado, cerró los ojos de su madre;
pero no derramó una lágrima:
87
«Cerraba yo sus ojos, mas una tristeza inmensa
afligía mi corazón; cuando iba a resolverse en llan-
to, mi alma se imponía y ese manantial de lágrimas
se secaba antes de subir a los ojos, y en esa lucha
yo sufría horriblemente».
En la estancia se sentía el latir de los corazones.
Adeodato, el nieto, prorrumpió en sollozos...
Su padre le impuso silencio. Y..., en medio de
suspiros mal reprimidos, Evodio abrió el Salterio y
entonó el Salmo:
Tus misericordias y tusjuicios, cantarán tu gloria
¡Oh Senorí...
La amargura de Agustín no disminuía, pero a es-
te dolor se mezclaba un consuelo dulcísimo. Algún
tiempo antes de morir, Mónica, viendo a su hijo lle-
no de ternura, le había dado un grato testimonio:
«Amorosamente —dice Agustín— me llamó
piadoso; afirmando que jamás había oído salir de
mi boca alguna palabra ofensiva para ella»: Tú
siempre fuiste buen hijo.
Se celebraron los funerales, y no lloró Agustín.
Ni siquiera cuando el cadáver fue arrebatado a su
vista para siempre.
Aquel día por la noche logró conciliar el sueño,
se despertó a media noche con el corazón menos
pesado... pero poco a poco comenzó de nuevo a
pensar en su madre.
Recordó todas las lágrimas que la había hecho
88
derramar y... una repentina explosión de llanto di-
solvió la recia pesadumbre.
Dejó correr lágrimas,
lloró,
lloró copiosamente,
lloró a solas, lejos del orgullo de los hombres y
bajo la mirada indulgente de Dios.
¡Qué madre he perdidoI
89
REGRESO A TAGASTE
Después de la muerte de Ménica, Agustín in-
terrumpió el viaje. Se quedó en Italia, porque el
amor le detuvo: le gustaba rezar junto a la tumba
que encerraba los preciosos restos de su querida
madre.
Se acercaba allí convencido de que una madre lo
es aún después de bajar al sepulcro.
Agustín se normalizó poco a poco, continuó el
género de vida que comenzara en Casiciaco y, co-
mo no tenía prisa de volver al África, regresó a Ro-
ma.
Tuvo ocasión de conocer al Papa Siricio y le pa-
reció un magnífico pontífice.
Compuso, tal vez por encargo de Siricio, su tra-
tado acerca de las Costumbres de los maniqueos.
Es una pintura de su vida. Le cubrieron de injurias,
pero Agustín no se turbó; tomó la pluma y escribió
otro libro:
Las costumbres de la Iglesia Católica.
90
Y siguiendo con su Filosofía, compuso el De
quantitate animae.
En Roma visitaba las iglesias y lugares santos:
las catacumbas, donde, conmovido, besaba las re-
liquias de los santos mártires.
Visitaba, sobre todo, los monasterios. Los visita-
ba para religiosa edificación de su espíritu, los visi-
taba para la organización de su futuro cenobio de
Tagaste.
En Roma comprendió la grandeza del catolicis-
mo...
A fines de verano del 388 abandonó la capital del
Imperio. Reanudó el viaje: Agustín volvía a su Áfri-
ca para no dejarla hasta la muerte.
Le acompañaban Alipio, Adeodato y los demás
amigos.
¿Qué peregrino ha vuelto a su patria con el
espíritu tan transformado?
Antes, triste y envuelto en densas sombras.
Ahora, llena su alma de alegría y... de Dios.
La nave arribó a Cartago.
En esta ciudad vivía un abogado llamado Ino-
cencio, hombre piadoso y ejemplar, que con gusto
le ofreció el hospedaje de su casa.
Inocencio estaba enfermo, había sufrido una
operación sin resultado favorable. Los médicos du-
dan: ¿Será necesario repetirla?
Le hacen otro examen. Le recetan una nueva
91
medicina. Con este remedio, le dicen, sanarás radi-
calmente.
La medicina se aplica. Los dfas pasan. La enfer-
medad continúa. Los médicos piensan en una se-
gunda operación.
Los familiares, en vista de la incertidumbre de
los doctores y de que la operación se difiere, te-
men se trate de una enfermedad incurable.
El enfermo piensa en la muerte; se cree en grave
peligro: despide a todos los que se acercan a visi-
tarle.
Al fin, los médicos, sin positiva esperanza, se
deciden a operarle por segunda vez.
Agustín, presente a todo, piensa en otra medici-
na. Se pone de rodillas. Ora acompañado de to-
dos, aun del mismo enfermo.
Llegan los médicos, y, al dar principio a la opera-
ción, advierten que está perfectamente curado.
Agustín, por humildad, atribuye el prodigio a las
oraciones de todos; pero es de creer que el milagro
se ralizase por mediación suya.
Todos querían ver a Agustín: sus amigos de otro
tiempo, sus antiguos discípulos...: |Conservaban
de él tan grato recuerdo...!
Un día vino Eulogio, ya retórico afamado. Había
respondido a las esperanzas de su antiguo profe-
sor.
Agustín le abrazó con amor y Eulogio le contó
un sueño que tuvo a propósito de él:
92
Había tropezado con cierto pasaje oscuro de Ci-
cerón. Pero he aquí que, una noche, durante el
sueño, te me apareciste tú sonriendo con esa ama-
bilidad tuya, y en cuatro palabras me lo aclaraste
todo.
En Cartago se detuvo poco Agustín: tenía prisa
de llegar a Tagaste. Cartago por otra parte ya no
era la misma, porque Agustín no era el mismo.
Al fin del año (388) estaba ya en Tagaste.
93
AGUSTÍN, MONJE
Romaniano había anunciado anticipadamente la
llegada de Agustín. Todos los de Tagaste espera-
ban con verdaderas ansias ver de nuevo a Agustín,
convertido.
Llegó Agustín. Llegó a su pueblo. Parientes,
amigos y paisanos le saludaron.
Agustín tenía entonces 35 años; le brillaban en
los ojos el fuego de un alma regenerada.
Agustín venía a cumplir un antiguo propósito, el
propósito que había hecho el día de su conversión:
entregarse a Dios, ser monje.
Con el corazón ya lo era. Efectivamente, el mis-
mo día de su cambio, después de la escena del
huerto, había renunciado no sólo al pecado, sino
también a la mujer...:
«Y concebí —dice— el propósito de dejarlo todo
y entregarme únicamente a Vos, y a meditar que
Vos sois mi Dios y mi Señor».
94
Ahora en Tagaste, haciéndose monje, realiza
esa entrega total.
Agustín, acordándose de las palabras de Jesús a
las almas ansiosas de perfección, vendió sus
bienes, dio el precio a los pobres y empezó a vivir
en comunidad con sus compañeros según el modo
y la regla constituidos por los apóstoles.
Vivían para Dios en ayunos, oraciones y buenas
obras, meditando en la ley del Señor.
El monasterio de Tagaste constaba al principio
de pocos solitarios.
Vemos allí, en primer lugar, al que nada podía
apartar de Agustín, a Alipio. Al lado de este amigo
había otros. Uno de ellos, particularmente querido,
se llamaba Evodio, otro Severo...
También Navigio entró en comunidad.
Adeodato era el benjamín de la casa. Su padre le
quería siempre a su lado para cultivar su alma. Es-
taba admirado de la precocidad de su ingenio. En
su dulce compañía compuso el diálogo titulado El
Maestro.
En el cenobio, Agustín se preparaba con la ora-
ción y el estudio.
Los ermitaños dedicaban al Señor todo el día,
desde las primeras horas de la mañana. A la
sombra de los árboles disertaban de elevadas ma-
terias.
En la casa de Dios no estaban incomunicados
95
con el mundo. No se pasaba día sin que algún ami-
go traspasase el umbral.
Y cuando no eran amigos eran todos aquellos
paisanos suyos que tenían necesidad de Agustín.
El amigo Nebridio, que no había podido unirse a
él, le escribía por entonces: «¿Es cierto que tienes
la paciencia de preocuparte de los asuntos de tus
conciudadanos y no te concedes el descanso que
tanto deseas?
¿Quiénes son esos que tanto te molestan a ti que
eres tan bueno?
Quisiera poder tenerte en mi finca y darte como-
didades para que descanses. Tus conciudadanos
dirían entonces que yo te había robado; pero no
quiero decidirme a nada. Tú los amas demasiado y
ellos también a ti».
Agustín en su retiro se santificaba y santificaba a
los suyos. Hacía las veces de padre con todos. Ali-
mentaba sus almas y las robustecía con el pan de
las Sagradas Escrituras.
El amor de Agustín es Dios y Dios prueba a los
que ama; por eso Agustín tiene que aceptar la cruz
que esta vez le ofrece el Señor:
Adeodsto enferma y, al cabo de algunos días,
cuando tenía 17 años, murió en la flor de la adoles-
cencia.
Recojamos de labios de Agustín algunas pa-
labras de elogio fúnebre:
«Tú, confieso Señor, le habías hecho bueno...
96
S. GIMIGNANO - Iglesia de San Agustín
San Agustín entrega la regla a los monjes
(B. GOZZOLI 1465)
...Yo en este niño no tenía otra cosa que el deli-
to. Admiraba en él su ingenio. Mas ¿quién, fuera
de ti, podía ser autor de tales maravillas?
Pronto le arrebataste de la tierra. Con toda tran-
quilidad lo recuerdo ahora, no temiendo absoluta-
mente nada por hombre tal, ni en su niñez, ni en su
adolescencia».
Agustín entregó su hijo al cielo y emprendió con
nuevos bríos sus tareas.
Está componiendo una de sus primeras obras
maestras, el último libro que escribirá en Tagaste,
se titula: De vera Religione. Le escribe para con-
vertir al catolicismo a su amigo y protector Roma-
niano.
Agustín no quería llamar la atención. Escribía
poco aún y no salía del retiro casi nunca.
Evitaba con particular cuidado aparecer en
público; porque empezaba a esparcirse su fama, y
temía le sucediese lo que a Ambrosio y otros
muchos, de quienes el pueblo se había apoderado,
obligándoles a aceptar el sacerdocio y aún el obis-
pado.
Pero el Señor le quería y le había escogido para
que fuese el gran piloto de la Iglesia africana y no
tardará en manifestar su voluntad.
97
MINISTRO DEL SEÑOR
Agustín quería servir en silencio al Señor. Pero
su fama se extendía cada día más por toda África.
De cuando en cuando tenía que ir a despachar
los asuntos que sus paisanos confiaban a su con-
descendencia.
Otras veces salía para traer nuevos aspirantes al
monasterio.
Pero Agustín rehuía aquellas ciudades que esta-
ban sin obispo, temeroso de que le eligieran para
esa dignidad.
Un día del año 391 llegaba Agustín a Hipona. No
había para él peligro alguno porque aquella ciudad
tenía obispo, y era bueno.
Llegó a Hipona sin recelo alguno, ni sospechar
lo que iba a suceder.
Hipona, la ciudad predilecta de los antiguos re-
yes de Numidia, había sido hasta entonces poco
célebre.
Aunque había tenido como prelados a dos san-
98
tos: San Teógenes y San Leoncio, tampoco so-
bresalía por su religiosidad.
Poseía una iglesia titulada de los veinte mártires,
en donde los católicos honraban la memoria de los
valerosos defensores de la religión que habían de-
jado a su país el ejemplo de una gran fe.
Pero San Agustín era llamado a colocar el nom-
bre de Hipona entre los más ilustres de la tierra.
Agustín, habiendo llegado allí para entrevistarse
con un señor al que deseaba ganar para su con-
vento, entró en la Iglesia.
Se celebraba entonces la función del día y la
basílica estaba llena de público. Predicaba Valerio,
obispo del lugar. Aquel día precisamente el santo
obispo dijo, desde la cátedra, que tenía mucha ne-
cesidad de ordenar un sacerdote que le ayudase.
Soy ya anciano, les dice, y además como griego
de nacimiento, poco elocuente en latín.
La carga del episcopado pesa más de lo que
pueden mis fuerzas. Necesito el contrapeso de un
sacerdote idóneo.
Sus fieles lo comprenden.
Agustín sin querer había caído en el lazo.
Los cristianos de Hipona le conocían, le co-
nocían bien. Pocos días antes había estado allí:
había ido a buscar sitio para levantar otro conven-
to.
Le conocían más que nada, por sus escritos, por
su elocuencia y tenor de vida.
99
Rodearon al monje de Tagaste y, forzado, le lle-
varon ante el obispo Valerio, pidiendo todos, con
clamor unánime, que le odenara sacerdote.
¡Agustín sacerdote!
/Agustín sacerdote/
A Valerio le pareció justo aprobar la elección del
pueblo, y ast el año 391, a la edad de treinta y siete
años, Agustín fue ordenado sacerdote de Cristo.
Durante la ceremonia de la ordenación y en me-
dio de la alegría general, sólo Agustín lloraba.
Los fieles, creyendo adivinar el motivo de sus
lágrimas, procuraban consolarle: no llores, le
decían, no llores...
Mereces más, pero ten paciencia, ya que para
los hombres de tu talla, de presbítero'a obispo el
paso es breve.
Pronto llegarás a obispo!
I Qué distinta era la causa de sus lamentos!
Agustín pensaba en la responsabilidad del sacer-
dote y a lo que exponía su vida en la dignidad del
sacerdocio. Por eso llora: se cree indigno...
Valerio nombró a Agustín su sustituto en el ofi-
cio de predicador. Y Agustín pidió este favor: Dé-
jame algún tiempo, deseo unos meses de retiro pa-
ra prepararme...
El retiro de Agustín no fue de larga duración.
Los fieles tenían demasiada prisa por escucharle.
En las Pascuas de aquel mismo año, e! 931,
habló desde el pulpito a la asamblea de los fieles.
100
Fue el primer sermón de los innumerables de este
gran predicador.
Agustín no se contentaba con predicar.
También en Hipona existía la mala semilla de los
maniqueos. Los católicos le insistían para que hi-
ciese frente a esos enemigos.
Agustín acepta con mucho gusto.
A Fortunato, obispo de la secta maniquea, no le
agradaba medir sus fuerzas con un tal adversario.
Al fin, para no hacer mal papel ante sus adeptos,
aceptó.
Se reunieron los dos. Discutieron. La discusión
tuvo lugar en dos días distintos. Y Agustín, en pre-
sencia del pueblo, derrotó a Fortunato. Fortunato
huyó de Hipona y no volvió a ella jamás. Estamos
en agosto del 392.
Un acontecimiento del año siguiente —393—
muestra claramente cuan considerado era Agus-
tín.
Se reunió en Hipona un concilio. Habían acudi-
do casi todos los obispos de África. Agustín
—simple sacerdote— fue el encargado de hablar
acerca de la fe y del Símbolo.
Agustín disertó con tanta doctrina, orden y calor
que asombró a toda la asamblea.
Y ¿qué decir del monacato? ¿Dijo adiós a sus
monjes? No.
Su antiguo sueño no se había disipado. Agustín
en su corazón seguía tan monje como antes.
101
Valerio lo sabía; Agustín le habla dicho:
«...acepta mi renuncia al sacerdocio, o permíteme
fundar un monasterio donde pueda vivir con mis
amigos».
Y Valerio, de feliz memoria, le regaló un huerto.
Allí se levantó el segundo convento agustiniano.
Agustín era el centro de la comunidad.
Había que verle subir al altar y repartir a los su-
yos el Pan de los Ángeles.
i Y cuántas veces anduvo Agustín el camino que
lleva del monasterio al pulpito...!
102
PADRE Y PASTOR
Agustín es el brazo derecho del anciano Valerio.
A medida que la fama de Aurelio Agustín se iba ex-
tendiendo, aumentaban las inquietudes del vene-
rable obispo de Hipona.
De todas partes llegan delegaciones para apode-
rarse de Agustín y llevárselo a viva fuerza. Muchas
iglesias le querían hacer su obispo.
Hipona teme que se lo arrebaten. Hasta fue ne-
cesario ocultarlo durante algún tiempo.
El vigilante Prelado pensó que un día u otro lo-
grarían quitárselo, y sin Agustín no podía arre-
glárselas.
Para dar fin de una vez a sus recelos e inquietu-
des, decidió promoverle al episcopado y hacer de
él su auxiliar.
Expuso sus intenciones y deseos al Primado de
África, y éste le dio su asentimiento alabando sus
planes.
Un día en el que, casualmente, una asamblea de
obispos estaba presente en la Iglesia de Hipona,
103
Valerio sube el pulpito y anuncia su proyecto (de
conferir el episcopado a Agustín), al clero y al
pueblo, reunidos en la basílica.
El júbilo de los oyentes se desbordó: unánimes
aplausos y aclamaciones resuenan en las bóvedas
de la basílica de Hipona.
Esto hace temblar a Agustín.
«¿Cómo voy a ocupar dignamente —decía— el
puesto principal de la dirección de la mística nave
de Hipona, si, cual inexperto marinero, con dificul-
tad puedo manejar un remo?».
Agustín se opone a recibir tanta dignidad. Dice
que tal designación va contra la costumbre africa-
na, que prohibe haya dos obispos en una misma
diócesis.
Pero de nada le vale este pretexto: los prelados
le adujeron varios ejemplos, no sólo de África, sino
también de otras regiones.
Al fin, forzado y para no contradecir la voluntad
divina, Agustín dio su consentimiento y a primeros
del 396 fue consagrado obispo por Megalio, Prima-
do de Numidia. Su discípulo Posidio, contando ta-
les sucesos, pudo escribir estas líneas triunfales:
«Acaba de ser colocado en el candelero una
luz resplandeciente. La Iglesia de África profun-
damente humillada podrá, al fin, levantar la cabe-
za».
De nada le sirvió aquella estratagema de no
104
acercarse a ninguna de las ciudades que carecían
de prelado. El siervo no pudo contradecir al Señor:
«En el festín del Señor yo no escogí un puesto
elevado... Plugo al Señor decirme: Sube más arri-
ba.
Vine aquí sin otro bagaje que los vestidos que
traía puestos. Me creía seguro, puesto que teníais
obispo...».
Agustín ya ocupaba el puesto desde donde, por
disposición de la Providencia, iba a iluminar a la
Iglesia y al mundo.
Pocos meses después, cargado de años y de
buenas obras, murió el anciano Valerio, y Agustín
se encontró solo, con todo el peso de la diócesis
sobre sus hombros.
Agustín quedaba único pastor de Hipona. Tenía
cuarenta y dos años de edad.
En los 34 años que le restan de vida, Agustín dis-
putará públicamente con los enemigos de la fe. Pe-
ro la mayor parte la pasará en Hipona.
Hablando al pueblo.
Meditando los más profundos problemas de la
Teología.
Componiendo con abundancia jamás igualada
sus libros.
105
VIDA PRIVADA DE AGUSTÍN
Agustín estaba profundamente compenetrado
con la vida cenobítica y por esto transformó su ca-
sa episcopal en una comunidad monástica.
La formación del clero fue el primer problema
que afrontó el obispo de Hipona.
Quería que sus sacerdotes creciesen a su lado,
bajo el techo de la casa episcopal, y los quería doc-
tos y piadosos.
Decretó que cuantos clérigos se ordenasen en
su iglesia, todos ellos habían de vivir vida de comu-
nidad:
«El que quiera tener algo propio, y vivir de lo
propio, y obrar en contra de estos principios
nuestros, no permanecerá en mi compañía, por-
que ni siquiera será clérigo».
La casa de Agustín era un verdadero seminario.
Se veían allí clérigos de todas las clases: acóli-
tos, lectores, subdiáconos, diáconos, sacerdotes.
Eran las pupilas de sus ojos.
106
Hacían vida de comunidad y el Pastor de Hipona
era el maestro.
Hizo de la pobreza una obligación para sus cléri-
gos. Nuestro santo hacía poco o ningún aprecio de
los bienes terrenos.
Su alimento era frugal. Todo lo superfluo estaba
rigurosamente prohibido en su mesa.
Se servía especialmente legumbres, alguna vez
carne por los forasteros y delicados, siempre un
poco de vino.
A la vez que se alimentaban corporalmente
debían oír todos la palabra de Dios, que es el ali-
mento del alma. Recibía con suma amabilidad a los
huéspedes que no solían ser escasos.
Una inscripción latina, grabada sobre una de las
paredes del comedor, recordaba a los comensales
la caridad en las palabras. Venía a decir:
Sepa el que murmure que no es digno de estar
en esta mesa.
Jamás permitía a nadie la más mínima libertad al
hablar del prójimo.
Su vestido estaba en consonancia con el alimen-
to: ni era tan pulcro que llamase la atención, ni tal
vil que le hiciera aparecer despreciable a los ojos de
los fieles.
Nada le distingía exteriormente de sus pres-
bíteros y diáconos. Suplicaba a los fieles que no le
llevasen regalos personales:
«No me deis nada para mi uso particular; si algo
107
 Alonso-Turienzo-teodoro-    san-agustin
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Alonso-Turienzo-teodoro- san-agustin

  • 2. ISBN 84-85139-50-X Depósito Legal ZA 178-1980 Imprenta Benedictinas, Carretera Fuentesaúco, Km. 2 - Zamora Biblioteca de «El Buen Consejo» Vida de Santos, núm. 4 San Agustín POR EL P. TEODORO ALONSO TURIENZO. OSA Segunda edición REAL MONASTERIO DE EL ESCORIAL 1980
  • 3. F:S PROPIEDAD CON LAS LICENCIAS NECESARIAS |TOMA Y LEE! No es mi fin desarrollar un tema de investiga- ción, ni tampoco escribir la mejor biografía de San Agustín. Se trata de hacer un resumen sencillo de su vida con el interés y entusiasmo que merece. Un resumen que pueda titularse: Vida popular de S. Agustín, de modo especial dedicada a los jó- venes. Una vida que responda a la realidad. Que sea sincera y emocionante como sus Confesiones. Atractiva como él. La vida de Agustín personifica como ninguna la lucha siempre antigua y siempre nueva de los cora- zones: Ansias de felicidad, luchas, triunfos, derrotas, remordimientos, atracciones de amores opuestos, inquietud..., todo eso experimentó Agustín en la primera mitad de su vida. Todo eso y nada más es la historia de la mayor parte de los hombres, du- rante su vida entera. 5
  • 4. ¡Vla figura del Santo que triunfó después de la lucha/ ...Siempre humano, generoso, comprensivo... Aprendió a utilizar como nadie las energías del co- razón: por eso es el intérprete del primer manda- miento de Jesús. San Agustín no es tan popular como otros san- tos que mientras vivieron tenían menos populari- dad que él. Ése es nuestro intento: reparar esta injuria. Publicar más que la obra del sabio, la del santo. LLamar la atención para que el mundo de hoy es- cuche a San Agustín que sigue repitiendo lo de aquella vez...: «Si os gusta llamarme maestro, dadme la recompensa de serlo: sed buenos». 6 SU FAMILIA La familia de Agustín estaba formada por un matrimonio: Patricio y Mónica; tres hijos: Agustín, Navigio y Perpetua; y dos sirvientas. Agustín es hijo de Patricio y Mónica en cuanto a la carne. Mónica sobresale tanto como madre de Agustín que ha eclipsado casi totalmente la figura de Patricio. Mónica será siempre la madre de Agustín. Agustín el hijo inseparable: se engrandecen mu- tuamente. Son dos vidas que no se distinguen. Mónica vi- vió la vida de su hijo. No podía vivir sin Agustín. No podía morir sin verle convertido. Por eso, sus lágrimas. Agustín lo mismo. Tiene el espíritu de Mónica. Es verdad que en un principio no comprendió bien la grandeza de su madre. Más tarde se dio cuenta. Por eso lloró tanto aquel día de su muerte. Veinte 7
  • 5. años después no podía recordarla sin lágrimas. «¡Tú sabes, Señor, qué madre he perdido!». Nació el año 332. Pertenecía a una familia cris- tiana. Demostró desde niña una piedad sobresaliente. Unas veces desaparecía del juego, se escapaba a la iglesia, se escondía en un rincón y... rezaba lo que sabía. Otras, cuando comía, disimuladamente, oculta- ba algo y salía en busca de algún pobre... «Así —dice el hijo— la iba preparando el Señor desde el principio...». De algunos defectos tuvo que corregirse, no era impecable. «Encargada —dice Agustín— de subir diariamente el vino necesario para la mesa, solía beber algún sorbo todos los días. Se fue acostumbrando... y concluyó por beber- se una copa casi llena. Lo sabía una de las sirvientas. Un día, discutien- do con la niña, la llamó borrachuela...» Fue lo suficiente para avergonzarla; se corrigió radicalmente. Hizo el propósito de en adelante no beber más que agua. Mónica crecía en años y progresaba en virtud. Pasaron los momentos emocionantes del Bautismo y primera Comunión. Pasó la infancia y también la niñez, pero... Mó- nica es admirable por su dulzura, constancia, paz o inagotable y modestia: es verdaderamente una jo- ven de carácter. Pasó la adolescencia. Demuestra poseer exce- lentes dotes maternales. Y, al entrar en la juventud, fue solicitada para contraer matrimonio. No conocemos exactamente el modo de pensar de Mónica, razón por la cual es imposible exponer sus inclinaciones y preferencias respecto a la elec- ción de estado. Probablemente Mónica hubiera preferido seguir los consejos evangélicos. Sea cual fuere la razón, forzada o providencial- mente, Mónica contrajo matrimonio con Patricio. No se comprende fácilmente esta decisión; es un enlace matrimonial misterioso. Patricio: pagano, soberbio, indiferente, de ca- rácter violento, de vida corrompida y escan- dalosa... Mónica —ya lo dijimos— todo lo contrario. Mónica de 22 años, Patricio de más de cuarenta. A pesar de todo, los dos se unen para formar un hogar. Mónica va a ser eternamente esposa ejemplar y madre modelo. Tiene que serlo allí, en el hogar precisamente. Esposa ejemplar: para salvar a Patricio. Para figurar siempre unida a un convertido y 9
  • 6. convertido por ella: por el-apostolado de su silen- cio, amor, sufrimiento, abnegación y trabajo. Patricio vio en Mónica. aquello mismo que el buen ladrón, desde la Cruz, admiró en Jesús. Patricio, no podía ser de otra manera, reaccionó como Dimas: Murió bautizado, arrepentido y cris- tianamente. Madre modelo: Modelo por ser Santa Mónica. Modelo por haber conseguido tres hijos santos. Navigio y Perpetua reciben culto en Roma y en otros muchos lugares dé la cristiandad. Modelo, sobre todo, porque es madre de San Agustín. Por Agustín, Mónica es inmortal como madre de las lágrimas. Por Agustín, sufrió Santa Mónica el martirio terrible del alma. Agustín será siempre un sermón de Santa Móni- ca, un sermón viviente: el sermón más sublime de la verdadera actitud de una madre. Son dos vidas que se confunden. Mejor: Es la vi- da de un hijo que tuvo madre; porque en la vida de un hijo tiene que aparecer la madre, si ella cumple con su deber. Veremos a los dos más detenidamente en los capítulos siguientes. NIÑEZ DE AGUSTÍN Reina Constancio II. Es el año tercero del pontificado del Papa Libe- río. El 13 de noviembre del año 354. En Tagaste, ciudad de Numidia: Nació el futuro Doctor Eximio de la Iglesia, Aurelio Agustín, hijo primogénito de Patricio y Mó- nica. Agustín es, en importancia, el primero de los cuatro doctores de Occidente y ocupa el tercer lu- gar por orden cronológico. El mismo año que Agustín vino al mundo (354), Ambrosio celebró el decimoquinto cumpleaños y Jerónimo probablemente se trasladó a Roma para estudiar Gramática, Retórica y Filosofía. Agustín murió a la edad de setenta y seis años. Después del primer centenario de su muerte apare- ció Gregorio Magno para completar el número de 11
  • 7. los grandes doctores occidentales: S. Ambrosio, S. Jerónimo, S. Agustín y el Papa Gregorio I. Agustín tuvo la suerte de nacer de madre santa. Mónica, consciente desde el primer momento de su deber, consagró toda su vida a 1a educación de Agustín. Le abrió el corazón para tratarle siempre con amor, mucho amor, amor de madre: es el mejor método pedagógico, hace maravillas en la educa- ción. Apenas advierte los destellos de la razón en su hijo, llevada de su religiosidad, le inscribe entre los catecúmenos. No se solía, en aquella época, bautizar a los ni- ños luego de haber nacido; por eso Agustín no re- cibió el sacramento del Bautismo. Aprendió de su madre los fundamentos de la re- ligión. «Me hablaba frecuentemente —dice el mismo Agustín— de la vida feliz del cielo, de la Encarna- ción, providencia y poder de Dios... Me decía que ese Dios es mi Padre... Y me aconsejaba que no perdiese de vista la idea de muerte y juicio divino... A cada paso oía de su boca el nombre de Jesús». Jesús quedó muy grabado en el corazón de Agustín: nunca pudo olvidar ese nombre aprendi- do en el regazo de su madre. 12 Mónica consiguió crear un espíritu profunda- mente religioso en su hijo. Un rasgo que se ha conservado de la infancia de Agustín, refleja su exquisita formación religiosa y el fruto de las instrucciones de su madre: «Era yo niño todavía —dice Agustín— cuando repentinamente fui acometido de un fuerte dolor de estómago que me puso en peligro de muerte». Agustín, moribundo, con menos de ocho años, reaccionó muy cristianamente: acudió por iniciati- va propia a Dios para que le protegiese. Pidió con viva fe el Baustismo de Jesucristo. Este hecho es una prueba de la belleza del alma de Agustín. Mónica, conmovida por la fe de su hijo y solícita de su salud eterna, procuró a toda prisa se le admi- nistrase el saludable sacramento; pero ...el mal ce- só repentinamente y el Bautismo se difirió para más adelante. 13
  • 8. COLEGIAL DE TAGASTE I Qué poco dura para una madre el tiempo que el hijo está junto a sí y que gasta en instruirle! Llegó el día en que Agustín debía empezar los estudios. Mónica permitió que se matriculase en la es- cuela de Tagaste; pero temía por la perseverancia religiosa del hijo. Empezó el curso. La escuela de Tagaste fue seguramente como son hoy las escuelas de los pueblos o los institutos de primaria. En Tagaste no podía faltar la música escolar tradicional. En una escuela tiene que oírse siempre: a,b,c... Uno y uno, dos; dos y dos, cuatro... Cinco por dos, diez..., en voz alta y en el mismo tono siempre. A esto alude Agustín, cuando dice: «Me moles- taban y odiaba aquellas repeticiones monótonas». En la enseñanza romana se usaron mucho los 14 castigos corporales. El santo habla también de los ayunos que los maestros imponían a los discípulos holgazanes. Probablemente se le aplicaron a él más de una vez esos remedios, y otras muchas burlaría la vigi- lancia del maestro. No le gustaban las matemáticas. Es lógico; se trata de una asignatura detestada y odiada por la mayor parte de los estudiantes de todos los tiem- pos. En la escuela de Tagaste, Agustín mereció el ca- lificativo de alumno mediano y un tanto revoltoso. ¿Y qué decir de su conducta? Era de esperar que Agustín, después de una for- mación como la suya hubiese sido estudiante ejemplar y la alegría de Mónica, pero no fue así. Lo primero que se vio en él fue pereza y odio al estudio. «No estudiaba —dice— sino obligado; no gusta- ba yo de las letras y odiaba que me obligasen a es- tudiarlas». Se acostumbró a obedecer por temor al castigo. Desgraciadamente no fue éste el único defecto de Agustín. Se aficionó demasiado al juego y a las diver- siones: «Engañaba —dice— a mis padres y maestros por amor al juego y por el deseo de ver espectácu- los frivolos con juguetona inquietud». 15
  • 9. Se iba pareciendo algo más a sus compañeros y algo menos a Santa Mónica. Se fue acostumbran- do a decir no y a desobedecer. A pesar de todas estas miserias, Agustín todavía no era malo con malicia; aún no se había corrompi- do; poseía algunas cualidades buenas: Amaba a su madre, era sensible, afectuoso, agradecido... «Pedía con fervor al Señor —dice en sus Confesiones— que no me azotasen los maes- tros en la escuela». Otros niños sólo pensarían en quejarse a sus padres, o implorar misericordia de sus maestros. Agustín recurre a Dios. Se ve que el hijo de Mónica ha empezado la lucha de todos los jóvenes. ¿De qué lado se inclinará la balanza? 1R
  • 10. S. GIMIGNAÑO - Iglesia de San Agustín San Agustín en la escuela A M A D A U R A Agustín, a pesar de su odio al estudio, no pudo ocultar su genio extraordinario. Patricio, en vista de los elogios que de él hacen maestros y condiscípulos, se decide a darle una educación conforme a sus talentos. Como Tagaste carecía de centro de estudios su- periores, tuvo que enviarle a Madaura. Ménica, triste por esta separación repentina, prefirió no oponerse. {Qué iba a ser de Agustín, solo y lejos de su madre...! Más difícil fue la cuestión económica; pero Patricio, dispuesto a llevar a cabo la empresa, ven- ció todas las dificultades con sus sacrificios. Agustín a los 13 años ingresó en la academia de Madaura. En Madaura cursó la asignatura de Gramática que comprendía el estudio de una verdadera en- ciclopedia. 17
  • 11. Desapareció radicalmente su odio al estudio; se enamoró de los libros y se entregó en cuerpo y al- ma a la lectura de los clásicos latinos. Sentía pasión por la Eneida de Virgilio: «Nadie dice él mismo —hubiera podido arrancármela de las manos; por su pérdida hubiera llorado amarga- mente». En Madaura fue estudiante modelo, mimado de sus profesores; se conquistó los mayores aplau- sos. I Cuántas ilusiones! Los alumnos de Madaura se ocupaban en ejerci- cios parecidos al que refiere Agustín en sus confe- siones: «Empezaba proponiéndosenos el asunto sobre el que había de tratar la composición. Esto de por sí excitaba ya el ánimo de los estu- diantes, bien por el deseo del premio, bien por te- mor a los azotes. Nos obligaban a que dijésemos en prosa algo que se pareciese a lo que el poeta había dicho en verso; era más aplaudido el que mejor repetía e imitaba la idea del maestro». Un día encargaron a Agustín el desarrollo de un tema patriótico. Versaba acerca de las palabras con que Juno, protectora de los cartagineses, expresa su dolor al no poder alejar de Italia al rey de los troyanos. Tan bien lo hizo que entusiasmó al auditorio. 18 Fue aplaudido por primera vez. Aquí era donde Agustín triunfaba siempre. Se excita su amor propio y se goza sobremane- ra con estos triunfos. Ya no piensa más que en recibir aplausos, muchos aplausos; en lucirse otra vez, en figurar. Se goza mucho, le suenan bien las aclamaciones. Desde Madaura escribía a su casa con frecuen- cia y cartas largas: tenía que contar todas sus ha- zañas. Entusiasmaban a Patricio estas noticias. Mónica seguía preocupada: Parece —se decía — que mi hijo no se acuerda de los consejos que le di. En Madaura empezó la perversión del espíritu de Agustín. Él solo, en una ciudad pagana; estudiando por libros profanos y obscenos, y con maestros sin escrúpulos. Le obligaban a desarrollar eVi clase temas desho- nestos: eran los favoritos de aquellos catedráticos sin conciencia. Agustín pensaba que obraba bien imitándoles; por eso adoptó la conducta de tales maestros co- mo única norma de vida. Eran enemigos del cristianismo. Esto le hizo creer que tal religión sólo valía para mujeres o espíritus tímidos; no para los fuertes y llenos de ciencia co- mo él creía. 19
  • 12. Pronto empezó a circular el veneno por las venas de Agustín. «Ardía —escribe el santo— en deseos de hartar- me de cosas bajas, y no me avergonzaba de con- sumir la vida en deleites. Se marchitó mi hermosura, y me volví podre- dumbre a tus ojos por agradarme a mí y desear agradar a los hombres». Tuvo la desgracia de exponerse al peligro. Pe- netraron en su corazón los malos deseos y le domi- naron las pasiones. Intelectualmente había triunfado. Llegó el verano y terminó Agustín los estudios de Gramática en Madaura. ¡Vacaciones! Agustín ya tenía 15 años. Volvió a su pueblo, pe- ro no inocente como antes. Con desarrollo, sin duda, completo de su natu- raleza física, siente su corazón invadido por llamas amorosas. Agustín ha crecido, y en su pecho escucha la voz de la naturaleza que le incita al regalo del amor natural. La voz clara de Dios podía haberle atajado en la pendiente del amor desordenado. Pero el espíritu del mundo había penetrado en el corazón de Agustín, y el espíritu del mundo se avergüenza de seguir el espíritu de Dios. 20 VACACIONES Agustín, recordando con satisfacción los triun- fos de Madaura, volvía a su hogar. Llegó a casa. Patricio le abrazó. Le felicitó. ¡Así se hace! ¡Ánimo! Para e| próximo curso irás a Cartago a terminar los estudios. Mónica también le abrazó, le abrazó más ínti- mamente; pero lloraba... Agustín no era el mismo: no era el Agustín de los cinco años. Mónica con ojos de madre lo ha visto, ha notado que algo le pasa.. ¡Mi hijo no se ríe como antes! Sí ya lo sé, sus primeros pecados le han quitado la inocencia y la paz. La madre quiere curarle: Le llamaré a solas y se lo diré. Pero era ya tarde porque Agustín no atendía: «Creía una deshonra obedecer a mujeres». 21
  • 13. Y... Mónica ora y llora por su hijo. Hoy empezó a ser la madre de las lágrimas. Patricio estaba dispuesto a favorecer los estu- dios de su hijo y decidido a enviarle a Cartago. Surge la dificultad de siempre: no tenía fondos. Había acabado de pagar las facturas de Ma- daura, y se le agotaron los recursos. Bien sabía que en Cartago la enseñanza era más costosa, no tenía dinero. Necesitaba tiempo para hacer algunas-economías. Las vacaciones pasaron rápidamente y como los ahorros de Patricio crecían a cuentagotas, Agustín, tuvo que interrumpir los estudios y espe- rar un íiño —el décimo sexto de su edad— que pa- só en compañía de sus padres. En este año Ménica y Agustín podían-haber sido felices: no fue así. El hijo no era inocente; no contaba a la madre sus preocupaciones; se callaba sus problemas. En este tiempo sintió Agustín más que nunca el influjo de las pasiones. «Entonces —dice él— los deseos impuros cre- cían de repente y se levantaban tan poderosos que oscurecían y ofuscaban mi corazón... y yo seguía el ímpetu de mi pasión, la furia de la carne excitada por la desvergüenza humana. ...Acompañado de otros como yo corría y me revolvía en el cieno. 22 ...Me avergonzaba ante mis compañeros de ser menos desvergonzado que ellos...» Tal era el triste estado de Agustín a los dieciséis años. Su padre no estaba lejos de convertirse. Al em- pezar la cuaresma de este mismo año renunció públicamente al paganismo y fue inscrito en el nú- mero de los catecúmenos de la Iglesia Católica. «Pero él —dice Agustín— no se preocupaba todavía de que yo fuese casto: no le interesaba más que verme erudito». No se daba cuenta de las luchas de su hijo; no le preocupaba su conducta: parece que se alegraba con la idea de ser abuelo bien pronto. Mónica sigue lo mismo de preocupada. Vuelve a llamar al hijo. Cuando están los dos solos se lo dice otra vez: Le habla de Dios, de la tranquilidad de los cora- zones puros, de la fealdad del pecado... «Una vez —dice el mismo Agustín— me llamó aparte..., icón qué solicitud (aún me acuerdo de ello) me rogó que fuese casto!» Agustín no se atenía a razones, seguía lo mismo de frío. No hacían mella en su alma los consejos de su madre emocionada. Rehuía el encontrarse a solas con ella. Mónica ya no sabía qué hacer: consejos, lágri- mas, oraciones... y Agustín no cambiaba. 23
  • 14. Agustín no cambiaba, para que Mónica tuviese tiempo de sufrir, orar y demostrar lo que puede una madre. Agustín tiene una madre que es espejo de ma- dres cristianas y por su madre se salvará. Ni los aplausos de la muchedumbre pagana, ni el copioso caudal de conocimientos filosófi- cos, ni el dominio de la Retórica, ni el aliciente de los altos puestos de la sociedad, ni las voces encantadoras de la carne... Nada de todo esto conseguirá llevar al alma de Agustín a la luz y el reposo, sino las oraciones de su madre. La lámpara del corazón de Mónica terminará en- caminando a Agustín a la región de la verdadera dicha. 24 EN CARTAGO Patricio, a fuerza de sacrificios, pudo reunir el di- nero necesario para que Agustín pudiera continuar los estudios. Y seguirá sacrificándose para que aquel hijo continúe estudiando sin interrupción hasta terminar la carrera. Ahora estaba satisfecho Patricio: creyó haber triunfado definitivamente. Agustín partió para Cartago. Para Mónica esta separación fue muy dolorosa: sintió más que nunca dejarle solo. A pesar de todo no se opuso a los planes de Patricio. Llegó Agustín a Cartago. ¿Qué iba a ser de él, solo, a más de cien kiló- metros del corazón de su madre, en la edad de las dificultades y dominado por las pasiones...? (Agustín sin apoyo en Cartago! Los peligros eran mayores que en Madaura: «Por todas partes crepitaba en torno mío un her- videro de amores impuros...» 25
  • 15. El ambiente, el teatro, el arte, las supersticiones del culto pagano... todos, hasta sus mismos com- pañeros le impedían ser bueno. Empezó el estudio superior de Gramática y Retó- rica. En seguida se granjeó el aprecio de sus maestros y los primeros puestos de las clases. Al poco tiempo un suceso inesperado puso en peligro los planes anteriores: murió su padre Patri- cio, bautizado y cristianamente. Agustín recibió la noticia que le sumió unos días en profunda tristeza. Mónica había triunfado como esposa después de dieciséis años de lucha. La única preocupación ahora sería su hijo. No le trajo para casa, porque pensó ser una desgracia para Agustín la interrupción de los estu- dios: puede ser —decía para sí— que por la ciencia se acerque al verdadero Dios. Surgieron otra vez dificultades por la falta de di- nero. Romaniano, amigo de Patricio, solucionó el caso para siempre: se comprometió a ponerlo de" su bolsillo. Debido a la generosidad de su protector pudo Agustín continuar en Cartago. El hijo de Mónica llegó a Cartago con deseos de triunfar: soñaba con glorías mundanas. Agustín entró en la capital africana y lo primero que empezó a interesarle fue un corazón: 26 También el «amar y ser amado», era lo que le de- leitaba en Tagaste; pero en Cartago había más la- zos para el amor. Además, en Tagaste vivía su madre Mónica cu- ya presencia tenía que infundir respeto; en Cartago no. Y Agustín se entrega a la vida del amor, que él ansiaba porque le parecía ser una cosa muy dulce. Hasta que llega a ser correspondido por una mujer. Se entrega y empieza la crisis más profunda: «Caí en las redes... Al fin fui amado». Ambos son felices mientras viven juntos. La joven es pobre en bienes de fortuna; pero tiene un gran corazón. Un corazón si no tan gran- de como el de Agustín, sí muy parecido. A pesar de todo, no rompieron con toda medida de continencia; su amor fue humano más que bru- tal. Los dos tenían un corazón hermoso y un alma grande. Los dos serán más tarde enteramente de Jesucristo. Agustín no pudo ocultar mucho tiempo tales re- laciones. El año 372 tuvo un hijo, Adeodato. Él le llamará siempre hijo del pecado. Esta unión culpable y vergonzosa de Agustín du- rará no menos de 15 años. Cuando supo Mónica los desórdenes del hijo no podía consolarse. Lloraba en público y en privado: llegó a temerse por su vida. 27
  • 16. Pero, hay que decirlo, Agustín no podía ser malo de propósito. Comparado con sus compañeros, distaba mucho de ser tan incontrolado como ellos. No aprobaba este proceder. Agustín tenía corazón, inteligencia..., una ma- dera, sin cepillar es cierto, pero estupenda. Agustín no pierde el equilibrio mental con los aplausos. Ni su corazón estaba tranquilo. Amaba y le ama- ban. Su cuerpo satisfecho; su alma cada vez menos feliz: celos, temores, sospechas... Agustín, volcán de amor, no es feliz. Lejos de Dios nadie lo es. i Agustín convertido en un verdadero calvario! ¿Por qué todo esto? Porque todo amor, si no está bendecido por Dios, es tormento de sí mismo. 28 MANIQUEO Los maestros de Cartago dejaban tiempo libre a los alumnos para que pudiesen frecuentar teatros, escuelas de declamación, sitios de recreo, bibliote- cas... Agustín se entregó por completo a la lectura; le- yendo se pasaba casi todos los ratos libres. Coge en sus manos el libro de Cicerón titulado Hortensio. La lectura del magnífico Diálogo le encanta. Se convence: Cicerón es efectivamente uno de los hombres que mejor han hablado. Además de elocuencia y bien decir, Agustín en- cuentra en el Hortensio una mina de contenido: Filosofar es aprender a morir. Era un principio establecido por Cicerón que le convenció. «Este libro cambió por completo todos mis afec- tos de tal modo que, desde entonces, fueron otros mis propósitos y deseos... 29
  • 17. Desde entonces, anhelé, Dios mío, la sabi- duría..., empecé a levántame para volver a ti». Agustín lo comprende; bien dice el Hortensio de Cicerón: La felicidad del hombre está en la verdad, en la sabiduría. Las criaturas no aciertan a dar paz cumplida al alma. Agustín está conforme con la doctrina del Hor- tensio; sólo encuentra una falta: no habla de Je- sús. Ese nombre, más dulce que todo nombre, todavía se conserva en el fondo de su alma. Jesús, piensa Agustín, recordando lo que le decía su madre cuando era muy pequeño, Jesús tiene que ser esa sabiduría infinita. Agustín vive y seguirá viviendo mucho tiempo como hasta ahora: disfrutando de amar y ser ama- do. Pero ese Agustín no puede desentenderse de es- te otro problema inmenso: ¡Yo no soy feliz! ¿ Dónde está la felicidad? Me dicen que es la Ver- dad. ¿Y la Verdad? El Hortensio elevó a Agustín sobre las miserias de la tierra. El Hortensio no le mostró la Verdad, pero le habló de ella. 30 El Hortensio no le puso en el verdadero camino, pero le dio a entender que le había. Deseoso de tener esa sabiduría y persuadido de no poder hallarla sin Jesús, abrió Agustín las San- tas Escrituras: «Se me cayeron de las manos. Me parecieron indignas de parangonarse con la majestad de los escritos de Cicerón. Mi hinchazón recusaba su estilo y mi mente no penetraba su in- terior...» Agustín suspira por la Verdad. Buscando la Ver- dad busca a Dios. ¿Dónde está la Verdad? Agustín se hallaba perdido en un callejón sin sa- lida. ...desorientado y con ansias de Verdad. Cansado de buscarla oye que unos hombres proclaman a voces: «¡Verdad! ¡Verdad! Poseemos el secreto de lle- var las almas a Dios por la sola razón». Pero Agustín necesita algo: Figura en la lista de los catecúmenos de la Iglesia Católica; para borrar- se, debe justificar su salida. Y ellos: «La Iglesia —le dicen— atemoriza a los fieles con creencias supersticiosas, nosotros a nadie for- zamos hasta que ha comprendido claramente». Necesita más: no ha desaparecido de su corazón toda enseñanza cristiana. Cree en la vida eterna, providencia de Dios..., recuerda el nombre Jesús. 31
  • 18. De nada de esto hablaba el Hortensio. B ma- niqueísmo, sí. Y creyó que le habían resuelto todas las dudas: Dio su nombre y abrazó el maniqueísmo. Esta decisión de Agustín, más que un pecado, fue un desacierto: se equivocó. «¿Cómo no me iba a dejar seducir por tales pro- mesas yo, joven, ávido de Verdad, orgulloso, que había despreciado la religión de mis padres, como se desprecian los cuentos de viejas?». Agustín terminó la carrera. Triunfó como estu- diante, pero no religiosamente: Profesa una secta falsa. Y confiesa orgulloso: ¡Soy maniqueo! Estamos en el año 374. 32 MAESTRO EN TAGASTE Vuelve Agustín a Tagaste. Ménica ya había oído rumores de la pública adhesión de su hijo al maniqueísmo. Mónica no puede creer que su hijo, el más queri- do, fuese capaz de semejante determinación: pero teme sea verdad. Está para llegar Agustín; su madre le espera, indagará. Agustín llegó, se abrazaron. Mónica tenía que preguntarle: ¿Es verdad que tú...I Agustín no espera a que termine la pregunta de su madre. Sí. I Sí lo soy! | Soy maniqueol Mónica tembló de dolor. I Antes es Dios que Agustínl Con lágrimas en los ojos, dijo imperiosamente a su hijo: ¡Vete/ ¡Vetel, no quiero verte en mi casa ni bajo mi techo. 33
  • 19. Agustín no pudo resistir aquella mirada, tuvo que bajar la cabeza y,... salió. Apenado todavía pidió ser admitido en casa de Romaniano. Mónica era incapaz de serenarse. Seguramente pensó aquel día en la soledad de María y en la tarde del Viernes Santo. Cayó de rodillas y rogó con más fervor que nun- ca por aquel fruto de sus entrañas. Mónica no podía soportar mucho tiempo esta separación. Sabía que Agustín, como hijo, siem- pre había sido bueno y lo era. Un día Agustín, de rodillas ante el lecho pedirá perdón a su madre moribunda. No, le dirá ella, tú siempre fuiste buen hijo. Ahora, fuera de casa, recuerda a su madre con dolor: lleva consigo la pesadilla y la angustia. Probablemente la madre y el hijo se buscaron y se vieron más de una vez. Mónica no lloraba porque Agustín fuese mal hi- jo, lloraba porque aquel hijo no era cristiano. Su dolor hubiese sido insoportable sin alguna esperanza de la salvación de Agustín. La esperanza llegó. Durante el sueño de una noche, tuvo esta visión. «Triste y abatida, vio venir hacia ella un joven sonriente, el cual pregunta: ¿Por qué lloras? Lloro, respondió Mónica, la pérdida de un hijo. 34 No os inquietéis —dijo el joven—; mirad, vues- tro hijo está a vuestro lado y en el misto sitio que vos». En efecto, miró y vio que allí estaba Agustín. Mónica enseguida comprendió el sentido de la profecía: «Mi hijo al fin se convertirá, vendrá donde yo es- toy». Al día siguiente corrió a decírselo a Agustín. La madre de las lágrimas y el hijo pródigo se en- contraron y se abrazaron otra vez. Mónica le perdonó y le permitió comer a su me- sa. Desde entonces no podían separarse. Agustín continúa viviendo en casa de Roma- niano: había traído consigo aquella mujer y aquel hijo...; quería abrir una cátedra de Retórica... Y no tenía sitio en la casita de su madre. «Y mi madre —dice él— me amaba tanto que no podía pasar un día sin visitarme». Agustín no hizo mucho caso de aquel sueño de su madre. Seguía tan maniqueo como antes. Pero la madre y el hijo no podían discutir. Mónica no sabía razones de Filosofía para poder argüirle; temía herirle inútilmente. No podía hacer más que orar, amar, amar mucho y con amor de madre. No tenía más argumentos. Un día llegó a Tagaste un Obispo gran siervo de 35
  • 20. Dios. Había sido maniqueo, se convirtió y ahora tenía fama de santo y sabio prelado. Mónica aprovecha la ocasión. Le ruega con in- sistencia influya para que su hijo Agustín abando- ne el maniqueísmo. —No ha llegado la hora; rogad mucho por él. La madre vuelve a insistir con toda la potencia de sus lágrimas suplicantes. El santo obispo enternecido, en presencia del dolor de aquella madre, no pudo por menos de exclamar: «Vete en paz, mujer, no es posible que perezca un hijo de tantas lágrimas. Agustín —maestro como era— abrió una cá- tedra de Elocuencia en Tagaste. Los jóvenes más selectos acudieron a su clase. La escuela de Agustín se convirtió muy pronto en una reunión de amigos. Jóvenes unidos a Agustín con estrecha amistad y que, por amor y admiración a éi, aprenden lo que les enseña. Entonces ocurre un hecho que no podemos pa- sar por alto. Entre esos amigos hay uno, preferido de Agustín, le llama: amigo queridísimo: «Adquirí un amigo a quien amé con exceso por ser condiscípulo mío, de mi misma edad y hallar- nos ambos en la flor de la juventud. Le había desviado yo de la verdadera fe, y le había inclinado a aquellas falsedades supersti- 36 ciosas y nocivas, que tanto hicieron llorar a mi madre; de modo que, hasta en el error, éramos iguales. ...Mi corazón no podía pasar sin él». Esta relación iba a romperse bruscamente. Apenas había disfrutado Agustín un año de esa amistad, aquel amigo cayó gravemente enfermo. Agustín no podía separarse de su lado. El enfermo, atacado por la fiebre, quedo mucho tiempo sin sentido. En este estado se la administró el Bautismo. Vuelto en sí Agustín pudo hablar con él. «Tenté reírme en su presencia del bautismo, cre- yendo que también él se reiría. Pero él mirándome con horror, me increpó di- ciendo: Si quieres ser mi amigo cesa de decir tales cosas...» Agustín se reprimió por entonces. Pocos días después, ausente Agustín, le repi- tieron ias calenturas y murió. La pena del hijo de Mónica al verse sin su amigo, no tiene límites. No encuentra descanso en parte alguna. Sin el amigo todas las cosas, hasta la mujer que tanto amaba, le parecían despreciables. Nada pueden y nada valen los demás amigos sin aquél. Tagaste empezó a ser para él insoportable. No podía vivir donde su amigo había muerto. 37
  • 21. Los recuerdos le atormentaban y la debilidad le consumía. Para evitar tales emociones, abandonó Tagaste y se trasladó a Cartago. Mónica tuvo que resignarse una vez más. Acep- tó el martirio de la separación para no quedarse sin el hijo. Agustín partió. Iba triste y desconsolado. Mónica queda en Tagaste: Reza, llora y espera. 38 PROFESOR EN CARTAGO Agustín partió para Cartago. Le siguieron los amigos de Tagaste, ansiosos de continuar reci- biendo sus instrucciones. Romaniano le proporcionó lo necesario para el viaje. En Cartago abrió una cátedra. También Roma- niano pagó los gastos de la instalación y le ayudó económicamente. El deseo de tener buenos discípulos movía a Agustín más que el dinero; nada le importaba la ganancia. Para distraerse y olvidar los recuerdos dolorosos se entregó por completo al estudio. Un día sé sintió inspirado, cogió la pluma y em- pezó a escribir. Publicó un libro sobre la Belleza, que dedicó a Hierio, uno de los grandes oradores de Roma. Agustín, a solas y con sumo placer, leía y releía páginas admirándose a sí mismo. Siempre había sido el número uno como estu- 39
  • 22. diante. Ahora, maestro, aspiraba a una distinción parecida. Quiere para sí la fama y el título de Magister pri- mus, el mejor maestro. Aún pensaba en glorias, fe- licitaciones y aplausos. Se anuncia entonces un concurso de poesía. El poeta vencedor será coronado públicamente. Agustín resolvió tomar parte. Escribió un poema dramático y consiguió la victoria. Fue coronado ante numeroso público por el mis- mo Procónsul. En la ciencia humana, Agustín no conocía difi- cultades,, ni necesitaba maestro: Oyó una vez ponderar como profunda y admi- rable, pero muy difícil de entender sin maestro, la obra de Aristóteles titulada Las Diez Categorías. El la lee a solas y la entiende perfectamente sin necesidad de detenerse. A pesar de todo, Agustín no halla descanso en la ciencia de los hombres: Lejos de Dios no se puede estar bien. Era sabio, y quiere más; quiere otra ciencia. ¿Cuál? No lo sabe. Pasaron los primeros fervores maniqueos de Agustín. Empieza a reflexionar seriamente sobre su posición religiosa. I Cuántas desilusiones! 40 A medida que iba conociendo más y mejor el maniqueísmo, se sentía menos maniqueo. No le satisfacían los dogmas de la secta. Al prin- cipio, se sintió atraído por la aparente virtud de los que se decían elegidos y santos. A la larga, descubrió que todo aquello era un mi- to; no tenían nada de perfectos. Un tal Helpidio, católico, dio conferencias en Cartago y atacó duramente al maniqueísmo. Agustín le oyó, impresionado se decía: I Parece que tiene razón! Sus lecturas le desilusionaron por completo: Era sabio y maestro y no podía creer las explicaciones maniqueas. La ciencia le decía lo contrario. «Si en la ciencia se equivocan los que se dicen inspirados; ¿qué crédito merecerán en lo de- más. .. ?». No hallaba cosa cierta en tal sistema y, franca- mente, cada vez se siente más intranquilo en el maniqueísmo. Ahora está lleno de incertidumbre. Temeroso de que sus dudas pasasen adelante, fue a consultar a los maniqueos, a los doctores, a los más entendidos; pero éstos no saben qué res- ponderle. Le remiten a Fausto, al famoso Fausto, a su gran Doctor. Vendrá Fausto —le dicen— y él te solucionaré todas las dudas. 41
  • 23. «Yo esperaba con muy profundo deseo la llega- da de aquel tan mencionado Fausto». I Es la única esperanza que le quedal Llegó Fausto. Conversaron los dos. Agustín ex- pone las dificultades, y Fausto, de quien tanto es- peraba Agustín, tampoco da con la solución: «Tan pronto como llegó, pude experimentar que se trataba de un hombre simpático y de grata con- versación. Lo que los demás decían en forma ordi- naria, lo expresaba él con gracia singular». No decía nada nuevo. Fausto, incapaz de resolver las dificultades de Agustín y antes de exponerse a una derrota, optó por confesar su ignorancia. ¿A quién acudirá? Todos valen menos que Fausto; y Fausto, a quien los suyos ponen sobre las nubes, no supo responder atinadamente. Así terminó, después de muchos años, la crisis maniquea de Agustín; pero Agustín continuará en la secta hasta encontrar otra menos absurda. 42 DE ÁFRICA A EUROPA Agustín, aunque más aplaudido en Cartago, no pudo conseguir en ocho años una cátedra que igualase a la encantadora de Tagaste. En Tagaste, todos, maestro y discípulos, vivían unidos en estrecha amistad. En cambio la clase que rige en Cartago le llena de amargura. Es verdad que tiene muchos y buenos dis- cípulos; pero no faltan los ineducados y alborota- dores que no entran por la disciplina. Agustín ansiaba dejar cuanto antes la clase de Cartago; le aconsejan cambiarla por otra en Roma. Los amigos de Cartago le animaban ponderando los aplausos que recibiría en la ciudad imperial. Los amigos de Roma procuraban atraerle con in- vitaciones frecuentes y elogios de los estudiantes romanos. Por fin le convencieron y se decidió a partir. «Mi determinación de ir a Roma no fue por ga- 43
  • 24. nar más ni alcanzar mayor gloria, aunque también estas razones pesaban en mí. El principal motivo que me movió fue el haber oído que los jóvenes de Roma eran más pacíficos y disciplinados que los de Cartago». Agustín, preocupado del viaje a Roma, se de- sentendió por entonces del problema que no podía olvidar. «iY la felicidad...! I Dónde está la verdad...! ¿Para qué nuevas discusiones si nadie me ha de dar la solución?» Así pensaba, desilusionado, después de la entre- vista con Fausto. Estaba todo preparado. No le faltaba más que señalar el día, sacar el billete y subir al barco. Antes, Agustín había comunicado a su madre la resolución. Decía en la última carta: ¡Me voy a Roma! La madre conocía el estado del alma de Agustín, Temía que el hijo huyese donde no pudiera cu- rarle con sus cuidados. Impulsada por el amor que le tenía, partió inme- diatamente y se unió con él en la playa. Agustín es- tá decidido a irse a Roma. Mónica a impedírselo o marchar con él. Mónica, con todas las razones de una madre, no pudo disuadirle..., incapaz de hacerle retroceder, 44 pedía que al menos la aceptase como compañera de viaje. Agustín se niega rotundamente. La madre no le deja solo: teme que se escape. «[Espera! —dice el hijo: Tengo que despedir a un amigo». La madre, desconfiada, corre tras él. Están los dos cerca del barco. Llega la noche y aún siguen paseando en la pla- ya Agustín, su madre y el amigo. Vuelve a decir Agustín: «Mientras el tiempo no cambie no hay temor de que el barco salga. Vete —añade dirigiéndose a su madre—, vete a descansar un poco. Al despertar te convencerás de que seguimos aquí el barco y yo». Al fin la convenció: «Pude persuadirle a que permaneciese aquella noche en la Iglesia de S. Cipriano, lugar próximo a la nave». Mónica accede... «Entre tanto, yo me hice a la vela y la abandoné, dejándola llorando y orando. Sopló el viento, hinchó nuestras velas y desapa- reció la playa de nuestra vista...» A la mañana siguiente la madre vuelve... y ya no ve la nave en que se fue Agustín. ¡Pobre madre! ¡Cuanto sufres! 45
  • 25. Sola, triste, toda absorta en dolorosos pensa- mientos y a pasos lentos volvió a Tagaste. En Tagaste pasa los días y las noches rezando por la salvación de su infeliz hijo. Allí estuvo hasta que no pudo resistir más. Volvió a Cartago, se llegó a la playa, subió al barco y emprendió un penoso viaje: ...para unirse con su Agustín en Italia. 46 EN LA CÁTEDRA DE ROMA Agustín llegó a Roma el año 383. Oficialmente era maniqueo. Personalmente ya no simpatizaba con el maniqueísmo; deseaba de- sertar cuanto antes. Sólo externamente y por conveniencia conti- nuaba las relaciones con los maniqueos. En Roma el maniqueísmo tenía muchos adep- tos, que podían ayudarle. No quiso privarse de es- te apoyo. Recomendado por los de la secta, fue recibido en Roma por un miembro de la misma, el cual le hospedó en su casa. Al poco tiempo de llegar cayó enfermo. Doble enfermedad: la calentura y las dudas. Agustín empieza a temer la muerte. «¿Si me muero que será de mí». i Todo era dudoso para élI «Yo me moría y caminaba a la tumba cargado de todos los pecados que había cometido contra Dios, contra mí mismo y contra el prójimo». 47
  • 26. Realmente se encuentra grave, más grave quizás que cuando niño pidió el bautismo a su san- ta madre. Ahora ni está su madre a la cabecera de la cama, ni él pide ser bautizado; pero se acuerda de ella, aunque no del bautismo. «Con todo, sigue diciendo Agustín, no permitis- te. Señor, que en tai estado muriese yo doblemen- te. [Qué hubiera sido de mi madre! ¿Cómo ibas a despreciar Tú las lágrimas con que ella te pedía, no oro, ni plata..., sino la salud del hi- jo?» Al fin, sanó. Restablecido, abrió escuela de Re- tórica en Roma, a la que acudían algunos discípulos, que le siguieron desde Cartago, con otros nuevos. Su fama se extiende pronto por Roma; los estu- diantes le escuchan y aclaman con entusiasmo. Pero... |ay! el desencanto de Agustín fue enor- me cuando vio que pasaba el tiempo de cobrar y los alumnos no le pagaban. Ciertamente que Agustín no estaba apegado al dinero; sin embargo, no dejaba de sentir su necesi- dad. En la última enfermedad, todo habían sido gas- tos; necesitaba ingresos. Tenían que vivir del fruto de su trabajo: él, su hi- 48
  • 27. S. OIMIGNANO - Iglesia de San Agustín San Agustín parte de Roma para Milán (B. GOZZOLI 1465) jo y su amante que, superando tantas dificultades, partió para unirse con Agustín en Roma. Agustín, gravemente enfermo, sufrió física y moralmente. Experimentó las congojas de un hombre que es- té para morir, sin esperanzas, con remordimientos, sin preparación... y sin Viático. Por eso después, convaleciente, se sintió impul- sado más que nunca en pos de la verdad. Vedle solo, luchando por encontrar esa Verdad inmutable. ¿Dónde está la Verdad que nunca engaña? Agustín no murió, pero no puede olvidarse de la muerte: le preocupa el problema terrible de la eter- nidad. Vuelve a examinar al maniquefsmo: le parece menos verdad. Sigue el tormento de Agustín: «|S¡ muero sin haber hallado la Verdad...I ¿Dónde podré hallarla? En el sistema de Manes veo que es imposible. ¿Dónde/...» ¿En el paganismo? De ningún modo: los mani- queos se lo describen como un conjunto de inmo- ralidades y él lo sabía por experiencia. El cristianismo hubiera podido cautivar su cora- zón; pero los maniqueos se lo pintan tan mal...; para él no son despreciables tales prejuicios. Y la Verdad, ¿dónde está? 48
  • 28. IQué estado el de Agustín! I La muerte) ¿Y la Verdad? ¿Podré hallarla? Desconfía: conoce profundamente las miserias humanas. En la sociedad no encuentra más que indiferen- cia religiosa. Y duda; dudaba de Dios y empieza a dudar de los hombres. I Los escépticos tienen razón! Aquí empieza el mayor martirio del corazón de Agustín. Tiene ansias de Verdad y perdió las esperanzas de poder hallarla. Agustín escéptico. Por entonces cuando mayor era su tormento, supo que estaba vacante en Milán la cátedra de Elocuencia. La solicitó sin demora. Desarrolló brillantemente un tema oratorio en presencia de Símaco, prefecto de Roma, y la obtu- vo. ¡De 61 es la catedral 50 ORADOR DE FAMA Agustín llegó a Milán el año 384. Tomó posesión de la cátedra y la regentó durante dos años. Tenía treinta años contados. Y anhelaba con violencia creciente fortuna y gloria... Frecuentaba los círculos ciudadanos, no faltaba nunca a las fiestas, se le veía a menudo en el teatro... Su fama de brillante orador se había acrecenta- do y extendido de tal manera que Fiavio Bauto le encargó e) panegírico imperial de aquei año 385. Cuando iba al lugar de la ceremonia, en una callejuela de Milán, se cruzó casualmente con un vagabundo embriagado. El orador del día vestido de gala, miró al mendi- go, y... suspiró. Pero aquel suspiró no fue de com- pasión, sino de envidia. «Ved —exclamó dirigiéndose a sus amigos—, ved cuánto más feliz que nosotros es ese mendi- go...» 51
  • 29. Sí, el alma de Agustín hablaba en el fondo consi- go misma y..., sufría. El alma de Agustín se hallaba desconsolada y su- mergida en un mar de penas. En Milán fue a visitar a S. Ambrosio. IY Ambrosio no comprendió a Agustín I Creía haber recibido a uno de tantos retóricos. Le acogió con protocolo, bastante episcopal- mente; se congratuló de su venida, le auguró un feliz curso escolar y... se despidieron. Pero Agustín había quedado prendado de Am- brosio: Cuando el obispo predicaba corría a oírle..., cada vez le agradaba más. Al principio se fijaba más en la forma que en el contenido. Con todo, los sermones de Ambrosio iban pe- netrando en el corazón de Agustín. Un buen día, se dio cuenta de que las ideas del obispo le interesaban y le hacían reflexionar. Agustín pensaba en su interior: es imposible que un hombre como Ambrosio profese una doctrina falsa. El catolicismo, a través de las interpretaciones de Ambrosio, le parecía no tener nada de absurdo. «Ambrosio —dice Agustín— no afirma por afir- mar, sino que da las pruebas». Fue dándose cuenta de que la Biblia era como una tierra de maravillas insospechadas. 52 Agustín aún no es católico, pero mira con simpatía el catolicismo. Se avergüenza de ser maniqueo. ¿Qué hago ya en el maniquelsmo? Comprendió mejor que nunca la falsedad de la secta. Se convenció de que los maniqueos eran unos ignorantes, necios e hipócritas. Él no había nacido para hipócrita. «Así decidí abandonar de una vez para siempre el maniqueísmo. Fluctuando entre tantas doctrinas y desconfian- do de encontrar la verdad. ...determiné permanecer catecúmeno de la Igle- sia católica, que me había sido recomendada por mis padres, hasta que vislumbrase algo cierto don- de dirigir mis pasos». Agustín se avergüenza de sí mismo. Piensa: | Ya he pasado la adolescencia y así me encuentro...! I Tanto tiempo y en la duda I Y... no se decide. Sigue oyendo a Ambrosio. No se cansa de asis- tir a sus sermones. Le admira el obispo de Milán: |un hombre adora- do por todos y tan despegado de los honores...) Ambrosio parece un hombre feliz; demuestra poseer dominio de sí mismo. 53
  • 30. Agustín envidia a Ambrosio. Agustín quisiera ser Ambrosio. Agustín continúa visitando al santo obispo. Algún día va decidido a comunicarle sus dudas y desahogarse con él. Y se llega donde Ambrosio. Mas... «Le veía leer calladamente. ¿Quién era capaz de molestarle? Y sin atreverme a quitarle el tiempo me retiraba». Volveré otro día. Y vuelve otro día y sucede igual. Y vuelve más días y lo mismo. Así no puede salir de la duda. Agustín sufre por la Verdad y Agustín no en- cuentra la Verdad. Agustín no está dispuesto para la Verdad que re- quiere despego de las cosas del mundo. Estaba preso de un doble lazo: aquella mujer que tenia consigo y su entendimiento incapaz de pen- sar en Dios y en su alma. No estaba en condiciones de creer ni de recibir la fe del Evangelio. Agustín no podía comprender la felicidad de Ambrosio. Agustín es hombre terreno. Ambrosio es hom- bre de Dios. 54 Otra vez Ménica Mónica tenía que estar junto al hijo, cuya con- versión era su única preocupación. Agustín iba a entrar en una agonía dolorosísima y la madre tenía que prestarle el último y supremo socorro. Cuando supo la tristeza que embargaba el alma de su hijo, resolvió partir a unirse con él. Embarcó en Cartago. Llegó a Roma; no estaba allí. Siguió hasta Milán y encontró de nuevo a Agustín. Se unieron en un largo y estrecho abrazo... El que conozca la historia del alma de los dos, que no nos pida describamos la escena de aquel encuentro. Luego que pudieron hablarse, Agustín se apre- suró a decir a la madre: |Ya no soy maniqueo! Mónica responde: mi aspiración es verte cris- tiano . Agustín, con una sonrisa de dolor, vuelve a de- cir eso es difícil... Pero Agustín estaba muy ocupado: apenas tenía tiempo para escuchar las piadosas exhortaciones de su santa madre. Su profesión y sus relaciones le absorbían el día entero. 55
  • 31. Por la mañana daba clase. Por la tarde se dedicaba a las visitas de amista- des y cortesía. Por la noche preparaba la lección del siguiente día. A pesar de su ocupada y agitada vida no con- seguía tranquilizar su ánimo. Lo poco que ha encontrado más fecundo y aquistador de su espíritu y corazón le llega a través de Ménica y Ambrosio. No sabe de modo cierto, pero sí probable, con gran probabilidad que lo que él busca se encuentra en la Iglesia Católica. Sin embargo, Agustín no se atreve a dar un paso adelante. Considera qué rectificar una vez más, sería ad- quirir fama de voluble. Piensa que no le conviene ir de prisa, sino más bien proceder cauta y paulatinamente. Agustín triste, pensativo, con el corazón llaga- do, con el alma agitada por multitud de pensa- mientos contrarios no descansará, no se dará por vencido, indagará... Agustín tiene por ciertas algunas cosas para el régimen de su vida en este momento de crisis: Tiene por cierta la religiosidad de su santa madre, su bondad y su inmenso cariño maternal para con él; 56
  • 32. S. GIM1GNANO - Iglesia de San Agustín San Aaustín lee la carta de san Pahlo-ConversiAn tiene por cierta la cultura de Ambrosio: mayor que la de otros muchos que se consideran sabios; tiene por cierta, y por muy dulce, la amistad... Y, sobre todo, tiene por cierta y por muy grande su propia desgracia, al considerarse tan apartado de la verdad... Su resolución: todavía no sabe Agustín a qué carta quedarse para ordenar su vida. 57
  • 33. LUZ EN SU INTELIGENCIA Los libros platónicos Ambrosio había desbaratado las objeciones ma- niqueas contra la Escritura y Agustín iba profundi- zando su creencia en la Iglesia. Dos problemas atormentaban ahora a Agustín: la espiritualidad de Dios y el origen del mal. Un amigo le ayudó a encontrar el camino para resolverlos: le facilitó algunos libros platónicos. Esta lectura fue para Agustín una verdadera re- velación: un segundo Hortensio. Esos libros despertaron su antiguo entusiasmo por la Verdad y Agustín se siente nuevamente ena- morado de la Sabiduría. Creyó haber encontrado la solución. Concibió a Dios por vez primera, como Espíritu puro y Bien infinito. «Sí, no se puede dudar... ¡Sí, hay Verdad! La Verdad es Dios...» 58 Agustín se encuentra en un mundo todo ilumi- nado y bellísimo. Entonces comprende que él es un extraviado digno de lástima. Ve la inutilidad de tantos esfuerzos consumidos en buscar la Verdad. Los neoplatónicos le habían llevado de la mano hasta casi la presencia del verdadero Dios, pero en los neoplatónicos Agustín no encuentra a Jesús. Y Agustín a pesar de todo, buscaba a Jesús. A Jesús se va por el camino de la humildad; y él camina por la soberbia de la carne y de la sangre. Las Sagradas Escrituras En este estado, Agustín cogió avidísimamente las Escrituras y... las entendía. «Para mí ya no eran contradicción. Hallé en ellas toda la Verdad que yo conocía». ¿No encontró más Agustín leyendo las Santas Escrituras? Sí: Encontró lo que buscaba y al que buscaba. Encontró el camino de la Verdad, encontró a Je- sús. Con emoción lo reconoce y dice: «Sólo Él —Cristo— es camino segurísimo contra todos los errores, por ser Dios y hombre: Dios a donde se va y hombre por donde se va». Entre Dios y los hombres no hay otro camino que Cristo. 59
  • 34. Agustín dejó de las manos el Hortensio de Cice- rón, porque allí no estaba Jesús. Agustín oyó hablar a los maniqueos de Jesús, de un falso Jesús; no buscaba ése. Agustín leyó a S. Pablo y encontró a Jesús, al Jesús que buscaba. Encontró la cruz y a Jesús junto a la cruz. Y Agustín, en presencia de ese Jesús y de esa Verdad, perdió las ansias de fama y dinero. Pero queda sin resolver todavía el problema afectivo y carnal. Pablo continúa señalando la senda y le repite la paradoja de Cristo. Para vivir es necesario morir. Agustín sufría amargamente. Había encontrado la Verdad y la Verdad le curó la inteligencia de to-. dos los errores y dudas. Ahora le faltaba lo más doloroso: la enmienda del corazón. Adora a Dios en la idea, pero no en la realidad; porque su corazón no acierta a despegarse de los goces sensibles. No está todo resuelto. Lo más difícil es sanar el corazón, no por causa de Dios, sino por rebeldía del corazón mismo. El extravío del corazón es lo terrible. Éste fue el principal error de Agustín: amaba lo que no debía amar. Amaba las criaturas con preferencia al Creador. 60 Ahora comprende que es una aberración; con todo, sigue amando lo que no debe amar, porque el corazón se lo exige y el corazón es el que manda en la vida. Pero decimos una vez más, y para siempre, que Agustín no fue el pecador que se han figurado muchos, poco enterados. Fue pecador como suelen serlo los jóvenes que viven apartados de Dios, no más. Amó los placeres de la carne pero sin ser un des- vergonzado, como le han considerado algunos, a fin de hacer resaltar con más fuerza el milagro de la gracia. Esto es una injusticia, porque es una falsedad. Pero cerremos este paréntesis, para seguir el proceso del alma de Agustín. Agustín ha encontrado la Verdad: Dios es la Ver- dad. Se da cuenta de que puede y debe mudarse en la Verdad. Agustín percibe la necesidad urgente de entre- garse a Dios, por lo mismo, no podrá permanecer mucho tiempo en su estado actual. ¿Cuándo se decidirá finalmente a poner en armonía su vida con su inteligencia, su corazón con sus ansias de poseer a Dios? Antes debe venir la cura del corazón. Y ésta no tardará en realizarse. 61
  • 35. LA CURA DEL CORAZÓN El primer paso Intentan sus amigos y sobre todo su madre Mé- nica casar a Agustín, pero no con la mujer que tra- ta. Esta mujer va a ser sustituida por otra más jo- ven y más digna del profesor de Retórica de Milán. No es Agustín el que la juzga más digna ni me- nos digna, sino su madre y los amigos. Es Ménica principalmente quien pretende otra mujer para su hijo. Todo lo arreglará ella. Lo primero. Jo que verdaderamente urge, es que la madre de Adeodato se separe de Agustín. Agustín cedió a los requerimientos de Mónica y los amigos. Agustín, de un corazón y de un amor inmenso, parece que no podía ceder tan pronto. Extraña que Agustín ceda. Y Agustín no sabe cómo cede, pero cede. Obedece a la madre y a los amigos, que es lo mismo que obedecer a la Divina Providencia. 62 «Y me dejé arrebatar —exclama— la que par- ticipaba de mi vida: y como mi alma estaba íntimamente unida a la de aquella en quien tenía mi corazón, me quedó éste tan lacerado y herido, que la llaga vertía sangre». Y la madre de Adeodato vuelve al África. Se despide de Agustín, convertida, para encerrarse en un monasterio. En cambio, Agustín, no convertido aún, pare- ciéndole demasiado esperar dos años, para el matrimonio con la jovencita, y no pudiendo resistir los ardores de la carne, toma otra amiga. Agustín está llamado a ser y será santo y funda- dor: pero, para la vida religiosa, se necesita mucha virtud cristiana. Y... Agustín todavía no es hombre de Cristo, sino del mundo. Esperemos unos años y veremos a Agustín san- to y convertido en la admiración de los siglos. Santa Mónica asistía inquieta a este lento rena- cimiento y hubiera querido precipitar el desen- lace... Simpliciano Una mañana salió Agustín antes que de cos- tumbre y fue a ver a Simpliciano. Éste era un anciano sacerdote y gran siervo de Dios. 63
  • 36. Simpliciano comprendió a Agustín. Le recibió afectuosamente, le acogió con suma sencillez y le escuchó con toda su alma. Agustín comenzó a narrar su odisea carnal e in- telectual. Simpliciano le escucha paternalmente y se ale- gra de que hubiese leído los libros platónicos. Discurriendo acerca de ellos, llegó a hablar del que los había traducido al latín, Mario Victorino. Agustín conocía muy bien a Victorino. Sólo ig- noraba una cosa: que estaba convertido. Pero Simpliciano se lo hizo saber. El más grande maestro y orador de Roma, Victo- rino, había pasado ya de los cincuenta años, y un día, dijo a Simpliciano: «Vamos a la iglesia: quiero hacerme cristiano». Y bajo las bóvedas de la basílica resonó segura y solemne la voz de Victorino. Pronunció el Credo con aquella voz que los romanos habían aplaudido tantas veces. Fue un acontecimiento de general sorpresa. En Roma no se hablaba de otra cosa. Agustín se conmovió hasta el fondo del alma. «Yo ardía en deseos de imitarle». I Tantas semejanzas...! Los dos, africanos; los dos, maestros de Retórica; los dos, ávidos de gloria; 64 los dos, iniciados en el cristianismo por los libros platónicos. Faltaba, por parte de Agustín, la plena conver- sión, y serían iguales en todo. Después Simpliciano añadió: «No creas que Vic- torino se arrepintió: Habiendo prohibido Juliano el Apóstata a los cristianos enseñar las letras, Victori- no prefirió cerrar la escuela antes que renunciar a Cristo». El relato había acabado y Agustín se despidió murmurando entre dientes: «¿Por qué no yo, por qué no yo?». Otra sacudida más y Agustín abrirá los ojos —aunque sea a través de lágrimas— a la fe de Cris- to. Ponticiano Un día que estaba solo con Alipio recibió la visita de un compatriota. Era Ponticiano, alto oficial de la Corte y cristiano fervoroso. Conversaban familiarmente. El visitante cogió un hermoso códice que allí estaba sobre la mesa de Agustín y vio que eran las epístolas de S. Pablo; sonrió y, mirando a su amigo, le felicitó... Pablo habla llegado a ser la pasión de Agustín. Ponticiano, animado por este hecho, se puso a hablar de Antonio, el anacoreta egipcio. Al quedar enfermo, a los veinte años, había re- 65
  • 37. partido cuanto poseía y se había retirado a hacer vida de penitencia.... El enemigo le abrasaba la carne... Mas él, meditando en el infierno y en los gusa- nos preparados para los deshonestos, resistía va- liente y quedaba vencedor. Agustín se sentía avergonzado. También en Milán —continúa Ponticiano— ha- bitan muchas almas consagradas a Dios. Los imitadores de Antonio son tan numerosos que se han fundado colonias de monjes. Oíd esto: «En Tréveris, mientras el Emperador asistía a los juegos, otros tres camaradas y yo salimos de pa- seo al campo. Dos de ellos penetraron por casualidad en una cabana de monjes y en ella se pusieron a leer una Vida de Antonio. Uno quedó tan transformado por la lectura que decidió hacerse ermitaño y convenció a su compa- ñero a hacer lo mismo. Nosotros, buscando aquí y allá, los descubrimos a la puesta del sol. Ellos nos expusieron su resulución y nosotros volvimos al palacio edificados con su ejemplo». Ponticiano añadió después un detalle que debió aún más asombrar a Agustín: «Los dos nuevos monjes estaban para casarse, y sus prometidas, al saber la noticia, resolvieron imi- 66 tarlos y se encerraron en un monasterio de vír- genes». Aquí Ponticiano concluyó. De nada de esto tenía noticia Agustín, pero el re- lato le interesó sumamente. Nadie más necesitado de penitencia y soledad que él. Según habla Ponticiano —piensa Agustín— se dedican a servir a Dios personas cuyo desorden de vida no consta; y yo, sin embargo, no me dedico a pedir perdón a Dios y amarle con toda mi alma... Esos monjes de los que habla Ponticiano, le dan lecciones de sabiduría sublime, de la alta ciencia que es Dios y el amor de Dios: En esto —advierte íntimamente Agustín— se me han adelantado los dos anacoretas, quizá ignoran- tes de las Artes Liberales que yo domino... 67
  • 38. CONVERSIÓN Estos hechos trituraron el corazón de Agustín. Aquellos hombres se presentaban obstinada- mente delante de él, censurando sus cobardes va- cilaciones. Agustín se veía «feo, deforme, sucio, lleno de muchas úlceras». Tuvo asco, tuvo horror de sí mismo. Y no podía huirse, y no se sentía con fuerzas para el cambio. Las obras —mejor que las palabras— eran indi- cio de su lucha interior: «L? frente, las mejillas, los ojos, el color, el tono de la voz...» La batalla que se cernía ahora en el ánimo de Agustín no era entre la verdad y el error, sino entre la castidad y la lujuria, entre el espíritu y la carne. Y, apenas se marchó Ponticiano, con el rostro y la mente desencajados, Agustín se precipitó sobre Alipio. «¿Qué es lo que pasa? ¿Has oído? 68 i Se levantan de la tierra los ignorantes, apode- rándose del cielo, y nosotros, con toda nuestra ciencia, nos revolcamos en la carne y en la sangrel ¿Es que tenemos a deshonra el carecer de valor para imitarles?». Alipio estaba allí, mirándole, atónito, apenado y silencioso. Agustín sn el huerto Agustín cuando hubo dicho esto se lanza hacia la puerta y se retira a un huerto de la casa que habitaba, porque siente necesidad de estar solo. Este huerto será su Getsemaní y su Tabor. Alipio, sin embargo no le deja solo, pues le ve demasiado agitado. El amigo no puede ni debe abandonar al amigo en estas circunstancias crí- ticas. Allí estará Alipio sin estorbar, como testigo mu- do de una tragedia del alma que ha de terminar en vida inmortal. Todo le amonesta a Agustín, lo interior y lo exte- rior, a que resuelva definitivamente. Es cuestión de querer: el entregarse a Dios es cuestión sólo de querer. Agustín quiere, y sin embargo, no se entrega.. Cree él que quiere; pero en realidad no quiere, pues no se entrega. Esta lucha interior de Agustín es de lo más extra- ordinadio y más humano. 69
  • 39. La costumbre antigua y la resolución nueva ba- tallan con armas poderosísimas, haciendo que Agustín se manifieste como si estuviera loco. Como de un loco son, en efecto, sus acciones: el retorcerse las manos, el golpearse, el arrancarse los cabellos y otros extremos a que lleva la furia del alma contra uno mismo. Agustín envidia a Victorino, tan docto y ya cris- tiano, y envidia a los indoctos cristianos; son más doctos que él en la verdadera sabiduría; sólo esta sabiduría, que hace doctos y felices a los hombres, es la verdadera. Pero Victorino no debe su conversión sólo a sus propias fuerzas: es Dios quien le ha dado la victo- ria. Agustín se acerca a Dios Dios no exige de Agustín más que humildad a las inspiraciones divinas, y Agustín, en vez de hu- millarse, se erige en juez de sí mismo. Pero es natural que un hombre de las condi- ciones de Agustín quiera resolver por sí mismo. De aquí que ni la conversión de Victorino ni la vi- da de San Antonio ni las virtudes de los monjes muevan eficazmente su corazón; en el fondo de su alma se cree superior a todos esos hombres. Falta la decisión, falta la realidad de la conver- sión que consiste en que Dios se posesione de una vez para siempre del corazón de Agustín. 70 Si el corazón no se rinde no se adelanta nada en el camino del bien; es la única fortaleza que debe rendirse para que se establezca la paz en el alma. La pena que ahora siente Agustín en su corazón, la amargura honda, la confusión de sentimientos, la ruda batalla de lo que es contra lo que debe ser, supera a cuanto pudiéramos decir. Agustín que nunca ha llorado en estos comba- tes, siente ganas de llorar y de estar completamen- te solo para desahogarse. Por eso se aleja unos pa- sos de Alipio. Mucho ha llorado su santa madre por él; ahora él va a llorar sus miserias y su debilidad con amar- guísimo dolor. Ve con claridad su propia impotencia para resol- ver en lo que tanto le conviene; tiene delante de los ojos del alma lo que ha pecado contra Dios. Observa ahora la inclinación de todas sus facul- tades hacia Dios. Ve el desmoronamiento de los castillos de sus ambiciones. Y rompe a llorar amargamente. No llora por tener que despedirse de su vida pa- sada, sino por no haberse despedido antes; y por no haberse despedido ya. Esta echado en tierra y no se oyen otras voces que las de sus gemidos y ahogadora fatiga. La tierra recibe las lágrimas que brotan de sus 71
  • 40. ojos. Nunca ha sido Agustín más grande que aho- ra. Agustín ruega, clama, urge... Hay perfecta contrición en el corazón, humil- dad en el entendimiento, llanto en los ojos, plega- ria en los labios. Agustín llora y entre sollozo y sollozo se le oye decir «Tú, Señor, hasta cuándo?... ¿Hasta cuándo estarás airado?...» De pronto oye una voz como de niño o niña, que canta y repite muchas veces: «Toma y lee, toma y lee». No puede comprobarse esa voz en el terreno hu- mano. Parece de niño o niña, pero es muy especial y, sin duda, de un ángel del cielo. No ha oído él cantar así nunca a los niños, no sa- be que haya canción semejante. Pero lo innegable es que le llega a lo más profun- do del alma, le transforma, le anima, le seduce, le orienta y le hace volar. Se levanta entonces Agustín al punto del sitio empapado en lágrimas. Marcha rápido donde ha quedado Alipio, porque allí está el libro de las Epístolas de San Pablo, cuya lectura le parece recomendar esa voz, que consi- dera del cielo. Toma el libro con ansia, le abre al azar y lee para sí: 72 «No en banquetes y embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emula- ciones; sino revestios de Nuestro Señor Jesucris- to, y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo». No es necesario más; se disipan enteramente to- das las tinieblas de sus dudas. Agustín se rinde como Pablo a la gracia. Triunfo definitivo Al fin llega la hermosa y viva claridad: | Agustín es ya todo de Dios, por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo. Si Dios no hubiese hablado a Agustín, éste no se habría convertido. Tenía que hablarle Dios, como aconteció con Pablo de Tarso. Si Agustín fuera un hombre como la generalidad de los hombres, bastaba que otro hombre superior a él en conocimientos y honradez le hubiese habla- do, para que con la gracia ordinaria de Dios se hu- biera convertido. ¿Pero quién había de los que con él trataban o pudiesen tratar, que fuera más ilustrado y de más ingenio que Agustín? Jamás se habría convertido como fruto de una disputa. Hablamos en el aspecto humano al que de ordinario suele acomodarse la acción de la gracia de Dios. 73
  • 41. A Agustín, maestro de Retórica de Milán, hay que mandarle, hay que imperarle,, no con voz de hombre, sino con voz de Dios. «Toma y lee», le dice, y repetidas veces, la voz del cielq. Observa Agustín a ver dónde sale esa voz; le ha traspasado las entrañas y, sin embargo, antes de rendirse, examina el origen de esa voz que man- da. Y cuando se convence de que no es de la tierra, de que no es de niño o niña aunque lo parezca por el timbre de su pureza, de que no es humana sino divina, entonces vuela a ejecutar lo que se le orde- na. Su semblante ya es otro, su alma ya es otra, su corazón ya es otro. Quien al fin ha triunfado en el corazón de Agustín es la gracia y el nombre de Jesucristo. Esto nos avisa que en las cuestiones del alma de- bemos cuanto antes ponernos en los brazos de Dios. 74 PAZ DEL CONVERTIDO Había pasado la tormenta de Agustín. Empezaba a entender cuan dulce es el Señor pa- ra los que bien le aman. Lo entendía a través de la experiencia del corazón: «Mi alma estaba libre de los cuidados roedores de la codicia, del aguijón de la carne y de los de- seos carnales. Me regocijaba delante de ti, mi luz, mi riqueza, mi salvación, mi Señor y mi Dios». El Señor habíale libertado de la triple concupis- cencia: de la gloria, del lucro, y de la carne. Las bagatelas que antes le solicitaban y que temía perder las rechazaba ahora con alegría. El amor divino las había reemplazado en su cora- zón. 75
  • 42. Lo primero que Agustín había pensado hacer era dejar la cátedra de profesor de Elocuencia. Continuó las lecciones aquellos veinte o poco más días que faltaban para las vacaciones de la vendimia. Después comunicó a las autoridades de Milán su renuncia a la docencia. Agustín había determinado dejar la cátedra por motivos de salud: Fue la disculpa que puso para no llamar la atención. De hecho no se encontraba bien y, a juicio de to- dos, necesitaba un prolongado reposo. Más que descanso físico Agustín deseaba y ne- cesitaba recogerse. Dios le iba a conducir a la sole- dad, para hablarle al corazón. Agustín contaba entre sus amigos, a un rico pro- fesor de gramática, llamado Verecundo. Verecundo poseía una hermosa casa de campo en Casiciaco, cerca de Milán. Lleno de generosidad se la ofreció a Agustín, que la aceptó de buen grado, y un día de fines de septiembre, partió. Con él iban: Su madre Mónica, Adeodato, su hermano Navigio, sus primos Rústico y Lastidiano, y sus paisanos Alipio, Licencio y Trigecio. El grupo agustiniano llegó, gozoso, al referido Casiciaco. En esta casita de campo permanecieron seis me- ses en espera del bautismo de Agustín. 76 Al cabo de dos semanas Agustín se sintió reno- vado por completo en su salud. Lee la Biblia y canta los salmos bajo las bóvedas del cielo. Poco después empezaron las lecciones. Agustín es otro completamente: es el maestro iluminado por el acercamiento a Dios. Quería ante todo inspirar a sus jóvenes dis- cípulos el amor a la sabiduría. No era el único en tomar la palabra. Para cuidar su garganta y su pecho, y también para interesar a sus discípulos daba a sus lecciones la forma de sencillas conversaciones. Si llovía o hacía viento, se reunían en la sala de baño. Cuando hacía bueno, la discusión se desarrolla- ba sobre el césped. Allí nacieron tres libros, que han llegado hasta nosotros: Contra académicos De vita beata De ordine Se ve allí una vida alegre y estudiosa, presidida por la amistad y bajo la amorosa mirada de Móni- ca. Una vida de orientación hacia Dios. Agustín comenzó en Casiciaco a vivir profunda- mente el Evangelio. 77
  • 43. Oración, penitencia con amargo lloro de sus cul- pas, humildad, pureza de corazón..., eso fue Casi- ciaco para el recién convertido. La mayor parte del día Agustín la consagraba a sus discípulos y al cuidado de la finca. Llegada la noche, se ponía en presencia de Dios, oraba, dialogaba consigo mismo y conversaba con el Señor. De estas vigilias solitarias salieron los Solilo- quios. Una obra incomparable que recoge los ecos de su vida interior: «No amo sino a ti solo, Dios mío; no busco sino a ti, dispuesto a seguirte y servirte a ti solo». Los Soliloquios son meditaciones de San Agustín, extraordinariamente bellas, y tan suaves como una música delicada que conmueve el cora- zón y hace derramar lágrimas. El que allí se desahoga y abre el espíritu no es un profesor de Retórica; es un amante apasionado, convertido enteramente a Dios. I Con qué fervor oraba y recitaba los salmos! Agustín todo se lo pedía a Dios: la pureza, el perdón de sus culpas, perseverancia... «Atormentado, dice, de un dolor de muelas, y como arreciase tanto que no me dejase hablar, se me vino a la mente avisar a todos los amigos pre- sentes, que orasen por mí... Apenas doblamos la rodilla con suplicante afec- to, huyó aquel dolor», i Y qué dolorl 78 IY cómo huyól Nunca desde mi primera edad había experimen- tado cosa semejante. Creía que no podría regular su cuerpo por los cá- nones de la pureza, mortificación, humildad..., y ve que, con la ayuda de Dios, puede realizarlo. Antes las cosas despertaban en Agustín pensa- mientos desordenados, de ambición, de placer... Ahora en esas mismas cosas ve la imagen de Dios. Santificado el corazón, se santifican las cosas que usamos. La naturaleza entera lleva ahora a Agustín a la espiritualidad de Dios y a servir a Dios del modo más espiritual. La viveza de los sentidos de Agustín es ahora más viva que antes. Su inteligencia, también más viva, más capaz, más ilustrada, más segura, más racional que la de antes por lo mismo que está cierta de sus caminos. Su imaginación, más fundada, más creadora, más brillante ahora que cuando era solamente mundana. El amor de Dios le hace amar todo (o creado dentro del orden debido. Agustín regula maravillosamente por su alma su cuerpo. Agustín, embellecido por la gracia, puede excla- mar: 79
  • 44. I Cuan bello es el reino del espíritu, y cuan anchuroso y cuan útil y deleitable...! Agustín sigue orando, preparándose..., anhela otra salud, la salud del alma: 80
  • 45. .S. GIMIGNANO - Iglesia de San Agustín Muerte de Santa Ménica EL BAUTISMO. Los solitarios de Casiciaco —al principio de la cuaresma del 387— dejaron la quinta de Verecun- do para regresar a Milán. Vuelve Agustín más se- guro de sí y de su fe y más fuerte contra las tenta- ciones y los errores. Con su hijo Adeodato y el inseparable Alipio se hizo inscribir entre los que habían de recibir el Bautismo en las fiestas de Pascua. Aquel año la Pascua caía el 25 de abril. Entre los candidatos Aurelio Agustín era sin du- da el más notable: era el brillante orador que había pronunciado el elogio del Cónsul Bauto y el pa- negírico del Emperador. Un genio que se hace discípulo con alma de ni- ño, es una de las cosas más grandes que puede ha- cer la fe. Los catecúmenos eran instruidos durante la cuaresma para hacerse dignos de recibir el triple sacramento: el Bautismo, la Confirmación y la Co- 81
  • 46. munión eran administrados en la misma ceremo- nia. Agustín, aunque suficientemente preparado, asistió con atención, piedad y modestia edificantes a todas las instrucciones. Llegó la Gran Semana y el 22 de abril —Jueves Santo—, recitó en alta voz el Credo delante de los fieles, y el Viernes y el Sábado ayunó. En la noche del Sábado Agustín se trasladó a la Iglesia con su madre, Adeodato y Alipio. Llega el obispo Ambrosio, se arrodilla, ora un instante y empieza la Ceremonia. ¡La luz de Cristo! ¡Gracias a Dios! La Vigilia había empezado. Se leían pasajes bíblicos: empezaban a recitarse los vaticinios de Moisés y las palabras de Pablo celebrando el Bautismo de Cristo. En medio de estas lecturas resonaban las bóve- das de la basílica con el canto de los salmos. Y Agustín lloraba copiosamente: «iCuánto lloré al oír aquellos himnos y aquellos cánticos que se melodiaban en tu Iglesia tan suavemente y cuan profundamente me conmovían aquellas vocesl Aquellas voces resbalaban dentro de mis oídos y tu verdad derretía mi corazón, con lo cual encen- diéndose en mí el afecto de tu piedad, corrían mis lágrimas y yo me encontraba satisfecho». 82 Se acerca el gran momento: se dirigen todos al baptisterio... Llegó el turno de Agustín. Ambrosio pronunció sobre él los exorcismos. Agustín, de rodillas, prometió solemnemente observar la ley de Cristo. Ambrosio le alentó en el rostro y le santiguó en la frente, en la boca, en los oídos y en el pecho. ...Ahora Agustín está diciendo: Renuncio a Satanás por toda mi vida. Después fue ungido con el óleo bendito y, por tres veces, sumergido en la pila bautismal. Al mis- mo tiempo el obispo pregunta y él responde: ¿Crees tú en Dios Padre Omnipotente? Creo. ¿Crees en Jesús, Hijo de Dios? Creo. ¿Crees en el Espíritu Santo? Creo. A continuación el santo Prelado bautizó a Agustín en nombre de la Santísima Trinidad. Derramó el agua sobre la cabeza del neófito arrepentido, diciendo: « Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Agustín renacía en aquel momento para Dios y para la Iglesia, para las almas y para sí mismo. La Confirmación seguía inmediatamente al Bautismo: 83
  • 47. S. Ambrosio le impuso las manos sobre la cabe- za, le hizo la señal de la cruz en la frente y Agustín salió transformado de la capilla bautismal. Terminó la ceremonia. Después, los bautizados, con la vela encendida y en procesión, volvían del baptisterio a la basílica. Avanzaban lentamente en medio de la solemne procesión y entre oleadas de cantares. Al paso que se acercaban a la Basílica de los Mártires los can- tos fluyen de sus labios más apasionados y más dulces. Ya en el templo, Ambrosio, camina por el centro, se dirige al altar para continuar el divino sacrificio... Gloria a Dios en el cielo... La Misa de Pascua —comenzada antes de las ceremonias del Bautismo— continuaba ahora. Y... llegó la hora anhelada de la comunión. Agustín se acercó a la mesa junto con su hijo y Ali- pio: El cuerpo de Cristo. Amén. Recibió la Eucaristía... Ahora Agustín tiene el rostro completamente bañado en llanto. Corren por sus mejillas lágrimas de amor, lágrimas de dulzura, como las que antes humedecían los ojos de su santa madre Ménica... Agustín recibió el Bautismo la noche del 24 al 25 de abril del 387. 84 DESPEDIDA DOLOROSA Agustín, antes del Bautismo, había concebido el propósito de retirarse a la soledad con sus amigos, donde, alejado del mundo, pasarían los días ocu- pados en la investigación y contemplación de la Verdad. Ahora, bautizado, vuelve sobre el asunto. Explica el proyecto a sus íntimos. ¿Os parece bien? Asintieron unánimes. ¿Dónde convendrá establecerse la comuni- dad? Todos eran africanos. No vacilaron. Por unani- midad decidieron volver al África y situarse en Ta- gaste. Partieron. Atravesaron los Apeninos, y cuando Dios quiso, estuvieron en Ostia. Agustín procuraba estar con su madre lo más posible. El tema de sus conversaciones era siempre el mismo: El triunfo de la gracia. 85
  • 48. Conversaban, asomados a una ventana de la ca- sa de Ostia, y respirando el aroma de las flores que ascendía del jardín. Aspiraban con los labios del corazón las aguas de esa fuente de vida que es Dios, para beber de ella lo más posible. «Allá arriba —decía Agustín— nos saciaremos de aquella sabiduría, idéntica a Dios, que afanosa- mente buscamos en la tierra, y allí participaremos eternamente de toda ella, pues carece de pasado o futuro: Es un dichoso presente sin fin. Y mientras hablábamos y sentíamos ansias de aquella Sabiduría —prosigue Agustín— la toca- mos con lo más sensible de nuestros corazones y dejando allá arriba aquellas primicias de nuestro espíritu, descendimos otra vez hasta el rumor de la boca en que la palabra empieza y acaba». Sí, se elevaron juntos hacia el Señor siguiendo Agustín a su madre...: ¡Éxtasis de Ostia/ Vueltos de aquel delicioso vuelo a la vida de los sentidos se encontraron otra vez en la ventana... Aquel instante de celestial felicidad, había causado en Mónica el presentimiento y deseo de su fin. «Hijo mío —dijo ella— la única cosa que me hacía desear vivir sobre la tierra era verte converti- do. Dios me lo concedió con creces. Tú, ahora, só- lo a Él sirves». ¿Qué hago, pues, aquí? 86 No había hablado por causalidad: cinco o seis días habían transcurrido desde aquel éxtasis y Mó- nica cayó gravemente enferma. Tuvo otro arrobamiento. Agustín teme por su vi- da. Vuelve en sí, después de largo delirio, se le oyó exclamar: Enterraréis aquí a vuestra madre. «No madre —dijo Navigio creyendo tranqui- lizarla— tú no morirás lejos de nuestra patria». Ella, mirando a Agustín, ¿Oyes como halaga? Y enseguida: «Enterrad mi cuerpo donde queráis; no os pre- ocupéis de ello. Os pido una sola cosa: donde quiera que os halléis acordaos de vuestra madre ante el altar de Dios». Y calló. Todos recordaban el cuidado con que había pre- parado en Tagaste el lugar de su sepultura. Y he aquí que estando para morir renuncia a este postrer consuelo. Sumisa a la gracia, se había des- pegado de lo terreno: «Para Dios nada está lejos y no temo que, al fin del mundo, Él no me reconozca para resucitarme». De este modo, libre de todo pensamiento que no fuese el de la patria futura, «al noveno día de su enfermedad, a la edad de 56 años y a mis 33 —dice Agustín— esta alma religiosa y pía fue librada de su cuerpo». Agustín, apenado, cerró los ojos de su madre; pero no derramó una lágrima: 87
  • 49. «Cerraba yo sus ojos, mas una tristeza inmensa afligía mi corazón; cuando iba a resolverse en llan- to, mi alma se imponía y ese manantial de lágrimas se secaba antes de subir a los ojos, y en esa lucha yo sufría horriblemente». En la estancia se sentía el latir de los corazones. Adeodato, el nieto, prorrumpió en sollozos... Su padre le impuso silencio. Y..., en medio de suspiros mal reprimidos, Evodio abrió el Salterio y entonó el Salmo: Tus misericordias y tusjuicios, cantarán tu gloria ¡Oh Senorí... La amargura de Agustín no disminuía, pero a es- te dolor se mezclaba un consuelo dulcísimo. Algún tiempo antes de morir, Mónica, viendo a su hijo lle- no de ternura, le había dado un grato testimonio: «Amorosamente —dice Agustín— me llamó piadoso; afirmando que jamás había oído salir de mi boca alguna palabra ofensiva para ella»: Tú siempre fuiste buen hijo. Se celebraron los funerales, y no lloró Agustín. Ni siquiera cuando el cadáver fue arrebatado a su vista para siempre. Aquel día por la noche logró conciliar el sueño, se despertó a media noche con el corazón menos pesado... pero poco a poco comenzó de nuevo a pensar en su madre. Recordó todas las lágrimas que la había hecho 88 derramar y... una repentina explosión de llanto di- solvió la recia pesadumbre. Dejó correr lágrimas, lloró, lloró copiosamente, lloró a solas, lejos del orgullo de los hombres y bajo la mirada indulgente de Dios. ¡Qué madre he perdidoI 89
  • 50. REGRESO A TAGASTE Después de la muerte de Ménica, Agustín in- terrumpió el viaje. Se quedó en Italia, porque el amor le detuvo: le gustaba rezar junto a la tumba que encerraba los preciosos restos de su querida madre. Se acercaba allí convencido de que una madre lo es aún después de bajar al sepulcro. Agustín se normalizó poco a poco, continuó el género de vida que comenzara en Casiciaco y, co- mo no tenía prisa de volver al África, regresó a Ro- ma. Tuvo ocasión de conocer al Papa Siricio y le pa- reció un magnífico pontífice. Compuso, tal vez por encargo de Siricio, su tra- tado acerca de las Costumbres de los maniqueos. Es una pintura de su vida. Le cubrieron de injurias, pero Agustín no se turbó; tomó la pluma y escribió otro libro: Las costumbres de la Iglesia Católica. 90 Y siguiendo con su Filosofía, compuso el De quantitate animae. En Roma visitaba las iglesias y lugares santos: las catacumbas, donde, conmovido, besaba las re- liquias de los santos mártires. Visitaba, sobre todo, los monasterios. Los visita- ba para religiosa edificación de su espíritu, los visi- taba para la organización de su futuro cenobio de Tagaste. En Roma comprendió la grandeza del catolicis- mo... A fines de verano del 388 abandonó la capital del Imperio. Reanudó el viaje: Agustín volvía a su Áfri- ca para no dejarla hasta la muerte. Le acompañaban Alipio, Adeodato y los demás amigos. ¿Qué peregrino ha vuelto a su patria con el espíritu tan transformado? Antes, triste y envuelto en densas sombras. Ahora, llena su alma de alegría y... de Dios. La nave arribó a Cartago. En esta ciudad vivía un abogado llamado Ino- cencio, hombre piadoso y ejemplar, que con gusto le ofreció el hospedaje de su casa. Inocencio estaba enfermo, había sufrido una operación sin resultado favorable. Los médicos du- dan: ¿Será necesario repetirla? Le hacen otro examen. Le recetan una nueva 91
  • 51. medicina. Con este remedio, le dicen, sanarás radi- calmente. La medicina se aplica. Los dfas pasan. La enfer- medad continúa. Los médicos piensan en una se- gunda operación. Los familiares, en vista de la incertidumbre de los doctores y de que la operación se difiere, te- men se trate de una enfermedad incurable. El enfermo piensa en la muerte; se cree en grave peligro: despide a todos los que se acercan a visi- tarle. Al fin, los médicos, sin positiva esperanza, se deciden a operarle por segunda vez. Agustín, presente a todo, piensa en otra medici- na. Se pone de rodillas. Ora acompañado de to- dos, aun del mismo enfermo. Llegan los médicos, y, al dar principio a la opera- ción, advierten que está perfectamente curado. Agustín, por humildad, atribuye el prodigio a las oraciones de todos; pero es de creer que el milagro se ralizase por mediación suya. Todos querían ver a Agustín: sus amigos de otro tiempo, sus antiguos discípulos...: |Conservaban de él tan grato recuerdo...! Un día vino Eulogio, ya retórico afamado. Había respondido a las esperanzas de su antiguo profe- sor. Agustín le abrazó con amor y Eulogio le contó un sueño que tuvo a propósito de él: 92 Había tropezado con cierto pasaje oscuro de Ci- cerón. Pero he aquí que, una noche, durante el sueño, te me apareciste tú sonriendo con esa ama- bilidad tuya, y en cuatro palabras me lo aclaraste todo. En Cartago se detuvo poco Agustín: tenía prisa de llegar a Tagaste. Cartago por otra parte ya no era la misma, porque Agustín no era el mismo. Al fin del año (388) estaba ya en Tagaste. 93
  • 52. AGUSTÍN, MONJE Romaniano había anunciado anticipadamente la llegada de Agustín. Todos los de Tagaste espera- ban con verdaderas ansias ver de nuevo a Agustín, convertido. Llegó Agustín. Llegó a su pueblo. Parientes, amigos y paisanos le saludaron. Agustín tenía entonces 35 años; le brillaban en los ojos el fuego de un alma regenerada. Agustín venía a cumplir un antiguo propósito, el propósito que había hecho el día de su conversión: entregarse a Dios, ser monje. Con el corazón ya lo era. Efectivamente, el mis- mo día de su cambio, después de la escena del huerto, había renunciado no sólo al pecado, sino también a la mujer...: «Y concebí —dice— el propósito de dejarlo todo y entregarme únicamente a Vos, y a meditar que Vos sois mi Dios y mi Señor». 94 Ahora en Tagaste, haciéndose monje, realiza esa entrega total. Agustín, acordándose de las palabras de Jesús a las almas ansiosas de perfección, vendió sus bienes, dio el precio a los pobres y empezó a vivir en comunidad con sus compañeros según el modo y la regla constituidos por los apóstoles. Vivían para Dios en ayunos, oraciones y buenas obras, meditando en la ley del Señor. El monasterio de Tagaste constaba al principio de pocos solitarios. Vemos allí, en primer lugar, al que nada podía apartar de Agustín, a Alipio. Al lado de este amigo había otros. Uno de ellos, particularmente querido, se llamaba Evodio, otro Severo... También Navigio entró en comunidad. Adeodato era el benjamín de la casa. Su padre le quería siempre a su lado para cultivar su alma. Es- taba admirado de la precocidad de su ingenio. En su dulce compañía compuso el diálogo titulado El Maestro. En el cenobio, Agustín se preparaba con la ora- ción y el estudio. Los ermitaños dedicaban al Señor todo el día, desde las primeras horas de la mañana. A la sombra de los árboles disertaban de elevadas ma- terias. En la casa de Dios no estaban incomunicados 95
  • 53. con el mundo. No se pasaba día sin que algún ami- go traspasase el umbral. Y cuando no eran amigos eran todos aquellos paisanos suyos que tenían necesidad de Agustín. El amigo Nebridio, que no había podido unirse a él, le escribía por entonces: «¿Es cierto que tienes la paciencia de preocuparte de los asuntos de tus conciudadanos y no te concedes el descanso que tanto deseas? ¿Quiénes son esos que tanto te molestan a ti que eres tan bueno? Quisiera poder tenerte en mi finca y darte como- didades para que descanses. Tus conciudadanos dirían entonces que yo te había robado; pero no quiero decidirme a nada. Tú los amas demasiado y ellos también a ti». Agustín en su retiro se santificaba y santificaba a los suyos. Hacía las veces de padre con todos. Ali- mentaba sus almas y las robustecía con el pan de las Sagradas Escrituras. El amor de Agustín es Dios y Dios prueba a los que ama; por eso Agustín tiene que aceptar la cruz que esta vez le ofrece el Señor: Adeodsto enferma y, al cabo de algunos días, cuando tenía 17 años, murió en la flor de la adoles- cencia. Recojamos de labios de Agustín algunas pa- labras de elogio fúnebre: «Tú, confieso Señor, le habías hecho bueno... 96
  • 54. S. GIMIGNANO - Iglesia de San Agustín San Agustín entrega la regla a los monjes (B. GOZZOLI 1465) ...Yo en este niño no tenía otra cosa que el deli- to. Admiraba en él su ingenio. Mas ¿quién, fuera de ti, podía ser autor de tales maravillas? Pronto le arrebataste de la tierra. Con toda tran- quilidad lo recuerdo ahora, no temiendo absoluta- mente nada por hombre tal, ni en su niñez, ni en su adolescencia». Agustín entregó su hijo al cielo y emprendió con nuevos bríos sus tareas. Está componiendo una de sus primeras obras maestras, el último libro que escribirá en Tagaste, se titula: De vera Religione. Le escribe para con- vertir al catolicismo a su amigo y protector Roma- niano. Agustín no quería llamar la atención. Escribía poco aún y no salía del retiro casi nunca. Evitaba con particular cuidado aparecer en público; porque empezaba a esparcirse su fama, y temía le sucediese lo que a Ambrosio y otros muchos, de quienes el pueblo se había apoderado, obligándoles a aceptar el sacerdocio y aún el obis- pado. Pero el Señor le quería y le había escogido para que fuese el gran piloto de la Iglesia africana y no tardará en manifestar su voluntad. 97
  • 55. MINISTRO DEL SEÑOR Agustín quería servir en silencio al Señor. Pero su fama se extendía cada día más por toda África. De cuando en cuando tenía que ir a despachar los asuntos que sus paisanos confiaban a su con- descendencia. Otras veces salía para traer nuevos aspirantes al monasterio. Pero Agustín rehuía aquellas ciudades que esta- ban sin obispo, temeroso de que le eligieran para esa dignidad. Un día del año 391 llegaba Agustín a Hipona. No había para él peligro alguno porque aquella ciudad tenía obispo, y era bueno. Llegó a Hipona sin recelo alguno, ni sospechar lo que iba a suceder. Hipona, la ciudad predilecta de los antiguos re- yes de Numidia, había sido hasta entonces poco célebre. Aunque había tenido como prelados a dos san- 98 tos: San Teógenes y San Leoncio, tampoco so- bresalía por su religiosidad. Poseía una iglesia titulada de los veinte mártires, en donde los católicos honraban la memoria de los valerosos defensores de la religión que habían de- jado a su país el ejemplo de una gran fe. Pero San Agustín era llamado a colocar el nom- bre de Hipona entre los más ilustres de la tierra. Agustín, habiendo llegado allí para entrevistarse con un señor al que deseaba ganar para su con- vento, entró en la Iglesia. Se celebraba entonces la función del día y la basílica estaba llena de público. Predicaba Valerio, obispo del lugar. Aquel día precisamente el santo obispo dijo, desde la cátedra, que tenía mucha ne- cesidad de ordenar un sacerdote que le ayudase. Soy ya anciano, les dice, y además como griego de nacimiento, poco elocuente en latín. La carga del episcopado pesa más de lo que pueden mis fuerzas. Necesito el contrapeso de un sacerdote idóneo. Sus fieles lo comprenden. Agustín sin querer había caído en el lazo. Los cristianos de Hipona le conocían, le co- nocían bien. Pocos días antes había estado allí: había ido a buscar sitio para levantar otro conven- to. Le conocían más que nada, por sus escritos, por su elocuencia y tenor de vida. 99
  • 56. Rodearon al monje de Tagaste y, forzado, le lle- varon ante el obispo Valerio, pidiendo todos, con clamor unánime, que le odenara sacerdote. ¡Agustín sacerdote! /Agustín sacerdote/ A Valerio le pareció justo aprobar la elección del pueblo, y ast el año 391, a la edad de treinta y siete años, Agustín fue ordenado sacerdote de Cristo. Durante la ceremonia de la ordenación y en me- dio de la alegría general, sólo Agustín lloraba. Los fieles, creyendo adivinar el motivo de sus lágrimas, procuraban consolarle: no llores, le decían, no llores... Mereces más, pero ten paciencia, ya que para los hombres de tu talla, de presbítero'a obispo el paso es breve. Pronto llegarás a obispo! I Qué distinta era la causa de sus lamentos! Agustín pensaba en la responsabilidad del sacer- dote y a lo que exponía su vida en la dignidad del sacerdocio. Por eso llora: se cree indigno... Valerio nombró a Agustín su sustituto en el ofi- cio de predicador. Y Agustín pidió este favor: Dé- jame algún tiempo, deseo unos meses de retiro pa- ra prepararme... El retiro de Agustín no fue de larga duración. Los fieles tenían demasiada prisa por escucharle. En las Pascuas de aquel mismo año, e! 931, habló desde el pulpito a la asamblea de los fieles. 100 Fue el primer sermón de los innumerables de este gran predicador. Agustín no se contentaba con predicar. También en Hipona existía la mala semilla de los maniqueos. Los católicos le insistían para que hi- ciese frente a esos enemigos. Agustín acepta con mucho gusto. A Fortunato, obispo de la secta maniquea, no le agradaba medir sus fuerzas con un tal adversario. Al fin, para no hacer mal papel ante sus adeptos, aceptó. Se reunieron los dos. Discutieron. La discusión tuvo lugar en dos días distintos. Y Agustín, en pre- sencia del pueblo, derrotó a Fortunato. Fortunato huyó de Hipona y no volvió a ella jamás. Estamos en agosto del 392. Un acontecimiento del año siguiente —393— muestra claramente cuan considerado era Agus- tín. Se reunió en Hipona un concilio. Habían acudi- do casi todos los obispos de África. Agustín —simple sacerdote— fue el encargado de hablar acerca de la fe y del Símbolo. Agustín disertó con tanta doctrina, orden y calor que asombró a toda la asamblea. Y ¿qué decir del monacato? ¿Dijo adiós a sus monjes? No. Su antiguo sueño no se había disipado. Agustín en su corazón seguía tan monje como antes. 101
  • 57. Valerio lo sabía; Agustín le habla dicho: «...acepta mi renuncia al sacerdocio, o permíteme fundar un monasterio donde pueda vivir con mis amigos». Y Valerio, de feliz memoria, le regaló un huerto. Allí se levantó el segundo convento agustiniano. Agustín era el centro de la comunidad. Había que verle subir al altar y repartir a los su- yos el Pan de los Ángeles. i Y cuántas veces anduvo Agustín el camino que lleva del monasterio al pulpito...! 102 PADRE Y PASTOR Agustín es el brazo derecho del anciano Valerio. A medida que la fama de Aurelio Agustín se iba ex- tendiendo, aumentaban las inquietudes del vene- rable obispo de Hipona. De todas partes llegan delegaciones para apode- rarse de Agustín y llevárselo a viva fuerza. Muchas iglesias le querían hacer su obispo. Hipona teme que se lo arrebaten. Hasta fue ne- cesario ocultarlo durante algún tiempo. El vigilante Prelado pensó que un día u otro lo- grarían quitárselo, y sin Agustín no podía arre- glárselas. Para dar fin de una vez a sus recelos e inquietu- des, decidió promoverle al episcopado y hacer de él su auxiliar. Expuso sus intenciones y deseos al Primado de África, y éste le dio su asentimiento alabando sus planes. Un día en el que, casualmente, una asamblea de obispos estaba presente en la Iglesia de Hipona, 103
  • 58. Valerio sube el pulpito y anuncia su proyecto (de conferir el episcopado a Agustín), al clero y al pueblo, reunidos en la basílica. El júbilo de los oyentes se desbordó: unánimes aplausos y aclamaciones resuenan en las bóvedas de la basílica de Hipona. Esto hace temblar a Agustín. «¿Cómo voy a ocupar dignamente —decía— el puesto principal de la dirección de la mística nave de Hipona, si, cual inexperto marinero, con dificul- tad puedo manejar un remo?». Agustín se opone a recibir tanta dignidad. Dice que tal designación va contra la costumbre africa- na, que prohibe haya dos obispos en una misma diócesis. Pero de nada le vale este pretexto: los prelados le adujeron varios ejemplos, no sólo de África, sino también de otras regiones. Al fin, forzado y para no contradecir la voluntad divina, Agustín dio su consentimiento y a primeros del 396 fue consagrado obispo por Megalio, Prima- do de Numidia. Su discípulo Posidio, contando ta- les sucesos, pudo escribir estas líneas triunfales: «Acaba de ser colocado en el candelero una luz resplandeciente. La Iglesia de África profun- damente humillada podrá, al fin, levantar la cabe- za». De nada le sirvió aquella estratagema de no 104 acercarse a ninguna de las ciudades que carecían de prelado. El siervo no pudo contradecir al Señor: «En el festín del Señor yo no escogí un puesto elevado... Plugo al Señor decirme: Sube más arri- ba. Vine aquí sin otro bagaje que los vestidos que traía puestos. Me creía seguro, puesto que teníais obispo...». Agustín ya ocupaba el puesto desde donde, por disposición de la Providencia, iba a iluminar a la Iglesia y al mundo. Pocos meses después, cargado de años y de buenas obras, murió el anciano Valerio, y Agustín se encontró solo, con todo el peso de la diócesis sobre sus hombros. Agustín quedaba único pastor de Hipona. Tenía cuarenta y dos años de edad. En los 34 años que le restan de vida, Agustín dis- putará públicamente con los enemigos de la fe. Pe- ro la mayor parte la pasará en Hipona. Hablando al pueblo. Meditando los más profundos problemas de la Teología. Componiendo con abundancia jamás igualada sus libros. 105
  • 59. VIDA PRIVADA DE AGUSTÍN Agustín estaba profundamente compenetrado con la vida cenobítica y por esto transformó su ca- sa episcopal en una comunidad monástica. La formación del clero fue el primer problema que afrontó el obispo de Hipona. Quería que sus sacerdotes creciesen a su lado, bajo el techo de la casa episcopal, y los quería doc- tos y piadosos. Decretó que cuantos clérigos se ordenasen en su iglesia, todos ellos habían de vivir vida de comu- nidad: «El que quiera tener algo propio, y vivir de lo propio, y obrar en contra de estos principios nuestros, no permanecerá en mi compañía, por- que ni siquiera será clérigo». La casa de Agustín era un verdadero seminario. Se veían allí clérigos de todas las clases: acóli- tos, lectores, subdiáconos, diáconos, sacerdotes. Eran las pupilas de sus ojos. 106 Hacían vida de comunidad y el Pastor de Hipona era el maestro. Hizo de la pobreza una obligación para sus cléri- gos. Nuestro santo hacía poco o ningún aprecio de los bienes terrenos. Su alimento era frugal. Todo lo superfluo estaba rigurosamente prohibido en su mesa. Se servía especialmente legumbres, alguna vez carne por los forasteros y delicados, siempre un poco de vino. A la vez que se alimentaban corporalmente debían oír todos la palabra de Dios, que es el ali- mento del alma. Recibía con suma amabilidad a los huéspedes que no solían ser escasos. Una inscripción latina, grabada sobre una de las paredes del comedor, recordaba a los comensales la caridad en las palabras. Venía a decir: Sepa el que murmure que no es digno de estar en esta mesa. Jamás permitía a nadie la más mínima libertad al hablar del prójimo. Su vestido estaba en consonancia con el alimen- to: ni era tan pulcro que llamase la atención, ni tal vil que le hiciera aparecer despreciable a los ojos de los fieles. Nada le distingía exteriormente de sus pres- bíteros y diáconos. Suplicaba a los fieles que no le llevasen regalos personales: «No me deis nada para mi uso particular; si algo 107