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Adiós a todo aquello
1. PEDRO G. CUARTANGO
TIEMPO RECOBRADO
Adiós a todo aquello
UNA de las cosas que nos dan la medida del cambio que se ha producido en
nuestras vidas es la desaparición de los objetos cotidianos de nuestra juventud. La gente
fumaba Celtas, las tiendas tenían máquinas registradoras, los hombres bebían Soberano,
los Seat 600 circulaban por las calles, las televisiones eran en blanco y negro, los cines de
barrio estaban llenos, el boxeo era un deporte popular, no existían los hipermercados y
todavía se viajaba en locomotoras de vapor.
Recuerdo que, cuando era pequeño, las mercancías se repartían en carros tirados por
caballos y que la leche se compraba en las vaquerías. También me viene a la memoria
cuando se instaló el primer semáforo en Miranda de Ebro hacia 1960, un hecho que
conmocionó a toda la población y que fue interpretado como una entrada en la
modernidad.
En aquella época, había en mi pueblo media docena de televisores, entre ellos, un Marconi
de mi padre, que acogía a sus vecinos y sus amigos cuando había partidos de fútbol o se
retransmitían corridas de toros. Nunca olvidaré el alborozo que produjo el gol de Marcelino
en la final contra Rusia en 1964. Parecía que la casa se iba a venir abajo.
Entonces no existían las marcas. Sólo había un cognac, un chocolate, una cerveza y unas
galletas. Y una sola cadena de televisión, en la que aparecía continuamente Franco
inaugurando pantanos y viviendas sociales. Los seriales de radio hacían más llevaderas
las tardes de invierno.
Otra de las innovaciones que comenzaron a finales de los años 60 fue el concepto de
weekend. Hasta esas fechas, se trabajaba los sábados, que eran días laborables y había
que ir a la escuela. Yo salía corriendo a las siete de la tarde para ver la serie Viaje al fondo
del mar con aquel fantástico submarino llamado Seaview en el que mandaba el almirante
Nelson.
La verdad es que ni siquiera sé por qué escribo sobre este mundo desaparecido, sobre
cosas que sólo la gente de mi edad puede entender. Pero creo que es porque añoro
aquella forma de vivir en la que la carencia de bienes materiales estaba compensada por
la ilusión que nos producía cualquier nimiedad.
Probablemente el recuerdo más feliz de mi infancia fue cuando mi padre me regaló una
camiseta del Real Madrid y un balón de cuero, pintado de blanco, cuyo olor me sigue
acompañando como si el tiempo se hubiera detenido. Jugábamos al fútbol sin parar
durante cuatro o cinco horas, hasta que la luz se extinguía, en una era junto al Ebro. El
equipo que perdía tenía que comprar una botella de gaseosa –que entonces costaba una
peseta– al que ganaba. Siempre nos pegábamos por quedarnos con el cromo de un
ciclista que había debajo del tapón.
2. No voy a decir que aquel mundo era mejor que éste. Eso sería una tontería. Pero era el
mío, el de una generación que crecimos cuando España era una dictadura, estudiábamos
con la enciclopedia Álvarez y las mujeres iban con velo y misal a la iglesia.
Quizás la conciencia de nuestras limitaciones provocó el afán de superarlas, de leer, de
viajar, de descubrir el cine o de ir a un concierto. En nuestra juventud todo eso tenía un
valor, era un acto político. Hoy todo es puro espectáculo. De J. F. Kennedy hemos pasado
a Trump. Me consuela, como escribió Saint Beuve, que que el único medio para vivir
mucho tiempo es hacerse viejo