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LA ESPERA
                                       Guillermo Blanco

Había dejado de llover cuando despertó. Aún era de noche, pero afuera estaba casi claro, y a
través de una de las ventanas penetraba el resplandor vago, fantasmal, del plenilunio. Desde el
camino llegaba el son del viento entre las hojas de los álamos. Más acá, en el pasillo o en alguna
de las habitaciones, una tabla crujió. Luego crujió una segunda, luego una tercera; silencio. Diríase
que alguien había dado unos pasos sigilosos y se había detenido. Un perro aulló a la distancia,
largamente. El aullido pareció ascender por el aire nocturno, describir un arco como un aerolito y
perderse poco a poco, devorado por la oscuridad. A intervalos parejos, un resabio de agua goteaba
del alero.
Ella imaginó los charcos que habría en el patio, y en los charcos la luna, quieta. Veía desde su lecho
la copa del ciprés, que se balanceaba con dignidad sobre un fondo revuelto de nubes y cielo
despejado. El contorno de la reja destacaba, nítido; reproducíase, por efecto de la sombra, en el
muro frontero, donde se dibujaban siluetas extrañas.
Tuvo miedo de nuevo.
Miedo de la hora, del frío, de los diminutos ruidos que rompían a intervalos el silencio; miedo del
silencio mismo. Miró a su marido: dormía con gran placidez. Su rostro, no obstante, bañado en luz
blanquecina, poseía un aire siniestro, de cadáver o criatura de otro mundo. Sintió el impulso de
despertarlo, mas no se atrevió. Habría sido absurdo. Su miedo lo era. Y sin embargo era tan fuerte.
La oprimía por momentos igual que una tenaza, impidiéndole respirar aunque mantenía abierta la
boca, aunque cambiaba suavemente de postura. Suavemente, para no interrumpir el sueño de él.
Duerme, amor, duerme. No voy a molestarte. Estoy un poco nerviosa, eso es todo. Son los nervios,
amor, que no me dejan tranquila.
Un ave nocturna cantó quizá dónde. No era un canto lúgubre, sino una especie de música a un
tiempo misteriosa y serena.
Tornó ella a percibir el crujido de las tablas, acercándose.
Yo sé que no es nadie. Siempre pasa esto y no es nadie. No es nadie. Nadie.
De pronto tuvo conciencia de que su frente se hallaba cubierta de sudor. Se enjugó con la sábana.
Amor, amor, repitió mentalmente, en un mudo grito de angustia. ¡Si él despertase! Si se desvelara
también, y así, juntos conversaran en voz baja hasta llegar el día. . .
Pero el hombre no captaba su llamado interno. Era la fatiga, pensó. Con tanto quehacer de la
mañana a la tarde, con el madrugón de hoy. . .
Duerme. No te importe.
El viento semejó detenerse unos instantes, para continuar en seguida su melodía unicorde en la
alameda. Por primera vez notó ella, apagada por la distancia, la monótona música del río: se vería
muy pálido ahora: un río de pesadilla, resbalando con terrible lentitud, y a ambos lados los sauces
beberían interminablemente, encorvados, en libación comparable a un pase de brujos, y arriba el
cielo nuboso y el revolotear de los murciélagos, y la voz honda de la corriente repetiría su
pedregoso murmullo de abracadabra.
(Una muchacha había muerto en el río, años atrás. Cuando encontraron su cadáver oculto en las
zarzas de un remanso se hubiera creído que vivía aún, tal era la transparencia de sus ojos abiertos,
tal la paz de sus manos y sus facciones, y la frescura que irradiaba toda ella. Vestía un traje celeste
con flores blancas; un traje sencillo, delgado. Al sacarla del agua, la tela se ceñía a su cuerpo de
modo que daba la idea de constituir una unidad con él. Nadie supo nunca quién era ni de dónde
venía. Sólo que era joven, que la muerte le había conferido belleza, que sus rasgos eran limpios y
puros. Los mozos de la comarca pensaban en ella y les daba pena su existencia interrumpida, y la
amaban un poco en sus imaginaciones. Ignoraban por qué apareció allí. No debió de ahogarse,
pues no estaba hinchada, mas en su rostro ninguna huella mostraba el paso de una enfermedad, o
de un golpe o un tiro. La llevaron a San Millán para hacerle la autopsia. Los mozos no supieron
más. No quisieron saber: la recordaban tal cual surgió: lozana, amable, serena, con algo de irreal o
feérico, desprovista de nombre, de causas. ¿Para qué saber más? ¿Para qué saber si por este o el
otro motivo resolvió quitarse la vida, o si no se la quitó? Al referirse a ella la llamaban la Niña del
Río, aunque su cuerpo era ya el de una mujer. Decían que desde esa tarde el río cantaba de
diversa manera en el lugar donde apareció. Y quizá si en el fondo no lamentaran verdaderamente
que hubiese perecido, porque no la conocieron viva y porque viva no habría podido ser sino de
uno—ninguno de ellos, de seguro—, y así, en cambio, su grácil fantasma era patrimonio de todos.)
Un perro ladró nuevamente, lejos. Después ladró otro más cerca.
Si él despertase ahora. Cómo lo deseaba. Cómo deseaba tener sus brazos en torno, fuertes y
tranquilizadores, o sentir su mano grande enredada en el pelo. En un impulso repentino lo besó.
Apenas. El hombre emitió un breve gruñido, chasqueó la lengua dentro de la boca y siguió
durmiendo.
Pobre amor: estás cansado.
Cerró los ojos.
Entonces lo vio. Lo vio con más nitidez que nunca, igual que si la escena estuviese repitiéndose allí,
dentro del cuarto, y el Negro volviese a morder las palabras con que amenazara a su marido:
—¡Me lah vai a pagar, futre hijo'e perra!
Vio sus pupilas enrojecidas y su rostro barbudo, que se contraía en una suerte de impasible mueca
de odio. Ella nunca se había encontrado antes frente al odio—a la ira sí, pero no al odio—, y
experimentó una mezcla de terror y de piedad hacia ese infeliz forajido que iba a pasar el resto de
sus días encerrado entre cuatro paredes, sin una palabra de consuelo ni una mano amiga,
encerrado con su rencor, doblemente solo por ello y doblemente encerrado.
—¡Me lah vai a pagar!
Y a medida que los carabineros se lo llevaban con las manos esposadas y atado por una cuerda al
cabestro de una de sus cabalgaduras, el Negro se volvía a repetir un ronco:
—¡Te lo juro! ¡Te lo juro!
El esposo lo miraba en silencio, y ella se dijo que tal vez también a él le daba lástima ver al preso
tan inerme. Un bandido que era el terror de la comarca, cuyo estribo besaran muchos para
implorar su gracia o su favor, y cuyo puñal guardaba el recuerdo de la carne de tantos muertos y
tantos heridos. De vientres abiertos y caras marcadas, de brazos o pechos rajados de alto a bajo.
Sí, era malo. Pero ¿era malo? ¿Podía ser real maldad tanta maldad? ¿No era, acaso, una especie de
locura: la del lobo, o el perro que de pronto se torna matrero?
Y aunque no fuera sino maldad—pensaba—, y quizá por eso mismo, el Negro era digno de
compasión. Debía de ser terrible vivir así, odiando y temiendo, temido y odiado, perseguido, sin
saber lo que es hogar ni lo que es amor, comiendo de cualquier manera en cualquier parte;
amando con el solo instinto, a campo raso, a hurtadillas. Un amor de barbarie animal, desprovisto
de ternura, sin la caricia suave, secreta, que es como un acto esotérico: ni el beso quieto que no
destroza los labios, ni la charla tranquila frente a la tarde, ni la mirada infinita y perfecta. Un amor
que seguramente no es correspondido con amor, sino con terror, y que dura un instante, para dar
paso de nuevo a la fuga.
Así lo sorprendió su marido, oculto entre unas zarzas, con una mujer blanca de miedo y
embadurnada de sangre. Lo encañonó con el revólver.
—Párate, Negro. Arréglate.
—Deje mejor, patrón.
Pronunciaba "patrón" con una ironía sutil y profunda. Casi una befa.
—Párate.
—Le prevengo, patrón.
Él no respondió. El Negro se puso de pie con ostensible lentitud. A lo largo del camino, hasta la
quebrada de la Higuera, fue repitiéndole:
—Toavía eh tiempo, patrón. Puee cohtarle caro.
Y él mudo.
—Yo tengo mi gente, patrón.
Silencio.
—Piense en la patrona, que icen qu'eh güenamoza y joen. . .
El Negro marchaba unos pasos delante, y le hablaba mostrándole el perfil. Él lo miraba desde
arriba de su caballo, con la vista aguzada, pronto a disparar al menor movimiento extraño.
—Sería una pena que enviudara la patroncita...
Pausa. El perfil sonreía apenas, con malicia.
—. . . o que enviudara uhté . . .
—Si dices media cosa más, te meto un tiro.
—¡Por Dioh, patrón!
—Cállate.
—Ni que me tuviera miedo—murmuró, fríamente socarrón, demorándose en las palabras. Y de
improviso, en un instante, se inclinó y cogió una piedra, y cuando iba a lanzársela, él oprimió el
gatillo, una, dos, tres veces. Un par de balas se alojó en la pierna izquierda del Negro, que
permaneció inmóvil, esperando. Ambos jadeaban.
—¿No 'e, patrón? La embarró. Ahora no voy a poder andar.
Lo ató con el lazo cuidadosamente, haciéndolo casi un ovillo, y lo puso atravesado sobre la
montura, de modo que sus pies colgaban hacia un lado y la cabeza hacia el otro. Así, tirando él de
la brida, lo condujo hasta las casas del fundo. Cuando llegaron, el Negro se había desangrado con
profusión: su pantalón estaba salpicado de rojo, salpicada también la cincha, y un reguero de
puntos rojos marcaba el camino por donde vinieran.
Desde el pórtico de entrada los vio ella. Primero se alarmó por su marido, creyendo que podía
haberle ocurrido algo, mas pronto se dio cuenta de que se hallaba bien. Adivinando la respuesta,
preguntó muy quedo:
—¿Quién es?
—El Negro.
Pálido, desencajado, el Negro alzó el rostro con gran esfuerzo, la observó fijamente. Todavía ahora
sentía incrustados en su carne esos ojos de acero, llameantes en medio de la extrema debilidad y
tintos de un objetivo toque perverso. Recordaba que se puso a temblar. Luego la cerviz del
bandido se inclinó, mustia.
—Se desmayó. Habrá que curarlo—dijo el esposo..
—¿Tiene heridas graves?
—No. Le di en el muslo, pero es necesario contener la hemorragia.
—Yo lo curaré.
Él la cogió del brazo.
—¿No te importa?
Sonrió débilmente.
—No. No me importa. Déjame.
Su mano vibraba al ir cogiendo el algodón, la gasa, yodo. El corazón le golpeaba con extraordinaria
violencia, y por momentos le parecía que iban a reventarle las sienes. Le parecía que se
ablandaban sus piernas al avanzar por el largo corredor hasta el cuarto donde yacía el hombre. Lo
halló puesto sobre una angarilla, con las muñecas sujetas a ambos costados y las piernas abiertas,
cogidas con fuertes sogas que se unían por debajo. Era la imagen de la humillación.
Se veía más repuesto, sin embargo.
—Buenas tardes—musitó.
La miró él de pies a cabeza. Dejó pasar un largo minuto. Por fin replicó, en tono de endiablada
ironía:
—Güenah tardeh, patrona.
Le alzó el pantalón con timidez. La desnuda carne lacerada, cubierta de machucones y cicatrices,
inspiraba la lástima que podría inspirar la carne de un mendigo. Con agua tibia lavó la sangre, cuyo
flujo era ya menor, para ir aplicando después, en medio de enormes precauciones, el yodo, que lo
hacía recogerse en movimientos instintivos.
—¿Duele?
El Negro no replicó, pero sus músculos permanecieron rígidos desde ese instante, y el silencio—
apenas roto por el sonido metálico de las tijeras o por el crujir del paquete de algodón—pesó en el
aire de la pieza con ominosa intensidad. Le resultó eterno el tiempo que tardó en concluir. Era
difícil pasar las vendas por entre tantas ataduras, y entre el cuerpo del hombre y las parihuelas,
especial porque él mismo no cooperaba. Al contario: diríase que gozaba atormentándola con su
propio sufrimiento.
Terminó.
Calladamente reunió sus cosas y se levantó para partir.
—Patrona...
Se volvió. Los ojos pequeños, sombríos, del herido la miraban con una mirada indescriptible.
—Le agradehco, patrona.
—No hay de qué—balbució.
Mas él no había acabado:
—Si me llevan preso, me van a joder.
Pausa.
—El patrón no gana naa, ni uhté tampoco. si llego a ehcaparme dehpuéh, le juro que la dejo viuda.
. . Sería una pena.
Ella no sabía qué hacer ni qué decir. Por fin se fue, paso a paso, hacia la puerta.
—Hasta luego—articuló, con voz que apenas se oía.
De pronto el Negro se puso tenso. Habló, y su tono palpitaba una dureza feroz:
—¡Y a ti tamién te mato, yegua fina!
Salió precipitada, yerta de espanto.
En los dos días que demoraron en venir los carabineros no hizo sino pedir a su marido que
permitiera huir al preso.
—¿Por qué va a enterarse nadie? Le dejas camino hecho, sin contarle siquiera. Ni a él. Podrías
ponerle un cuchillo al alcance de la mano. ¿Quién sabría?
—Yo.
—Amor.
—Estás loca.
—Hazlo. Te. . .
—Pero si es tan absurdo.
—No voy a vivir tranquila.
—Y si lo suelto, ¿cuántas mujeres dejarán de vivir tranquilas?
¿Cuántas perderán a sus hijos, o. . ., o. . . ? Tú sabes cómo lo encontré. Esa pobre muchacha tenía
su novio, tendría sus esperanzas, sus planes, igual que tú cuando nos casamos. ¿Y ahora? El novio
no quiere ni verla. Le ha bajado por ahí el honor, al imbécil. Y ella. .., bueno. Está vacía. Nada va a
ser como antes para ella. Por el Negro. Por este bruto. ¿Y quieres que tu miedo le permita seguir
haciendo de las suyas?
—Va a escapar.
—No veo. . .
Fue en vano insistir. Sin embargo, algo en su adentro se resistía a toda razón, sobre toda razón la
impulsaba a desear que aquello se arreglase en cualquier forma, de modo que el Negro se viera
libre y ellos no tuvieran encima la espada de Damocles de su venganza.
Pero nada ocurrió. Cuando los carabineros llegaron, el preso rugía de ira, echaba maldiciones
horrendas, se debatía. Insensible a los golpes que le daban para aquietarlo, gritaba:
—¡Me lah vai a pagar, futre hijo'e perra!
Por un instante la vio.
—¡Y voh tamién, yegua!
La agitó a ella una sensación de angustia. Habría deseado decirle palabras que lo calmaran, pedirle
perdón incluso, mas eso era un disparate, y, mientras, no podía dejar de permanecer ahí clavada,
viendo y oyendo, llenándose de un terror frío y profundo.
...Las imágenes comenzaron a hacerse vagas, a moverse de una manera distorsionada en su
mente, a medida que tornaba el sueño. Traspuesta aún, veía los ojillos agudos, pérfidos, del
hombre. Su rostro sin afeitar, que cruzaban dos tajos de pálidas cicatrices. La mandíbula cuadrada,
sucia. Los labios carnosos, entre los que asomaban sus dientes amarillos y disparejos y ralos, y
unos colmillos de lobo. La cabeza hirsuta, la estrecha frente impresa de crueldad. En los labios
había una especie de sonrisa. Murmuraban "Yegua", sin gritarlo, sin violencia ahora, suavemente,
cual si fuera una galantería.
O tal vez una galantería obscena, de infinita malicia. Se revolvió en el lecho, sintiéndose herida y
escarnecida, presa del semisueño y de su lógica ilógica, atrabiliaria, tan fácilmente cómica y tan
fácilmente diabólica. Algo la ataba a esa comarca donde parece estar el germen de la pesadilla, y
también el germen de la maldad que se oculta, del ridículo, de la muerte; donde la alegría, el
dolor, la desesperación, pierden sus límites. Atada. Y el Negro la miraba, y sonreía, y le decía
"Yegua", y en seguida no sonreía, sino que estaba tenso, todo él tenso cual un alambre eléctrico, y
continuaba repitiendo la misma palabra, en un tono de odio sin ira que se le metía en la carne y en
la sangre y en los huesos (Amor, amor), y dentro del pecho el corazón se puso a saltarle,
desbocado, y de pronto tenía el cabello suelto, flotando al viento, y no era más ella, sino una
potranca galopando en medio de la oscuridad, y aunque iba por una llanura se oían crujidos de
madera (Amor ) y sobre todo ladridos que se acercaban poco a poco y su furia medrosa producía
eco, tal si repercutieran entre cuatro paredes. . . Se acercaban, la rodeaban, iban a moderla esos
perros. . .
Despertó con sobresalto.
Se quedó unos instantes semiaturdida, observando en torno. Ningún cambio: su marido yacía ahí
al lado, tranquilo. La luna daba de lleno sobre la ventana del costado izquierdo, en cuyos vidrios
refulgían las gotas de lluvia. Todo igual.
Suspiró.
Luego, lentamente, el trote de un caballo hizo oír su claf-claf desde el camino.
¿Qué sería? Trató de ver en su reloj, mas no lo consiguió. Un caballo. Amor—quiso decir—, un
caballo. Pero calló. Escuchaba con el cuerpo entero, con el alma. Reales ahora, los ladridos se
convirtieron en una algarabía agresiva. Sonó un golpe seco, un quejido, nada. El claf-claf también
cesó: estaría desmontando el jinete.
—Amor.
El marido gruñó una interrogación ininteligible, entre sueños.
—¡Amor!—repitió ella.
—¿Qué hay?
—Alguien viene.
—¿Dónde? ¿Qué hora es?
—No sé.
De un soplido apagó el fósforo que él empezaba a encender.
—No. No prendas la luz. Venía por el camino.
El hombre se levantó, echándose una manta encima, y se acercó a la ventana que daba hacia
afuera. Corrió la cortina en un extremo.
—¡Diablos!—exclamó.
La mujer no se atrevió a preguntar. Sabía. En unos segundos, él estuvo a su lado susurrándole
instrucciones:
—Es el Negro. No te preocupes.—Abrió una gaveta—. Toma, te dejo este revólver. Ponte en ese
rincón, y si asoma, disparas. No hará falta. Trata de conservar la calma, amor. Apunta con cuidado.
Yo voy a salir por el corredor para sorprenderlo. Ten calma. No pasará nada.
La besó, cogió otro revólver del velador y se fue, con el sigilo de un gato, antes de que ella hubiera
podido articular palabra.
Esperó.
Tenía la vista fija en el marco de cielo encuadrado, estrellado. A cada instante le parecía ver
aparecer una sombra, ver moverse algo en la sombra. Cuídate, amor. Dios mío, que todo salga
bien.
Cayó una gota del alero. Hacía rato que no caía ninguna.
Sopló una ráfaga de viento.
Otra gota.
Silencio.
Sintió un frío que la calaba.
Una tabla crujió. Sobresaltada, se volvió hacia la puerta. ¿No habría entrado el Negro por otra
parte? Transcurrieron cinco, diez, quince segundos. No se repitió el crujido. ¿Y si apareciese por la
ventana interior? Trató de imaginar cómo y por dónde lo haría. Podía trepar el muro bajo de la
huerta, saltar... Sin embargo, estaba cojo aún. Y los dos mastines le impedirían pasar. No. Por ahí
no era probable.
Una tercera gota se desprendió del alero.
¿Cuánto tiempo habría transcurrido? Tres gotas, pensó. ¿Habría un minuto, medio, entre gota y
gota? ¿O no se producían a intervalos regulares? Cuarta gota.
Estaba claro, dentro de la oscuridad. Tal vez ya iba a amanecer. Tal vez llegara la mañana y
vinieran los inquilinos, y entre todos apresaran de nuevo al Negro. . .
Quinta gota.
¡Por Dios! Trató de rezar: Padre nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea... No. Era absurdo.
No podía.
Sexta gota. Después un crujido. Se puso atenta.
Nuevo crujido.
No se encontraron. Viene ahí.
El crujido siguiente fue junto a la puerta. La puerta se abrió, dejando entrever una masa de sombra
más densa. Disparó. Se escuchó un murmullo quejumbroso, breve; luego el caer de un cuerpo al
suelo. Luego, débilmente:
—Amor . . .
Arrojó el revólver y se abalanzó hacia la entrada. Tocó el cuerpo: era su marido.
—¡Por Dios, qué hice!
Él:
—Pobre amor. Huye.
Trató de acariciarle la frente, y al pasar por la piel sus dedos se encontró con la sangre, que fluía a
borbotones.
—Voy a curarte.
El hombre no respondió.
—¡Amor! ¡Amor! Silencio. Una tabla volvió a crujir. El revólver. Retrocedió para buscarlo a tientas,
pero sus manos no dieron con él. La segunda silueta apareció entonces en la puerta.
LA NOCHE DE LOS FEOS
                                     Mario Benedetti

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Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho
años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una
quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que
a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como
los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que
enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más
apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos
cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura
solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas
soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos,
novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo
ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la
hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella
no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a
la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo,
aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la
oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave
heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo
para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos.
Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces
me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el
ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me
miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una
confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos
entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están
particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los
que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria
mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas
carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas
constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe
mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el
mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del
bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada
permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una
franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente
de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado
como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar
por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."
"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una
posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo
es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando
desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.
2

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una
respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera.
Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión
estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo
había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta
su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En
realidad mis dedos (al principio, un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron
muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el
costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

                                          INAMIBLE
                                        Baldomero Lillo

Ruperto Tapia, alias "El Guarén", guardián tercero de la policía comunal, de servicio esa mañana
en la población, iba y venía por el centro de la bocacalle con el cuerpo erguido y el ademán grave y
solemne del funcionario que está penetrado de la importancia del cargo que desempeña.
De treinta y cinco años, regular estatura, grueso, fornido, el guardián Tapia goza de gran prestigio
entre sus camaradas. Se le considera un pozo de ciencia, pues tiene en la punta de la lengua todas
las ordenanzas y reglamentos policiales, y aun los artículos pertinentes del Código Penal le son
familiares. Contribuye a robustecer esta fama de sabiduría su voz grave y campanuda, la
entonación dogmática y sentenciosa de sus discursos y la estudiada circunspección y seriedad de
todos sus actos. Pero de todas sus cualidades, la más original y característica es el desparpajo
pasmoso con que inventa un término cuando el verdadero no acude con la debida oportunidad a
sus labios. Y tan eufónicos y pintorescos le resultan estos vocablos, con que enriquece el idioma,
que no es fácil arrancarles de la memoria cuando se les ha oído siquiera una vez.
Mientras camina haciendo resonar sus zapatos claveteados sobre las piedras de la calzada, en el
moreno y curtido rostro de "El Guarén" se ve una sombra de descontento. Le ha tocado un sector
en que el tránsito de vehículos y peatones es casi nulo. Las calles plantadas de árboles, al pie de
los cuales se desliza el agua de las acequias, estaban solitarias y va a ser dificilísimo sorprender una
infracción, por pequeña que sea. Esto le desazona, pues está empeñado en ponerse en evidencia
delante de los jefes como un funcionario celoso en el cumplimiento de sus deberes para lograr
esas jinetas de cabo que hace tiempo ambiciona. De pronto, agudos chillidos y risas que estallan
resonantes a su espalda lo hacen volverse con presteza. A media cuadra escasa una muchacha de
16 a 17 años corre por la acera perseguida de cerca por un mocetón que lleva en la diestra algo
semejante a un latiguillo. "El Guarén" conoce a la pareja. Ella es sirvienta en la casa de la esquina y
él es Martín, el carretelero, que regresa de las afueras de la población, donde fue en la mañana a
llevar sus caballos para darles un poco de descanso en el potrero. La muchacha, dando gritos y
risotadas, llega a la casa donde vive y se entra en ella corriendo. Su perseguidor se detiene un
momento delante de la puerta y luego avanza hacia el guardián y le dice sonriente:
-¡Cómo gritaba la picarona, y eso que no alcancé a pasarle por el cogote el bichito ese!
Y levantando la mano en alto mostró una pequeña culebra que tenía asida por la cola, y agregó:
-Está muerta, la pillé al pie del cerro cuando fui a dejar los caballos. Si quieres te la dejo para que
te diviertas asustando a las prójimas que pasean por aquí.
Pero "El Guarén", en vez de coger el reptil que su interlocutor le alargaba, dejó caer su manaza
sobre el hombro del carretelero y le intimó.
-Vais a acompañarme al cuartel.
-¡Yo al cuartel! ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Me lleváis preso, entonces? -profirió rojo de indignación y
sorpresa el alegre bromista de un minuto antes.
Y el aprehensor, con el tono y ademán solemnes que adoptaba en las grandes circunstancias, le
dijo, señalándole el cadáver de la culebra que él conservaba en la diestra:
-Te llevo porque andas con animales -aquí se detuvo, hesitó un instante y luego con gran énfasis
prosiguió-: Porque andas con animales inamibles en la vía pública.
Y a pesar de las protestas y súplicas del mozo, quien se había librado del cuerpo del delito,
tirándolo al agua de la acequia, el representante de la autoridad se mantuvo inflexible en su
determinación.
A la llegada al cuartel, el oficial de guardia, que dormitaba delante de la mesa, los recibió de
malísimo humor. En la noche había asistido a una comida dada por un amigo para celebrar el
bautizo de una criatura, y la falta de sueño y el efecto que aún persistía del alcohol ingerido
durante el curso de la fiesta mantenían embotado su cerebro y embrolladas todas sus ideas. Su
cabeza, según el concepto vulgar, era una olla de grillos.
Después de bostezar y revolverse en el asiento, enderezó el busto y lanzando furiosas miradas a
los inoportunos cogió la pluma y se dispuso a redactar la anotación correspondiente en el libro de
novedades. Luego de estampar los datos concernientes al estado, edad y profesión del detenido,
se detuvo e interrogó:
-¿Por qué le arrestó, guardián?
Y el interpelado, con la precisión y prontitud del que está seguro de lo que dice, contestó:
-Por andar con animales inamibles en la vía pública, mi inspector.
Se inclinó sobre el libro, pero volvió a alzar la pluma para preguntar a Tapia lo que aquella palabra,
que oía por primera vez, significaba, cuando una reflexión lo detuvo: si el vocablo estaba bien
empleado, su ignorancia iba a restarle prestigio ante un subalterno, a quien ya una vez había
corregido un error de lenguaje, teniendo más tarde la desagradable sorpresa al comprobar que el
equivocado era él. No, a toda costa había que evitar la repetición de un hecho vergonzoso, pues el
principio básico de la disciplina se derrumbaría si el inferior tuviese razón contra el superior.
Además, como se trataba de un carretelero, la palabra aquella se refería, sin duda, a los caballos
del vehículo que su conductor tal vez hacía trabajar en malas condiciones, quién sabe si enfermos
o lastimados. Esta interpretación del asunto le pareció satisfactoria y, tranquilizado ya, se dirigió al
reo:
-¿Es efectivo eso? ¿Qué dices tú?
-Sí, señor; pero yo no sabía que estaba prohibido.
Esta respuesta, que parecía confirmar la idea de que la palabra estaba bien empleada, terminó con
la vacilación del oficial que, concluyendo de escribir, ordenó en seguida al guardián:
-Páselo al calabozo.
Momentos más tarde, reo, aprehensor y oficial se hallaban delante del prefecto de policía. Este
funcionario, que acababa de recibir una llamada por teléfono de la gobernación, estaba
impaciente por marcharse.
-¿Está hecho el parte? -preguntó.
-Sí, señor -dijo el oficial, y alargó a su superior jerárquico la hoja de papel que tenía en la diestra.
El jefe la leyó en voz alta, y al tropezar con un término desconocido se detuvo para interrogar:
-¿Qué significa esto? -Pero no formuló la pregunta. El temor de aparecer delante de sus
subalternos ignorante, le selló los labios. Ante todo había que mirar por el prestigio de la jerarquía.
Luego la reflexión de que el parte estaba escrito de puño y letra del oficial de guardia, que no era
un novato, sino un hombre entendido en el oficio, lo tranquilizó. Bien seguro estaría de la
propiedad del empleo de la palabreja, cuando la estampó ahí con tanta seguridad. Este último
argumento le pareció concluyente, y dejando para más tarde la consulta del Diccionario para
aclarar el asunto, se encaró con el reo y lo interrogó:
-Y tú, ¿qué dices? ¿Es verdad lo que te imputan?
-Sí, señor Prefecto, es cierto, no lo niego. Pero yo no sabía que estaba prohibido.
El jefe se encogió de hombros, y poniendo su firma en el parte, lo entregó al oficial, ordenando:
-Que lo conduzcan al juzgado.
En la sala del juzgado, el juez, un jovencillo imberbe que, por enfermedad del titular, ejercía el
cargo en calidad de suplente, después de leer el parte en voz alta, tras un breve instante de
meditación, interrogó al reo:
-¿Es verdad lo que aquí se dice? ¿Qué tienes que alegar en tu defensa?
La respuesta del detenido fue igual a las anteriores:
-Sí, usía; es la verdad, pero yo ignoraba que estaba prohibido.
El magistrado hizo un gesto que parecía significar: "Sí, conozco la cantinela; todos dicen lo mismo".
Y, tomando la pluma, escribió dos renglones al pie del parte policial, que en seguida devolvió al
guardián, mientras decía, fijando en el reo una severa mirada:
-Veinte días de prisión, conmutables en veinte pesos de multa.
En el cuartel el oficial de guardia hacía anotaciones en una libreta, cuando "El Guarén" entró en la
sala y, acercándose a la mesa, dijo:
-El reo pasó a la cárcel, mi inspector.
-¿Lo condenó el juez?
-Sí; a veinte días de prisión, conmutables en veinte pesos de multa; pero como a la carretela se le
quebró un resorte y hace varios días que no puede trabajar en ella, no le va a ser posible pagar la
multa. Esta mañana fue a dejar los caballos al potrero.
El estupor y la sorpresa se pintaron en el rostro del oficial.
-Pero si no andaba con la carretela, ¿cómo pudo, entonces, infringir el reglamento del tránsito?
-El tránsito no ha tenido nada que ver con el asunto, mi inspector.
-No es posible, guardián; usted habló de animales...
-Sí, pero de animales inamibles, mi inspector, y usted sabe que los animales inamibles son sólo
tres: el sapo, la culebra y la lagartija. Martín trajo del cerro una culebra y con ella andaba
asustando a la gente en la vía pública. Mi deber era arrestarlo, y lo arresté.
Eran tales la estupefacción y el aturdimiento del oficial que, sin darse cuenta de lo que decía,
balbuceó:
-Inamibles, ¿por qué son inamibles?
El rostro astuto y socarrón de "El Guarén" expresó la mayor extrañeza. Cada vez que inventaba un
vocablo, no se consideraba su creador, sino que estimaba de buena fe que esa palabra había
existido siempre en el idioma; y si los demás la desconocían, era por pura ignorancia. De aquí la
orgullosa suficiencia y el aire de superioridad con que respondió:
-El sapo, la culebra y la lagartija asustan, dejan sin ánimo a las personas cuando se las ve de
repente. Por eso se llaman inamibles, mi inspector.
Cuando el oficial quedó solo, se desplomó sobre el asiento y alzó las manos con desesperación.
Estaba aterrado. Buena la había hecho, aceptando sin examen aquel maldito vocablo, y su
consternación subía de punto al evidenciar el fatal encadenamiento que su error había traído
consigo. Bien advirtió que su jefe, el Prefecto, estuvo a punto de interrogarlo sobre aquel término;
pero no lo hizo, confiando, seguramente, en la competencia del redactor del parte. ¡Dios
misericordioso! ¡Qué catástrofe cuando se descubriera el pastel! Y tal vez ya estaría descubierto.
Porque en el juzgado, al juez y al secretario debía haberles llamado la atención aquel vocablo que
ningún diccionario ostentaba en sus páginas. Pero esto no era nada en comparación de lo que
sucedería si el editor del periódico local, "El Dardo", que siempre estaba atacando a las
autoridades, se enterase del hecho. ¡Qué escándalo! ¡Ya le parecía oír el burlesco comentario que
haría caer sobre la autoridad policial una montaña de ridículo!
Se había alzado del asiento y se paseaba nervioso por la sala, tratando de encontrar un medio de
borrar la torpeza cometida, de la cual se consideraba el único culpable. De pronto se acercó a la
mesa, entintó la pluma y en la página abierta del libro de novedades, en la última anotación y
encima de la palabra que tan trastornado lo traía, dejó caer una gran mancha de tinta. La extendió
con cuidado, y luego contempló su obra con aire satisfecho. Bajo el enorme borrón era imposible
ahora descubrir el maldito término, pero esto no era bastante; había que hacer lo mismo con el
parte policial. Felizmente, la suerte érale favorable, pues el escribiente del Alcaide era primo suyo,
y como el Alcaide estaba enfermo, se hallaba a la sazón solo en la oficina. Sin perder un momento,
se trasladó a la cárcel, que estaba a un paso del cuartel, y lo primero que vio encima de la mesa,
en sujetapapeles, fue el malhadado parte. Aprovechando la momentánea ausencia de su pariente,
que había salido para dar algunas órdenes al personal de guardia, hizo desaparecer bajo una
mancha de tinta el término que tan despreocupadamente había puesto en circulación. Un suspiro
de alivio salió de su pecho. Estaba conjurado el peligro, el documento era en adelante inofensivo y
ninguna mala consecuencia podía derivarse de él.
Mientras iba de vuelta al cuartel, el recuerdo del carretelero lo asaltó y una sombra de disgusto
veló su rostro. De pronto se detuvo y murmuró entre dientes:
-Eso es lo que hay que hacer, y todo queda así arreglado.
Entre tanto, el prefecto no había olvidado la extraña palabra estampada en un documento que
llevaba su firma y que había aceptado, porque las graves preocupaciones que en ese momento lo
embargaban relegaron a segundo término un asunto que consideró en sí mínimo e insignificante.
Pero más tarde, un vago temor se apoderó de su ánimo, temor que aumentó considerablemente
al ver que el Diccionario no registraba la palabra sospechosa.
Sin perder tiempo, se dirigió donde el oficial de guardia, resuelto a poner en claro aquel asunto.
Pero al llegar a la puerta por el pasadizo interior de comunicación, vio entrar en la sala a "El
Guarén", que venía de la cárcel a dar cuenta de la comisión que se le había encomendado. Sin
perder una sílaba, oyó la conversación del guardián y del oficial, y el asombro y la cólera lo dejaron
mudo e inmóvil, clavado en el pavimento.
Cuando el oficial hubo salido, entró y se dirigió a la mesa para examinar el Libro de Novedades. La
mancha de tinta que había hecho desaparecer el odioso vocablo tuvo la rara virtud de calmar la
excitación que lo poseía. Comprendió en el acto que su subordinado debía estar en ese momento
en la cárcel, repitiendo la misma operación en el maldito papel que en mala hora había firmado. Y
como la cuestión era gravísima y exigía una solución inmediata, se propuso comprobar
personalmente si el borrón salvador había ya apartado de su cabeza aquella espada de Damocles
que la amenazaba.
Al salir de la oficina del Alcaide el rostro del Prefecto estaba tranquilo y sonriente. Ya no había
nada que temer; la mala racha había pasado. Al cruzar el vestíbulo divisó tras la verja de hierro un
grupo de penados.
Su semblante cambió de expresión y se tornó grave y meditabundo. Todavía queda algo que
arreglar en ese desagradable negocio, pensó. Y tal vez el remedio no estaba distante, porque
murmuró a media voz:
-Eso es lo que hay que hacer; así queda todo solucionado.
Al llegar a la casa, el juez, que había abandonado el juzgado ese día un poco más temprano que de
costumbre, encontró a "El Guarén" delante de la puerta, cuadrado militarmente. Habíanlo
designado para el primer turno de punto fijo en la casa del magistrado. Éste, al verle, recordó el
extraño vocablo del parte policial, cuyo significado era para él un enigma indescifrable. En el
Diccionario no existía y por más que registraba su memoria no hallaba en ella rastro de un término
semejante.
Como la curiosidad lo consumía, decidió interrogar diplomáticamente al guardián para inquirir de
un modo indirecto algún indicio sobre el asunto. Contestó el saludo del guardián, y le dijo afable y
sonriente:
-Lo felicito por su celo en perseguir a los que maltratan a los animales. Hay gentes muy salvajes.
Me refiero al carretelero que arrestó usted esta mañana, por andar, sin duda, con los caballos
heridos o extenuados.
A medida que el magistrado pronunciaba estas palabras, el rostro de "El Guarén" iba cambiando
de expresión. La sonrisa servil y gesto respetuoso desaparecieron y fueron reemplazados por un
airecillo impertinente y despectivo. Luego, con un tono irónico bien marcado, hizo una relación
exacta de los hechos, repitiendo lo que ya había dicho, en el cuartel, al oficial de guardia.
El juez oyó todo aquello manteniendo a duras penas su seriedad, y al entrar en la casa iba a dar
rienda suelta a la risa que le retozaba en el cuerpo, cuando el recuerdo del carretelero, a quien
había enviado a la cárcel por un delito imaginario, calmó súbitamente su alegría. Sentado en su
escritorio, meditó largo rato profundamente, y de pronto, como si hubiese hallado la solución de
un arduo problema, profirió con voz queda:
-Sí, no hay duda, es lo mejor, lo más práctico que se puede hacer en este caso.
En la mañana del día siguiente de su arresto, el carretelero fue conducido a presencia del Alcaide
de la cárcel, y este funcionario le mostró tres cartas, en cuyos sobres, escritos a máquina, se leía:
"Señor Alcaide de la Cárcel de... Para entregar a Martín Escobar". (Éste era el nombre del
detenido.)
Rotos los sobres, encontró que cada uno contenía un billete de veinte pesos. Ningún escrito
acompañaba el misterioso envío. El Alcaide señaló al detenido el dinero, y le dijo sonriente:
-Tome, amigo, esto es suyo, le pertenece.
El reo cogió dos billetes y dejó el tercero sobre la mesa, profiriendo:
-Ese es para pagar la multa, señor Alcaide.
Un instante después, Martín el carretelero se encontraba en la calle, y decía, mientras
contemplaba amorosamente los dos billetes:
-Cuando se me acaben, voy al cerro, pillo un animal inamible, me tropiezo con "El Guarén" y ¡zas!
al otro día en el bolsillo tres papelitos iguales a éstos.
EMA ZUNZ
                                       Jorge Luis Borges

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal,
halló en el fondo del zaguánuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había
muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida.
Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había
ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital
de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río
Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas;
luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto
contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que
había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto.
Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya
había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que
en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de
Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron,
recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los
anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su
padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón
Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba
el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la
profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal
no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba
perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en
la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis,
concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se
inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas
vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué
cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma
hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi
patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó
y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar
en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la
simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche
del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran
las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz;
el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma
trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo.
Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó
que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la
victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió;
debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain.
Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo
de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez.
¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese
breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la
calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio
multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más
razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos
o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan.
De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella
y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y
después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que
había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y
después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el
pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las
partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y
atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí
que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no
pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo
pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no
hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el
goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de
luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes
había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió,
apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo,
en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a
vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo
salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su
plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el
insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios
decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de
Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los
pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los
altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio
de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver.
Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le
trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía
menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un
pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo,
corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana,
el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer
un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de
quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de
morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se
había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la
miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar
de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser
castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las
cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el
ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco
tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a
fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y
se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua.
Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había
sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se
desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la
miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras
no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a
ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa.
Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán
castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si
alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó
el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el
teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa
que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo
maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta.
Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también
era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres
propios.




                          CARTA A UNA SEÑORITA EN PARÍS
                                   Julio Cortázar

Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los
conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más
finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne
con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito
donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma,
aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en
este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y
siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de
bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo
con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana
residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla
allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la
mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de
una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran
al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de
Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de
cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo
acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de
música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de
gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan
natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el
departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua
convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra
casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me
parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas
en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el
jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es
como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más
sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el
ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo
había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a
explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido
estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o
hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando
en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón
para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza
abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de
frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y
en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un
conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero
blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una
caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra
mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la
piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las
afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a
propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz
molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no
distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe
que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma
extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y
estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo
tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi
otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que
de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía
en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo
aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la
garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las
costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir.
No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el
método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de
Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan
sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto
mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es
tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace
de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia
inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de
uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco
tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro
-quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia
permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su
carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto
de baño o un piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para
ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví
el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no
oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes:
que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco,
envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi
valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la
expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de
calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me
miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo
encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no
culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días
después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las
tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible;
ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible
tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando
por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a
cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la
profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna
solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del
dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira
dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy
tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un
disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y
pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la
noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo
tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más
amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo,
solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis
bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un
momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro
solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux,
Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el
trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles
inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles.
Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas
livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera
verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca
cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al
jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho
y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y
la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de
cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es
nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las
cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro
modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen
¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y
mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los
amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me
guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces
historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el
ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche
irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más
bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su
lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se
advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -
usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que
ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de
lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted
habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la
pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada
carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara
encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando
un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo
silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las
minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido
levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de
sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana
que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo
entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la
palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche
y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos,
saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o
perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo
echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque
Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría
que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del
primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa,
Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en
blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi
letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo
quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no
continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de
comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no,
no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede
ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo
insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara
alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a
ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen
todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las
telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y
también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y
de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída,
encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que
no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue
que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa
inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un
hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas
pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que
serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos,
usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la
ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni
se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen
los primeros colegiales.

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LENGUAJE ELECTIVO III - PPT HISTORIA DEL LENGUAJE
 

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  • 1. LA ESPERA Guillermo Blanco Había dejado de llover cuando despertó. Aún era de noche, pero afuera estaba casi claro, y a través de una de las ventanas penetraba el resplandor vago, fantasmal, del plenilunio. Desde el camino llegaba el son del viento entre las hojas de los álamos. Más acá, en el pasillo o en alguna de las habitaciones, una tabla crujió. Luego crujió una segunda, luego una tercera; silencio. Diríase que alguien había dado unos pasos sigilosos y se había detenido. Un perro aulló a la distancia, largamente. El aullido pareció ascender por el aire nocturno, describir un arco como un aerolito y perderse poco a poco, devorado por la oscuridad. A intervalos parejos, un resabio de agua goteaba del alero. Ella imaginó los charcos que habría en el patio, y en los charcos la luna, quieta. Veía desde su lecho la copa del ciprés, que se balanceaba con dignidad sobre un fondo revuelto de nubes y cielo despejado. El contorno de la reja destacaba, nítido; reproducíase, por efecto de la sombra, en el muro frontero, donde se dibujaban siluetas extrañas. Tuvo miedo de nuevo. Miedo de la hora, del frío, de los diminutos ruidos que rompían a intervalos el silencio; miedo del silencio mismo. Miró a su marido: dormía con gran placidez. Su rostro, no obstante, bañado en luz blanquecina, poseía un aire siniestro, de cadáver o criatura de otro mundo. Sintió el impulso de despertarlo, mas no se atrevió. Habría sido absurdo. Su miedo lo era. Y sin embargo era tan fuerte. La oprimía por momentos igual que una tenaza, impidiéndole respirar aunque mantenía abierta la boca, aunque cambiaba suavemente de postura. Suavemente, para no interrumpir el sueño de él. Duerme, amor, duerme. No voy a molestarte. Estoy un poco nerviosa, eso es todo. Son los nervios, amor, que no me dejan tranquila. Un ave nocturna cantó quizá dónde. No era un canto lúgubre, sino una especie de música a un tiempo misteriosa y serena. Tornó ella a percibir el crujido de las tablas, acercándose. Yo sé que no es nadie. Siempre pasa esto y no es nadie. No es nadie. Nadie. De pronto tuvo conciencia de que su frente se hallaba cubierta de sudor. Se enjugó con la sábana. Amor, amor, repitió mentalmente, en un mudo grito de angustia. ¡Si él despertase! Si se desvelara también, y así, juntos conversaran en voz baja hasta llegar el día. . . Pero el hombre no captaba su llamado interno. Era la fatiga, pensó. Con tanto quehacer de la mañana a la tarde, con el madrugón de hoy. . . Duerme. No te importe. El viento semejó detenerse unos instantes, para continuar en seguida su melodía unicorde en la alameda. Por primera vez notó ella, apagada por la distancia, la monótona música del río: se vería muy pálido ahora: un río de pesadilla, resbalando con terrible lentitud, y a ambos lados los sauces beberían interminablemente, encorvados, en libación comparable a un pase de brujos, y arriba el cielo nuboso y el revolotear de los murciélagos, y la voz honda de la corriente repetiría su pedregoso murmullo de abracadabra. (Una muchacha había muerto en el río, años atrás. Cuando encontraron su cadáver oculto en las zarzas de un remanso se hubiera creído que vivía aún, tal era la transparencia de sus ojos abiertos, tal la paz de sus manos y sus facciones, y la frescura que irradiaba toda ella. Vestía un traje celeste con flores blancas; un traje sencillo, delgado. Al sacarla del agua, la tela se ceñía a su cuerpo de modo que daba la idea de constituir una unidad con él. Nadie supo nunca quién era ni de dónde
  • 2. venía. Sólo que era joven, que la muerte le había conferido belleza, que sus rasgos eran limpios y puros. Los mozos de la comarca pensaban en ella y les daba pena su existencia interrumpida, y la amaban un poco en sus imaginaciones. Ignoraban por qué apareció allí. No debió de ahogarse, pues no estaba hinchada, mas en su rostro ninguna huella mostraba el paso de una enfermedad, o de un golpe o un tiro. La llevaron a San Millán para hacerle la autopsia. Los mozos no supieron más. No quisieron saber: la recordaban tal cual surgió: lozana, amable, serena, con algo de irreal o feérico, desprovista de nombre, de causas. ¿Para qué saber más? ¿Para qué saber si por este o el otro motivo resolvió quitarse la vida, o si no se la quitó? Al referirse a ella la llamaban la Niña del Río, aunque su cuerpo era ya el de una mujer. Decían que desde esa tarde el río cantaba de diversa manera en el lugar donde apareció. Y quizá si en el fondo no lamentaran verdaderamente que hubiese perecido, porque no la conocieron viva y porque viva no habría podido ser sino de uno—ninguno de ellos, de seguro—, y así, en cambio, su grácil fantasma era patrimonio de todos.) Un perro ladró nuevamente, lejos. Después ladró otro más cerca. Si él despertase ahora. Cómo lo deseaba. Cómo deseaba tener sus brazos en torno, fuertes y tranquilizadores, o sentir su mano grande enredada en el pelo. En un impulso repentino lo besó. Apenas. El hombre emitió un breve gruñido, chasqueó la lengua dentro de la boca y siguió durmiendo. Pobre amor: estás cansado. Cerró los ojos. Entonces lo vio. Lo vio con más nitidez que nunca, igual que si la escena estuviese repitiéndose allí, dentro del cuarto, y el Negro volviese a morder las palabras con que amenazara a su marido: —¡Me lah vai a pagar, futre hijo'e perra! Vio sus pupilas enrojecidas y su rostro barbudo, que se contraía en una suerte de impasible mueca de odio. Ella nunca se había encontrado antes frente al odio—a la ira sí, pero no al odio—, y experimentó una mezcla de terror y de piedad hacia ese infeliz forajido que iba a pasar el resto de sus días encerrado entre cuatro paredes, sin una palabra de consuelo ni una mano amiga, encerrado con su rencor, doblemente solo por ello y doblemente encerrado. —¡Me lah vai a pagar! Y a medida que los carabineros se lo llevaban con las manos esposadas y atado por una cuerda al cabestro de una de sus cabalgaduras, el Negro se volvía a repetir un ronco: —¡Te lo juro! ¡Te lo juro! El esposo lo miraba en silencio, y ella se dijo que tal vez también a él le daba lástima ver al preso tan inerme. Un bandido que era el terror de la comarca, cuyo estribo besaran muchos para implorar su gracia o su favor, y cuyo puñal guardaba el recuerdo de la carne de tantos muertos y tantos heridos. De vientres abiertos y caras marcadas, de brazos o pechos rajados de alto a bajo. Sí, era malo. Pero ¿era malo? ¿Podía ser real maldad tanta maldad? ¿No era, acaso, una especie de locura: la del lobo, o el perro que de pronto se torna matrero? Y aunque no fuera sino maldad—pensaba—, y quizá por eso mismo, el Negro era digno de compasión. Debía de ser terrible vivir así, odiando y temiendo, temido y odiado, perseguido, sin saber lo que es hogar ni lo que es amor, comiendo de cualquier manera en cualquier parte; amando con el solo instinto, a campo raso, a hurtadillas. Un amor de barbarie animal, desprovisto de ternura, sin la caricia suave, secreta, que es como un acto esotérico: ni el beso quieto que no destroza los labios, ni la charla tranquila frente a la tarde, ni la mirada infinita y perfecta. Un amor que seguramente no es correspondido con amor, sino con terror, y que dura un instante, para dar paso de nuevo a la fuga. Así lo sorprendió su marido, oculto entre unas zarzas, con una mujer blanca de miedo y
  • 3. embadurnada de sangre. Lo encañonó con el revólver. —Párate, Negro. Arréglate. —Deje mejor, patrón. Pronunciaba "patrón" con una ironía sutil y profunda. Casi una befa. —Párate. —Le prevengo, patrón. Él no respondió. El Negro se puso de pie con ostensible lentitud. A lo largo del camino, hasta la quebrada de la Higuera, fue repitiéndole: —Toavía eh tiempo, patrón. Puee cohtarle caro. Y él mudo. —Yo tengo mi gente, patrón. Silencio. —Piense en la patrona, que icen qu'eh güenamoza y joen. . . El Negro marchaba unos pasos delante, y le hablaba mostrándole el perfil. Él lo miraba desde arriba de su caballo, con la vista aguzada, pronto a disparar al menor movimiento extraño. —Sería una pena que enviudara la patroncita... Pausa. El perfil sonreía apenas, con malicia. —. . . o que enviudara uhté . . . —Si dices media cosa más, te meto un tiro. —¡Por Dioh, patrón! —Cállate. —Ni que me tuviera miedo—murmuró, fríamente socarrón, demorándose en las palabras. Y de improviso, en un instante, se inclinó y cogió una piedra, y cuando iba a lanzársela, él oprimió el gatillo, una, dos, tres veces. Un par de balas se alojó en la pierna izquierda del Negro, que permaneció inmóvil, esperando. Ambos jadeaban. —¿No 'e, patrón? La embarró. Ahora no voy a poder andar. Lo ató con el lazo cuidadosamente, haciéndolo casi un ovillo, y lo puso atravesado sobre la montura, de modo que sus pies colgaban hacia un lado y la cabeza hacia el otro. Así, tirando él de la brida, lo condujo hasta las casas del fundo. Cuando llegaron, el Negro se había desangrado con profusión: su pantalón estaba salpicado de rojo, salpicada también la cincha, y un reguero de puntos rojos marcaba el camino por donde vinieran. Desde el pórtico de entrada los vio ella. Primero se alarmó por su marido, creyendo que podía haberle ocurrido algo, mas pronto se dio cuenta de que se hallaba bien. Adivinando la respuesta, preguntó muy quedo: —¿Quién es? —El Negro. Pálido, desencajado, el Negro alzó el rostro con gran esfuerzo, la observó fijamente. Todavía ahora sentía incrustados en su carne esos ojos de acero, llameantes en medio de la extrema debilidad y tintos de un objetivo toque perverso. Recordaba que se puso a temblar. Luego la cerviz del bandido se inclinó, mustia. —Se desmayó. Habrá que curarlo—dijo el esposo.. —¿Tiene heridas graves? —No. Le di en el muslo, pero es necesario contener la hemorragia. —Yo lo curaré. Él la cogió del brazo. —¿No te importa?
  • 4. Sonrió débilmente. —No. No me importa. Déjame. Su mano vibraba al ir cogiendo el algodón, la gasa, yodo. El corazón le golpeaba con extraordinaria violencia, y por momentos le parecía que iban a reventarle las sienes. Le parecía que se ablandaban sus piernas al avanzar por el largo corredor hasta el cuarto donde yacía el hombre. Lo halló puesto sobre una angarilla, con las muñecas sujetas a ambos costados y las piernas abiertas, cogidas con fuertes sogas que se unían por debajo. Era la imagen de la humillación. Se veía más repuesto, sin embargo. —Buenas tardes—musitó. La miró él de pies a cabeza. Dejó pasar un largo minuto. Por fin replicó, en tono de endiablada ironía: —Güenah tardeh, patrona. Le alzó el pantalón con timidez. La desnuda carne lacerada, cubierta de machucones y cicatrices, inspiraba la lástima que podría inspirar la carne de un mendigo. Con agua tibia lavó la sangre, cuyo flujo era ya menor, para ir aplicando después, en medio de enormes precauciones, el yodo, que lo hacía recogerse en movimientos instintivos. —¿Duele? El Negro no replicó, pero sus músculos permanecieron rígidos desde ese instante, y el silencio— apenas roto por el sonido metálico de las tijeras o por el crujir del paquete de algodón—pesó en el aire de la pieza con ominosa intensidad. Le resultó eterno el tiempo que tardó en concluir. Era difícil pasar las vendas por entre tantas ataduras, y entre el cuerpo del hombre y las parihuelas, especial porque él mismo no cooperaba. Al contario: diríase que gozaba atormentándola con su propio sufrimiento. Terminó. Calladamente reunió sus cosas y se levantó para partir. —Patrona... Se volvió. Los ojos pequeños, sombríos, del herido la miraban con una mirada indescriptible. —Le agradehco, patrona. —No hay de qué—balbució. Mas él no había acabado: —Si me llevan preso, me van a joder. Pausa. —El patrón no gana naa, ni uhté tampoco. si llego a ehcaparme dehpuéh, le juro que la dejo viuda. . . Sería una pena. Ella no sabía qué hacer ni qué decir. Por fin se fue, paso a paso, hacia la puerta. —Hasta luego—articuló, con voz que apenas se oía. De pronto el Negro se puso tenso. Habló, y su tono palpitaba una dureza feroz: —¡Y a ti tamién te mato, yegua fina! Salió precipitada, yerta de espanto. En los dos días que demoraron en venir los carabineros no hizo sino pedir a su marido que permitiera huir al preso. —¿Por qué va a enterarse nadie? Le dejas camino hecho, sin contarle siquiera. Ni a él. Podrías ponerle un cuchillo al alcance de la mano. ¿Quién sabría? —Yo. —Amor. —Estás loca.
  • 5. —Hazlo. Te. . . —Pero si es tan absurdo. —No voy a vivir tranquila. —Y si lo suelto, ¿cuántas mujeres dejarán de vivir tranquilas? ¿Cuántas perderán a sus hijos, o. . ., o. . . ? Tú sabes cómo lo encontré. Esa pobre muchacha tenía su novio, tendría sus esperanzas, sus planes, igual que tú cuando nos casamos. ¿Y ahora? El novio no quiere ni verla. Le ha bajado por ahí el honor, al imbécil. Y ella. .., bueno. Está vacía. Nada va a ser como antes para ella. Por el Negro. Por este bruto. ¿Y quieres que tu miedo le permita seguir haciendo de las suyas? —Va a escapar. —No veo. . . Fue en vano insistir. Sin embargo, algo en su adentro se resistía a toda razón, sobre toda razón la impulsaba a desear que aquello se arreglase en cualquier forma, de modo que el Negro se viera libre y ellos no tuvieran encima la espada de Damocles de su venganza. Pero nada ocurrió. Cuando los carabineros llegaron, el preso rugía de ira, echaba maldiciones horrendas, se debatía. Insensible a los golpes que le daban para aquietarlo, gritaba: —¡Me lah vai a pagar, futre hijo'e perra! Por un instante la vio. —¡Y voh tamién, yegua! La agitó a ella una sensación de angustia. Habría deseado decirle palabras que lo calmaran, pedirle perdón incluso, mas eso era un disparate, y, mientras, no podía dejar de permanecer ahí clavada, viendo y oyendo, llenándose de un terror frío y profundo. ...Las imágenes comenzaron a hacerse vagas, a moverse de una manera distorsionada en su mente, a medida que tornaba el sueño. Traspuesta aún, veía los ojillos agudos, pérfidos, del hombre. Su rostro sin afeitar, que cruzaban dos tajos de pálidas cicatrices. La mandíbula cuadrada, sucia. Los labios carnosos, entre los que asomaban sus dientes amarillos y disparejos y ralos, y unos colmillos de lobo. La cabeza hirsuta, la estrecha frente impresa de crueldad. En los labios había una especie de sonrisa. Murmuraban "Yegua", sin gritarlo, sin violencia ahora, suavemente, cual si fuera una galantería. O tal vez una galantería obscena, de infinita malicia. Se revolvió en el lecho, sintiéndose herida y escarnecida, presa del semisueño y de su lógica ilógica, atrabiliaria, tan fácilmente cómica y tan fácilmente diabólica. Algo la ataba a esa comarca donde parece estar el germen de la pesadilla, y también el germen de la maldad que se oculta, del ridículo, de la muerte; donde la alegría, el dolor, la desesperación, pierden sus límites. Atada. Y el Negro la miraba, y sonreía, y le decía "Yegua", y en seguida no sonreía, sino que estaba tenso, todo él tenso cual un alambre eléctrico, y continuaba repitiendo la misma palabra, en un tono de odio sin ira que se le metía en la carne y en la sangre y en los huesos (Amor, amor), y dentro del pecho el corazón se puso a saltarle, desbocado, y de pronto tenía el cabello suelto, flotando al viento, y no era más ella, sino una potranca galopando en medio de la oscuridad, y aunque iba por una llanura se oían crujidos de madera (Amor ) y sobre todo ladridos que se acercaban poco a poco y su furia medrosa producía eco, tal si repercutieran entre cuatro paredes. . . Se acercaban, la rodeaban, iban a moderla esos perros. . . Despertó con sobresalto. Se quedó unos instantes semiaturdida, observando en torno. Ningún cambio: su marido yacía ahí al lado, tranquilo. La luna daba de lleno sobre la ventana del costado izquierdo, en cuyos vidrios refulgían las gotas de lluvia. Todo igual.
  • 6. Suspiró. Luego, lentamente, el trote de un caballo hizo oír su claf-claf desde el camino. ¿Qué sería? Trató de ver en su reloj, mas no lo consiguió. Un caballo. Amor—quiso decir—, un caballo. Pero calló. Escuchaba con el cuerpo entero, con el alma. Reales ahora, los ladridos se convirtieron en una algarabía agresiva. Sonó un golpe seco, un quejido, nada. El claf-claf también cesó: estaría desmontando el jinete. —Amor. El marido gruñó una interrogación ininteligible, entre sueños. —¡Amor!—repitió ella. —¿Qué hay? —Alguien viene. —¿Dónde? ¿Qué hora es? —No sé. De un soplido apagó el fósforo que él empezaba a encender. —No. No prendas la luz. Venía por el camino. El hombre se levantó, echándose una manta encima, y se acercó a la ventana que daba hacia afuera. Corrió la cortina en un extremo. —¡Diablos!—exclamó. La mujer no se atrevió a preguntar. Sabía. En unos segundos, él estuvo a su lado susurrándole instrucciones: —Es el Negro. No te preocupes.—Abrió una gaveta—. Toma, te dejo este revólver. Ponte en ese rincón, y si asoma, disparas. No hará falta. Trata de conservar la calma, amor. Apunta con cuidado. Yo voy a salir por el corredor para sorprenderlo. Ten calma. No pasará nada. La besó, cogió otro revólver del velador y se fue, con el sigilo de un gato, antes de que ella hubiera podido articular palabra. Esperó. Tenía la vista fija en el marco de cielo encuadrado, estrellado. A cada instante le parecía ver aparecer una sombra, ver moverse algo en la sombra. Cuídate, amor. Dios mío, que todo salga bien. Cayó una gota del alero. Hacía rato que no caía ninguna. Sopló una ráfaga de viento. Otra gota. Silencio. Sintió un frío que la calaba. Una tabla crujió. Sobresaltada, se volvió hacia la puerta. ¿No habría entrado el Negro por otra parte? Transcurrieron cinco, diez, quince segundos. No se repitió el crujido. ¿Y si apareciese por la ventana interior? Trató de imaginar cómo y por dónde lo haría. Podía trepar el muro bajo de la huerta, saltar... Sin embargo, estaba cojo aún. Y los dos mastines le impedirían pasar. No. Por ahí no era probable. Una tercera gota se desprendió del alero. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido? Tres gotas, pensó. ¿Habría un minuto, medio, entre gota y gota? ¿O no se producían a intervalos regulares? Cuarta gota. Estaba claro, dentro de la oscuridad. Tal vez ya iba a amanecer. Tal vez llegara la mañana y vinieran los inquilinos, y entre todos apresaran de nuevo al Negro. . . Quinta gota. ¡Por Dios! Trató de rezar: Padre nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea... No. Era absurdo.
  • 7. No podía. Sexta gota. Después un crujido. Se puso atenta. Nuevo crujido. No se encontraron. Viene ahí. El crujido siguiente fue junto a la puerta. La puerta se abrió, dejando entrever una masa de sombra más densa. Disparó. Se escuchó un murmullo quejumbroso, breve; luego el caer de un cuerpo al suelo. Luego, débilmente: —Amor . . . Arrojó el revólver y se abalanzó hacia la entrada. Tocó el cuerpo: era su marido. —¡Por Dios, qué hice! Él: —Pobre amor. Huye. Trató de acariciarle la frente, y al pasar por la piel sus dedos se encontró con la sangre, que fluía a borbotones. —Voy a curarte. El hombre no respondió. —¡Amor! ¡Amor! Silencio. Una tabla volvió a crujir. El revólver. Retrocedió para buscarlo a tientas, pero sus manos no dieron con él. La segunda silueta apareció entonces en la puerta.
  • 8. LA NOCHE DE LOS FEOS Mario Benedetti 1 Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro. Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas. Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura. Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal. Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el
  • 9. ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente. La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó. La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo. Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo. "¿Qué está pensando?", pregunté. Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma. "Un lugar común", dijo. "Tal para cual". Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo. "Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?" "Sí", dijo, todavía mirándome. "Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida." "Sí." Por primera vez no pudo sostener mi mirada. "Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo." "¿Algo cómo qué?" "Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad." Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas. "Prométame no tomarme como un chiflado." "Prometo." "La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?" "No." "¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?" Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata. "Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca." Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico. "Vamos", dijo.
  • 10. 2 No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse. Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron. En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso. Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio, un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas. Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra. Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble. INAMIBLE Baldomero Lillo Ruperto Tapia, alias "El Guarén", guardián tercero de la policía comunal, de servicio esa mañana en la población, iba y venía por el centro de la bocacalle con el cuerpo erguido y el ademán grave y solemne del funcionario que está penetrado de la importancia del cargo que desempeña. De treinta y cinco años, regular estatura, grueso, fornido, el guardián Tapia goza de gran prestigio entre sus camaradas. Se le considera un pozo de ciencia, pues tiene en la punta de la lengua todas las ordenanzas y reglamentos policiales, y aun los artículos pertinentes del Código Penal le son familiares. Contribuye a robustecer esta fama de sabiduría su voz grave y campanuda, la entonación dogmática y sentenciosa de sus discursos y la estudiada circunspección y seriedad de todos sus actos. Pero de todas sus cualidades, la más original y característica es el desparpajo pasmoso con que inventa un término cuando el verdadero no acude con la debida oportunidad a sus labios. Y tan eufónicos y pintorescos le resultan estos vocablos, con que enriquece el idioma, que no es fácil arrancarles de la memoria cuando se les ha oído siquiera una vez. Mientras camina haciendo resonar sus zapatos claveteados sobre las piedras de la calzada, en el moreno y curtido rostro de "El Guarén" se ve una sombra de descontento. Le ha tocado un sector en que el tránsito de vehículos y peatones es casi nulo. Las calles plantadas de árboles, al pie de los cuales se desliza el agua de las acequias, estaban solitarias y va a ser dificilísimo sorprender una infracción, por pequeña que sea. Esto le desazona, pues está empeñado en ponerse en evidencia delante de los jefes como un funcionario celoso en el cumplimiento de sus deberes para lograr esas jinetas de cabo que hace tiempo ambiciona. De pronto, agudos chillidos y risas que estallan resonantes a su espalda lo hacen volverse con presteza. A media cuadra escasa una muchacha de 16 a 17 años corre por la acera perseguida de cerca por un mocetón que lleva en la diestra algo semejante a un latiguillo. "El Guarén" conoce a la pareja. Ella es sirvienta en la casa de la esquina y él es Martín, el carretelero, que regresa de las afueras de la población, donde fue en la mañana a llevar sus caballos para darles un poco de descanso en el potrero. La muchacha, dando gritos y
  • 11. risotadas, llega a la casa donde vive y se entra en ella corriendo. Su perseguidor se detiene un momento delante de la puerta y luego avanza hacia el guardián y le dice sonriente: -¡Cómo gritaba la picarona, y eso que no alcancé a pasarle por el cogote el bichito ese! Y levantando la mano en alto mostró una pequeña culebra que tenía asida por la cola, y agregó: -Está muerta, la pillé al pie del cerro cuando fui a dejar los caballos. Si quieres te la dejo para que te diviertas asustando a las prójimas que pasean por aquí. Pero "El Guarén", en vez de coger el reptil que su interlocutor le alargaba, dejó caer su manaza sobre el hombro del carretelero y le intimó. -Vais a acompañarme al cuartel. -¡Yo al cuartel! ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Me lleváis preso, entonces? -profirió rojo de indignación y sorpresa el alegre bromista de un minuto antes. Y el aprehensor, con el tono y ademán solemnes que adoptaba en las grandes circunstancias, le dijo, señalándole el cadáver de la culebra que él conservaba en la diestra: -Te llevo porque andas con animales -aquí se detuvo, hesitó un instante y luego con gran énfasis prosiguió-: Porque andas con animales inamibles en la vía pública. Y a pesar de las protestas y súplicas del mozo, quien se había librado del cuerpo del delito, tirándolo al agua de la acequia, el representante de la autoridad se mantuvo inflexible en su determinación. A la llegada al cuartel, el oficial de guardia, que dormitaba delante de la mesa, los recibió de malísimo humor. En la noche había asistido a una comida dada por un amigo para celebrar el bautizo de una criatura, y la falta de sueño y el efecto que aún persistía del alcohol ingerido durante el curso de la fiesta mantenían embotado su cerebro y embrolladas todas sus ideas. Su cabeza, según el concepto vulgar, era una olla de grillos. Después de bostezar y revolverse en el asiento, enderezó el busto y lanzando furiosas miradas a los inoportunos cogió la pluma y se dispuso a redactar la anotación correspondiente en el libro de novedades. Luego de estampar los datos concernientes al estado, edad y profesión del detenido, se detuvo e interrogó: -¿Por qué le arrestó, guardián? Y el interpelado, con la precisión y prontitud del que está seguro de lo que dice, contestó: -Por andar con animales inamibles en la vía pública, mi inspector. Se inclinó sobre el libro, pero volvió a alzar la pluma para preguntar a Tapia lo que aquella palabra, que oía por primera vez, significaba, cuando una reflexión lo detuvo: si el vocablo estaba bien empleado, su ignorancia iba a restarle prestigio ante un subalterno, a quien ya una vez había corregido un error de lenguaje, teniendo más tarde la desagradable sorpresa al comprobar que el equivocado era él. No, a toda costa había que evitar la repetición de un hecho vergonzoso, pues el principio básico de la disciplina se derrumbaría si el inferior tuviese razón contra el superior. Además, como se trataba de un carretelero, la palabra aquella se refería, sin duda, a los caballos del vehículo que su conductor tal vez hacía trabajar en malas condiciones, quién sabe si enfermos o lastimados. Esta interpretación del asunto le pareció satisfactoria y, tranquilizado ya, se dirigió al reo: -¿Es efectivo eso? ¿Qué dices tú? -Sí, señor; pero yo no sabía que estaba prohibido. Esta respuesta, que parecía confirmar la idea de que la palabra estaba bien empleada, terminó con la vacilación del oficial que, concluyendo de escribir, ordenó en seguida al guardián: -Páselo al calabozo.
  • 12. Momentos más tarde, reo, aprehensor y oficial se hallaban delante del prefecto de policía. Este funcionario, que acababa de recibir una llamada por teléfono de la gobernación, estaba impaciente por marcharse. -¿Está hecho el parte? -preguntó. -Sí, señor -dijo el oficial, y alargó a su superior jerárquico la hoja de papel que tenía en la diestra. El jefe la leyó en voz alta, y al tropezar con un término desconocido se detuvo para interrogar: -¿Qué significa esto? -Pero no formuló la pregunta. El temor de aparecer delante de sus subalternos ignorante, le selló los labios. Ante todo había que mirar por el prestigio de la jerarquía. Luego la reflexión de que el parte estaba escrito de puño y letra del oficial de guardia, que no era un novato, sino un hombre entendido en el oficio, lo tranquilizó. Bien seguro estaría de la propiedad del empleo de la palabreja, cuando la estampó ahí con tanta seguridad. Este último argumento le pareció concluyente, y dejando para más tarde la consulta del Diccionario para aclarar el asunto, se encaró con el reo y lo interrogó: -Y tú, ¿qué dices? ¿Es verdad lo que te imputan? -Sí, señor Prefecto, es cierto, no lo niego. Pero yo no sabía que estaba prohibido. El jefe se encogió de hombros, y poniendo su firma en el parte, lo entregó al oficial, ordenando: -Que lo conduzcan al juzgado. En la sala del juzgado, el juez, un jovencillo imberbe que, por enfermedad del titular, ejercía el cargo en calidad de suplente, después de leer el parte en voz alta, tras un breve instante de meditación, interrogó al reo: -¿Es verdad lo que aquí se dice? ¿Qué tienes que alegar en tu defensa? La respuesta del detenido fue igual a las anteriores: -Sí, usía; es la verdad, pero yo ignoraba que estaba prohibido. El magistrado hizo un gesto que parecía significar: "Sí, conozco la cantinela; todos dicen lo mismo". Y, tomando la pluma, escribió dos renglones al pie del parte policial, que en seguida devolvió al guardián, mientras decía, fijando en el reo una severa mirada: -Veinte días de prisión, conmutables en veinte pesos de multa. En el cuartel el oficial de guardia hacía anotaciones en una libreta, cuando "El Guarén" entró en la sala y, acercándose a la mesa, dijo: -El reo pasó a la cárcel, mi inspector. -¿Lo condenó el juez? -Sí; a veinte días de prisión, conmutables en veinte pesos de multa; pero como a la carretela se le quebró un resorte y hace varios días que no puede trabajar en ella, no le va a ser posible pagar la multa. Esta mañana fue a dejar los caballos al potrero. El estupor y la sorpresa se pintaron en el rostro del oficial. -Pero si no andaba con la carretela, ¿cómo pudo, entonces, infringir el reglamento del tránsito? -El tránsito no ha tenido nada que ver con el asunto, mi inspector. -No es posible, guardián; usted habló de animales... -Sí, pero de animales inamibles, mi inspector, y usted sabe que los animales inamibles son sólo tres: el sapo, la culebra y la lagartija. Martín trajo del cerro una culebra y con ella andaba asustando a la gente en la vía pública. Mi deber era arrestarlo, y lo arresté. Eran tales la estupefacción y el aturdimiento del oficial que, sin darse cuenta de lo que decía, balbuceó: -Inamibles, ¿por qué son inamibles? El rostro astuto y socarrón de "El Guarén" expresó la mayor extrañeza. Cada vez que inventaba un vocablo, no se consideraba su creador, sino que estimaba de buena fe que esa palabra había
  • 13. existido siempre en el idioma; y si los demás la desconocían, era por pura ignorancia. De aquí la orgullosa suficiencia y el aire de superioridad con que respondió: -El sapo, la culebra y la lagartija asustan, dejan sin ánimo a las personas cuando se las ve de repente. Por eso se llaman inamibles, mi inspector. Cuando el oficial quedó solo, se desplomó sobre el asiento y alzó las manos con desesperación. Estaba aterrado. Buena la había hecho, aceptando sin examen aquel maldito vocablo, y su consternación subía de punto al evidenciar el fatal encadenamiento que su error había traído consigo. Bien advirtió que su jefe, el Prefecto, estuvo a punto de interrogarlo sobre aquel término; pero no lo hizo, confiando, seguramente, en la competencia del redactor del parte. ¡Dios misericordioso! ¡Qué catástrofe cuando se descubriera el pastel! Y tal vez ya estaría descubierto. Porque en el juzgado, al juez y al secretario debía haberles llamado la atención aquel vocablo que ningún diccionario ostentaba en sus páginas. Pero esto no era nada en comparación de lo que sucedería si el editor del periódico local, "El Dardo", que siempre estaba atacando a las autoridades, se enterase del hecho. ¡Qué escándalo! ¡Ya le parecía oír el burlesco comentario que haría caer sobre la autoridad policial una montaña de ridículo! Se había alzado del asiento y se paseaba nervioso por la sala, tratando de encontrar un medio de borrar la torpeza cometida, de la cual se consideraba el único culpable. De pronto se acercó a la mesa, entintó la pluma y en la página abierta del libro de novedades, en la última anotación y encima de la palabra que tan trastornado lo traía, dejó caer una gran mancha de tinta. La extendió con cuidado, y luego contempló su obra con aire satisfecho. Bajo el enorme borrón era imposible ahora descubrir el maldito término, pero esto no era bastante; había que hacer lo mismo con el parte policial. Felizmente, la suerte érale favorable, pues el escribiente del Alcaide era primo suyo, y como el Alcaide estaba enfermo, se hallaba a la sazón solo en la oficina. Sin perder un momento, se trasladó a la cárcel, que estaba a un paso del cuartel, y lo primero que vio encima de la mesa, en sujetapapeles, fue el malhadado parte. Aprovechando la momentánea ausencia de su pariente, que había salido para dar algunas órdenes al personal de guardia, hizo desaparecer bajo una mancha de tinta el término que tan despreocupadamente había puesto en circulación. Un suspiro de alivio salió de su pecho. Estaba conjurado el peligro, el documento era en adelante inofensivo y ninguna mala consecuencia podía derivarse de él. Mientras iba de vuelta al cuartel, el recuerdo del carretelero lo asaltó y una sombra de disgusto veló su rostro. De pronto se detuvo y murmuró entre dientes: -Eso es lo que hay que hacer, y todo queda así arreglado. Entre tanto, el prefecto no había olvidado la extraña palabra estampada en un documento que llevaba su firma y que había aceptado, porque las graves preocupaciones que en ese momento lo embargaban relegaron a segundo término un asunto que consideró en sí mínimo e insignificante. Pero más tarde, un vago temor se apoderó de su ánimo, temor que aumentó considerablemente al ver que el Diccionario no registraba la palabra sospechosa. Sin perder tiempo, se dirigió donde el oficial de guardia, resuelto a poner en claro aquel asunto. Pero al llegar a la puerta por el pasadizo interior de comunicación, vio entrar en la sala a "El Guarén", que venía de la cárcel a dar cuenta de la comisión que se le había encomendado. Sin perder una sílaba, oyó la conversación del guardián y del oficial, y el asombro y la cólera lo dejaron mudo e inmóvil, clavado en el pavimento. Cuando el oficial hubo salido, entró y se dirigió a la mesa para examinar el Libro de Novedades. La mancha de tinta que había hecho desaparecer el odioso vocablo tuvo la rara virtud de calmar la excitación que lo poseía. Comprendió en el acto que su subordinado debía estar en ese momento en la cárcel, repitiendo la misma operación en el maldito papel que en mala hora había firmado. Y
  • 14. como la cuestión era gravísima y exigía una solución inmediata, se propuso comprobar personalmente si el borrón salvador había ya apartado de su cabeza aquella espada de Damocles que la amenazaba. Al salir de la oficina del Alcaide el rostro del Prefecto estaba tranquilo y sonriente. Ya no había nada que temer; la mala racha había pasado. Al cruzar el vestíbulo divisó tras la verja de hierro un grupo de penados. Su semblante cambió de expresión y se tornó grave y meditabundo. Todavía queda algo que arreglar en ese desagradable negocio, pensó. Y tal vez el remedio no estaba distante, porque murmuró a media voz: -Eso es lo que hay que hacer; así queda todo solucionado. Al llegar a la casa, el juez, que había abandonado el juzgado ese día un poco más temprano que de costumbre, encontró a "El Guarén" delante de la puerta, cuadrado militarmente. Habíanlo designado para el primer turno de punto fijo en la casa del magistrado. Éste, al verle, recordó el extraño vocablo del parte policial, cuyo significado era para él un enigma indescifrable. En el Diccionario no existía y por más que registraba su memoria no hallaba en ella rastro de un término semejante. Como la curiosidad lo consumía, decidió interrogar diplomáticamente al guardián para inquirir de un modo indirecto algún indicio sobre el asunto. Contestó el saludo del guardián, y le dijo afable y sonriente: -Lo felicito por su celo en perseguir a los que maltratan a los animales. Hay gentes muy salvajes. Me refiero al carretelero que arrestó usted esta mañana, por andar, sin duda, con los caballos heridos o extenuados. A medida que el magistrado pronunciaba estas palabras, el rostro de "El Guarén" iba cambiando de expresión. La sonrisa servil y gesto respetuoso desaparecieron y fueron reemplazados por un airecillo impertinente y despectivo. Luego, con un tono irónico bien marcado, hizo una relación exacta de los hechos, repitiendo lo que ya había dicho, en el cuartel, al oficial de guardia. El juez oyó todo aquello manteniendo a duras penas su seriedad, y al entrar en la casa iba a dar rienda suelta a la risa que le retozaba en el cuerpo, cuando el recuerdo del carretelero, a quien había enviado a la cárcel por un delito imaginario, calmó súbitamente su alegría. Sentado en su escritorio, meditó largo rato profundamente, y de pronto, como si hubiese hallado la solución de un arduo problema, profirió con voz queda: -Sí, no hay duda, es lo mejor, lo más práctico que se puede hacer en este caso. En la mañana del día siguiente de su arresto, el carretelero fue conducido a presencia del Alcaide de la cárcel, y este funcionario le mostró tres cartas, en cuyos sobres, escritos a máquina, se leía: "Señor Alcaide de la Cárcel de... Para entregar a Martín Escobar". (Éste era el nombre del detenido.) Rotos los sobres, encontró que cada uno contenía un billete de veinte pesos. Ningún escrito acompañaba el misterioso envío. El Alcaide señaló al detenido el dinero, y le dijo sonriente: -Tome, amigo, esto es suyo, le pertenece. El reo cogió dos billetes y dejó el tercero sobre la mesa, profiriendo: -Ese es para pagar la multa, señor Alcaide. Un instante después, Martín el carretelero se encontraba en la calle, y decía, mientras contemplaba amorosamente los dos billetes: -Cuando se me acaben, voy al cerro, pillo un animal inamible, me tropiezo con "El Guarén" y ¡zas! al otro día en el bolsillo tres papelitos iguales a éstos.
  • 15. EMA ZUNZ Jorge Luis Borges El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguánuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto. Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería. En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de
  • 16. Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder. No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera. El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió. Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman. ¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y
  • 17. atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin. Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz. La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir. Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así. Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a
  • 18. ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender. Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté... La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios. CARTA A UNA SEÑORITA EN PARÍS Julio Cortázar Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana
  • 19. residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones. Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve. Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose. Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas. Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi
  • 20. otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta. Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.) Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio. Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión. Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris. Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad. De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira
  • 21. dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.) Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza. Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol. Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López. No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así. Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad. Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa - usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
  • 22. A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas. Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso. Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan. Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos. He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni
  • 23. se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.