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LA CALLE NEFELEJCS
Manuel González Riquelme
SIN DESTINO
FICHA TÉCNICA
DIRECTOR: Lajos Koltai
GUIÓN: Imre Kertész, basado en la novela homónima de Imre Kertész.
AÑO: 2005
NACIONALIDAD: Es una coproducción húngara-alemana-inglesa.
PRODUCCIÓN: Andras Hamori.
EDITOR: Hajnal Sello H.S.E.
SONIDO: Simon Kaye AMPS. CAS.
VESTUARIO: Györgyi.
DISEÑO DE PRODUCCIÓN: Tibor Lazar.
CINEMATOGRAFÍA: Gyula Pados H.S.C.
SPECIAL EFFECTS: Fureday Csaba.
VISUAL EFFECTS: Arndt Baumueller.
MÚSICA: Ennio Morricone.
PRODUCTOR: Peter Barbalics.
PRODUCTORES EJECUTIVOS: Laszlo Vincze, Bernd Herthaller, Robert Buckler.
CO-PRODUCTORES: Lajos Sakácsi, Miriam Zachar.
PRODUCTORES ASOCIADOS: Tibor Kaskó, Endre Sik, Jonarhan Haren, Michael Reuter, Károly
Varga, András Benyó.
PRODUCTOR (UK): Ildiko Kemeny.
PRODUCTOR (ALEMANIA): Jonathan Olsberg.
REPARTO: György Köves (Marcell Nagy); Smoker (Bela Dóra); Pretty boy (Bálint Pentek); Bandi
Citrom (Áron Dimény); Rozi (Zsolt Dér); Finn (András M. Kecskés); Moskovich (Dani Szabó);
Fodor (Tibor Mertz); Lénárt (Péter Vida); Unlucky man (József Gyabronka); US Sargeant (Daniel
Craig); Annamária (Sári Herrer); Annamaria´s younger brother (Gáspár Mesés); Mother (Ildikó
Tóth); Stepmother (Judit Schell); Father (János Bán); Expert (István Göz); Protesting man (Béla
Paudits); Mr. Sütó (György Gazsó); Negotiating man (Peter Vallai); Kollmann Choy Boy (Mirkó
Andrasev); Younger Kollmann boy (Márton Brezina); Old Kollmann (Endre Harkányi); Older
Kollmann boy (Peter Fancsikai); Reporter (Andor Lukáts); Hungarian Doctor (Pál Oberfrank);
French Doctor (Tamás Dunai); SS Selection Officer (Sándor Zsótér); Uncle Vili (Miklós Benedek);
Uncle Lajos (Peter Haumann); Uncle Vili´s wife (Ildikó Kishonti); Grandfather (Vilmos Kun);
Grandmother (Márta Bakó); Stepmother´s mother (Olga Koós); Mr. Fleischman (György Barkú);
Mr. Steiner (Ádám Rajona); Mrs Fleischman (Kati Lázár); Gendarme Sargeant 1 (Áron Öze);
Gendarme Officer (László ifj. Jászai); Gendarme Sargeant 2 (Zoltán Dózsa); Kapitány (David
Szanitter); Lageraltester (Károly Nemcsák); Capo (Attila Dolmány); Armband Prisoner (Attila
Beszterczey); Pietka (Maciej Chichoki); Miklós (Gábor Máté); Rabbi (Sándor Halmágyi); Sándor
(Lászlo Méhes); Bocskor (Zsolt Kovács); Erika (Adrien Táncos).
Las luces de Budapest
Bandi Citrom solía repetir una frase: “„Algún día volveré a pisar el asfalto de la Calle Nefelejcs‟.
Bandi hablaba tanto de la calle, del número de su casa, que llegué a encariñarme con ella y a
desear volver a verla, aunque en realidad para mí no tuviera un atractivo especial; la suya era
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una calle pequeña e insignificante, cerca de la estación de ferrocarriles del este. Me hablaba
mucho de la ciudad, me recordaba las plazas, las calles y también algunos edificios típicos que
tenían algún letrero o inscripción especial. Cuando se refirió a las „Luces de Budapest‟, tuve que
corregirlo, explicándole que tales luces ya no existían, debido a que se tenían que tapar con
papeles por los ataques aéreos, y que las bombas también habían cambiado bastante el aspecto
de la capital. Me escuchó, pero no le agradaba lo que oía. Al día siguiente volvió a hablarme de
las luces de Budapest” (Imre Kertész, Sin Destino p. 145).
La Wermacht ocupó Hungría el 19 de marzo de 1944. El día anterior Horthy se había reunido con
Hitler en Klessheim. Bajo la amenaza de una acción militar unilateral, el líder nazi obligó al
regente a aceptar la ocupación alemana y a establecer un gobierno proalemán. Hitler exigía la
entrega de unos cien mil judíos “para trabajar” en Alemania. Horthy se sometió. El tren que
condujo al regente de vuelta a Budapest llevaba también otro ilustre pasajero: Edmund
Veesenmayer, delegado especial de Hitler ante el nuevo gobierno húngaro. Aquel mismo día
llegó también a la capital húngara Eichmann, seguido pronto por los miembros de su “unidad
especial de intervención Hungría” (Sondereinsatzkommando Ungarn).
El nombramiento como primer ministro de Döme Sztójay, antiguo embajador en Berlín, no
condujo a ningún cambio importante en la estructura política del gabinete. El 12 de marzo se
estableció un Consejo Judío; a esto siguió una legislación antisemita adicional que el 7 de abril
introdujo el uso de la estrella amarilla. El 7 de abril, con la entusiasta cooperación de la
gendarmería húngara, empezaron las redadas de las provincias húngaras. Al cabo de un mes,
en mayo, surgieron guetos o campos de cientos de miles de judíos en Carpato-Rutenia y
Transilvania y, más tarde, en el sur del país. El Consejo judío estaba bien informado. El 7 de abril
dos judíos eslovacos, Rudolf Vrba (Walter Rosenberg) y Alfred Wetzler, huyeron de Auschwitz y
el 21 llegaron a Eslovaquia. Al cabo de unos días habían redactado un informe detallado sobre el
proceso de exterminio en dicho campo de la Alta Silesia y lo entregaron al “Grupo de Trabajo” en
Bratislava. Esos “Protocolos de Auschwitz” llegaron a Suiza y a la prensa suiza y americana. Hoy
en día, afirma Saul Friedländer, sigue sin saberse a ciencia cierta cuánto tardó el informe en
llegar al Consejo Judío de Budapest. El propios Vrba expresaba la opinión de que el “Grupo de
Trabajo” no actuó con suficiente rapidez y que, una vez recibido el informe, el consejo se guardó
la información para sí.
El 14 de mayo empezaron las deportaciones a gran escala desde la provincias húngaras a
Auschwitz, al ritmo de doce mil a catorce mil deportados al día. Los trenes húngaros corrían
hacia la frontera eslovaca; allí los deportados eran transferidos en trenes alemanes que los
llevaban a Auschwitz. Los crematorios de Birkenau no daban abasto con aquel ritmo de gaseo, y
hubo que hacer fosas de cremación a campo abierto. Según el testimonio del oficial de las SS
Perry Broad en el juicio de Auschwitz en Frankfurt: “Los cuatro crematorios trabajaban a pleno
rendimiento. Sin embargo, pronto los hornos acabaron carbonizados como resultado de su uso
constante, y sólo humeaba ya el crematorio III. (…) Los comandos especiales se habían
incrementado y trabajaban febrilmente para vaciar las cámaras de gas. Volvió a usarse la „granja
blanca‟… Le dieron el nombre de „búnker 5‟. (…) Apenas habían sacado el último cuerpo de la
cámara de gas y lo habían arrastrado por el patio hacia el crematorio, que estaba cubierto de
cadáveres, hacia el pozo de cremación, cuando ya se estaba desnudando la siguiente remesa
en el vestíbulo, dispuestos para el gaseo”. El resumen y la traducción de la declaración de Broad
se encuentran en J. Noakes y G. Pridham (eds.), Nazism, 1919-1945: A Documentary Reader,
vol. 2: Foreign Policy, War and Racial Extermination, Exeter, Reino Unido, 1998, p. 592.
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Paul Steinberg, joven judío deportado de Francia, describía la situación desde su perspectiva, la
de un interno de Buna: “Llegan los húngaros, vagones enteros llenos de húngaros, dos o tres al
día. (…) Casi todos los transportes acaban en la cámara de gas: hombres, mujeres y niños. Los
campos de trabajo están repletos hasta reventar; no sabrían qué hacer con más trabajadores.
(…) Los crematorios funcionan a toda máquina todo el día. Nos enteramos de que en Birkenau
han quemado 3000, luego 3500, y la última semana hasta 4000 cuerpos al día. Habían doblado
el nuevo sonderkommando para mantener todo funcionando sin parar en las cámaras de gas y
los hornos día y noche. Desde las chimeneas, las llamas surgen diez metros por el aire, visibles
por la noche en kilómetros a la redonda, y el hedor opresivo de la carne quemada se huele hasta
en Buna” (Paul Steinberg, Speak You Also: A survivor´s Reckoning, Nueva York, 2000, pp. 97-
98).
El mismo Höss, comandante de Auschwitz describía la cremación en las fosas abiertas: “Hay
que atizar los fuegos de las fosas, extraer la grasa que rebosa y dar la vuelta constantemente a
la montaña de cadáveres para que la corriente haga prender las llamas”, Rudolf Höss,
Kommandant in Auschwitz: Autobiographische Aufzeichnungen, Martin Broszat (ed.), Stuttgart,
1958, p. 152.
Poco después la presión dentro del país fue tan fuerte que se llegó a detener las deportaciones.
Que el regente, al menos en este asunto, desease sacar a Hungría de las garras de Hitler es un
hecho que se deriva de la conversación que tuvo lugar el 7 de junio –después de que los aliados
desembarcaran en Normandía- entre el primer ministro Sztójav y el líder nazi Klessheim. El
Führer declaraba que “aunque Horthy intentase hacer caricias a los judíos, éstos le odiaban
igualmente, como se podía comprobar a diario en la prensa mundial”. La conclusión era obvia:
los alemanes no limitaban la soberanía de Hungría, sino que más bien defendían a Hungría de
los judíos y los agentes de los judíos.
A finales de junio, la intervención internacional reforzó la oposición interna húngara a continuar
las deportaciones: el rey de Suecia, el Papa, el presidente americano… todos intervinieron ante
el regente. El 2 de julio un intenso bombardeo americano sobre Budapest subrayó el mensaje de
Roosevelt (Véase la vacilación de Horthy durante estas semanas en Randolph L. Braham, The
Politics of Genocide: The Holocaust in Hungary, 2 vols., Nueva York, 1981, vol. 2, pp. 743 y ss.).
Horthy vaciló. Finalmente, el 8 de julio se interrumpieron oficialmente las deportaciones. Sin
embargo, Eichmann consiguió llevarse del país dos transportes más a Auschwitz, el primero
desde el campo de Kistarcsa el 19 de julio y el segundo de Starvar el 24 de julio (sobre el
intercambio de documentos de estas últimas deportaciones en Jenö Lévay, Eichmann in
Hungary: Documents, Budapest, 1961, pp. 128 y ss.). El 9 de julio, cuando se detuvieron las
deportaciones de las provincias húngaras, 438.000 judíos habían sido enviados a Asuchwitz y
394.000 fueron exterminados de inmediato. De los seleccionados para el trabajo, muy pocos
seguían vivos al final de la guerra (Randolph L. Braham, “Hungarian Jews”, en Yisrael Gutman y
Michael Berenbaum (eds.), Anatomy of the Auschwitz Death Camp, Bloomington, 1994, p. 466).
En Budapest unos 250.000 judíos esperaban todavía su turno.
El 15 de octubre Horthy anunció la retirada de su país de la guerra. El mismo día, los alemanes
tomaron el control de Budapest, arrestaron al regente y a su hijo y nombraron un gobierno de la
Cruz Flechada (Niylas) encabezado por Szalasi y respaldado por la mayoría del ejército húngaro.
El 18 de octubre Eichmann volvió a Budapest.
A lo largo de los días y las semanas siguientes, los alemanes enviaron unos cincuenta mil judíos
en una marcha a pie desde la capital húngara hasta la frontera austríaca, bajo la escolta primero
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de la gendarmería húngara y luego de guardias alemanes. El objetivo era conducir a esos judíos
hasta la proximidad de Viena, donde construirían fortificaciones para defender la capital
austríaca. Miles de caminantes perecieron de agotamiento y malos tratos o fueron muertos a
tiros por los guardias.
Otros 35.000 judíos fueron organizados en batallones de trabajo para construir fortificaciones en
torno a Budapest. Se convirtieron en objetivo prioritario para los matones Niylas. Cuando se
vieron obligados a retirarse a la ciudad con las unidades del ejército que huían, los miembros de
los batallones de trabajo judíos fueron asesinados en los puentes o a orillas del Danubio y
arrojados al río. La carnicería alcanzó tales proporciones que “hubo que llamar a unidades
especiales de la policía para proteger a los judíos de los furiosos Niylas” (Braham, The Politics of
Genocide, p. 184).
Los judíos que quedaban en la ciudad vivían en su mayor parte en dos guetos. A finales de
noviembre, según Veesenmayer, una minoría vivía en el llamado gueto internacional o gueto
especial, bajo protección de varios países extranjeros, sobre todo, Suecia y Suiza. Los demás, la
inmensa mayoría, estaban apiñados en el gueto normal. Unos pocos centenares de judíos tenían
inmunidad garantizada por la propia Cruz Flechada. Según Friedländer, la valoración de
Veesenmayer no era demasiado acertada. A finales de noviembre sólo vivían 32.000 judíos en el
“gueto normal”, mientras que decenas de miles, la mayoría protegidos por documentos falsos,
permanecían en el gueto internacional. La Cruz Flechada asaltaba regularmente ambos guetos,
y una vez descubrió los documentos falsos, empezaron las deportaciones masivas desde el
gueto internacional al ordinario. Pronto quedaron recluidos en unos 4.500 apartamentos unos
60.000 judíos, a veces hasta catorce en una habitación (Ungváry, The Siege of Budapest: One
Hundred Days in World War II, New Haven, 2005, p. 298-299). En Enero, la mayoría de los
habitantes del gueto internacional habían sido enviados al “gueto normal”, donde las muertes
diarias eran diez veces superiores a la tasa de antes de la ocupación.
Friedländer afirma que había en circulación unos 150.000 documentos de protección, 50.000
auténticos y el resto falsos. La Cruz Flechada reconoció 38.000 de esos documentos, bajo la
presión de los gobiernos extranjeros. Un grupo de diplomáticos extranjeros y delegados de
organizaciones humanitarias ayudaron a los judíos de Budapest en los gueto, en “casas
protegidas, o cuando estaban en camino de Budapest a Viena. El diplomático suizo Carl Lutz y el
delegado de la ICRC Friedrich Born, también suizo; el italiano Giorgio Perlasca, haciéndose
pasar por “encargado de negocios español”, el portugués Carlos Branquinho y, por supuesto, el
sueco Raoul Wallenberg.
Los Niylas fueron implacables hasta el final. Cuando las tropas soviéticas luchaban en la ciudad,
los asesinatos prosiguieron. Un teniente húngaro describía unos acontecimientos que
probablemente tuvieron lugar a mediados de enero de 1945: “Me asomé a la esquina de la Sala
de Conciertos Vigadó y vi a las víctimas de pie en las vías de la línea del tranvías número 2, en
una fila muy larga, completamente resignados a su destino. Los que estaban cerca del Danubio
ya iban desnudos; los otros iban andando lentamente y se iban desnudando. Todo ocurría en un
silencio absoluto, sólo roto por el ocasional sonido de un disparo o una ráfaga de metralleta. Por
la tarde, cuando no quedaba ya nadie, volvimos a mirar. Los muertos yacían sobre su propia
sangre sobre el hielo o flotando en el Danubio. Entre ellos había mujeres, niños, judíos, gentiles,
soldados y oficiales” (citado por Ungváry, The Siege of Budapest, p. 302).
La última palabra quedó para Ferenc Orsós, profesor de medicina húngaro que había
pertenecido a la comisión internacional que investigó la masacre de Katyn: “Arrojad a los judíos
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muertos al Danubio, no queremos otros Katyn” (citado por Ungváry, The Siege of Budapest,
ibíd.).En febrero de 1945 el ejército soviético ocupó todo Budapest. La primera fase del colapso
alemán había y terminado en algún momento a principios de 1945.
Homo Sacer
El Estado nazi convirtió a los judíos enHomo Sacer, esto es, el hombre execrable, despreciable,
aquel cuya vida no merecer ser vivida. Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, “La
policía secreta”, escribe: “En los países totalitarios todos los lugares de detención dirigidos por la
Policía quedan convertidos en verdaderos pozos del olvido en los que las personas caen por
accidente y sin dejar tras de sí los rastros ordinarios de su antigua existencia, como un cuerpo y
una tumba. En comparación con esta novísima invención para hacer desaparecer a la gente, el
anticuado medio del asesinato, político o común, resultaba desde luego ineficaz. El asesinato
deja tras de sí un cuerpo y aunque trate de borrar los rastros de su propia identidad, no tiene
poder para borrar la identidad de la víctima del recuerdo del mundo del superviviente. La
operación de la Policía Secreta, por el contrario, se encarga milagrosamente de que la víctima
nunca haya existido”.Desde el momento en que György Köves desciende del autobús deja de
existir. Los campos de concentración y de exterminio de los regímenes totalitarios sirven como
laboratorios en los que se pone a prueba la creencia fundamental del totalitarismo de que todo
es posible. De nuevo Hannah Arendt, citada más arriba, afirma que: “Los campos son
concebidos no sólo para exterminar a las personas y degradar a los seres humanos, sino
también de servir a los fantásticos experimentos de eliminar, bajo condiciones científicamente
controladas, a la misma espontaneidad como expresión del comportamiento humano y de
transformar la personalidad humana en una simple cosa, algo que ni siquiera son los animales
(…). Sólo en los campos de concentración es posible semejante experimento, y por eso no son
sólo „La societé la plus totalitaire encore réalisée‟ (David Rousset), sino el ideal social de la
dominación total en general. (…) El experimento de dominación total de los campos depende del
aislamiento respecto del mundo de todos los demás, del mundo de los vivos en general, incluso
del mundo exterior de un país bajo la dominación totalitaria. Este aislamiento explica la irrealidad
peculiar y la falta de credibilidad que caracteriza a todos los relatos sobre los campos de
concentración y que constituye una de las principales dificultades para la verdadera comprensión
de la dominación totalitaria que permanece o desaparece al mismo tiempo que la existencia de
estos campos de concentración y de exterminio”. La Shoá se convierte así en un acontecimiento
sin testigos. Esto transforma a los hombres en palabras de David J. Dallin The Darks Side of the
Moon “animales que no se quejan”. Cualquiera que hable o escriba de los campos de
concentración es considerado un sospechoso y si quien habla ha regresado decididamente al
mundo de los vivos, él mismo se siente asaltado por dudas con respecto a su verdadera
sinceridad, como si hubiese confundido una pesadilla con la realidad.Esta duda de las personas
respecto de sí mismas y respecto de la realidad de su propia experiencia revela lo que los nazis
siempre habían sabido: “que los hombres resueltos a cometer crímenes hallarán oportuno
organizarlos en la escala más vasta e improbable. No sólo porque ello torna inadecuados y
absurdos todos los castigos proporcionados por el sistema legal, sino porque la misma
inmensidad de los crímenes garantiza que los asesinos, que proclaman su inocencia con toda
clase de mentiras, serán más fácilmente creídos que sus víctimas, quienes dicen la verdad. Hitler
hizo publicar millones de ejemplares de su libro, en el que declaraba que para tener éxito una
mentira tiene que ser enorme –lo que no impidió que la gente le creyera, como de manera
similar, la afirmación de los nazis, repetida ad nauseam, de que los judíos serían exterminados
como piojos (es decir, con gases venenosos), no impidió a nadie no creerles” (Hannah Arendt,
Los orígenes del totalitarismo, pp. 654-655). Cuando György Köves regresa a Budapest, se
detienen en una estación checa, allí un hombre “me preguntó –y me entraron ganas de sonreír-
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si había estado en las cámaras de gas. Le dije: „Entonces no estaría aquí, hablando con usted‟.
„Por supuesto”, me respondió, pero insistía en querer saber si las cámaras de gas existían de
verdad. Le contesté que claro que existían, como otras muchas cosas, pero que todo dependía
del tipo de campo. En Auschwitz sí las había, le expliqué, pero yo veníade Buchenwald. „¿De
dónde?‟, me preguntó, y tuve que repetirle: „De Buchenwald‟. „Así que de Buchenwald‟, me miró
y yo asentí con la cabeza: „Sí‟. Él dijo entonces: „Vamos a ver –y puso cara de entendido-, así
que usted oyó hablar de las cámaras de gas‟. No sé por qué pero me emocionó que me llamara
de usted, de esta manera tan seria y parsimoniosa. Yo volví a asentir. „Sin embargo, -prosiguió
con la expresión de alguien que pretende poner orden en el desorden y arrojar luz en la
oscuridad-, no las vio con sus propios ojos‟. Tuve que reconocer que no. „Ya entiendo‟, dijo, y se
fue, con un pequeño gesto de cabeza como de despedida, caminando con la espalda muy recta;
de alguna manera parecía contento” (Imre Kertész, Sin destino, p. 241).
“Si Dios ha muerto, todo está permitido”, es Raskolnikov en Crimen y Castigo. Si todo está
permitido, todo es posible. Nietzsche anuncia la muerte de Dios en La gaya ciencia, en el
fragmento 125 titulado El insensato. Dios ha sido suprimido como lugar. La consecuencia más
inmediata es que Dios es irremplazable. El lugar de Dios no existe. No es sustituible por la
humanidad o la futura ciudad socialista sin clases. De igual modo, tampoco es sustituible por los
valores laicos de razón, progreso, civilización, la ciencia, el bienestar general, la moral
humanitaria, el utilitarismo. Si Dios ha sido suprimido como lugar estamos condenados al
nihilismo. La pregunta que plantea Hannah Arendt es “¿Qué significado tiene el concepto de
asesinato cuando nos enfrentamos con la producción en masa de cadáveres? Tratamos de
comprender el comportamiento psicológico de los internados en los campos de concentración y
de los hombres de las SS, cuando lo que debe comprenderse es que el verdadero espíritu puede
ser destruido sin llegar si quiera a la destrucción física del hombre; y que, desde luego, el
espíritu, el carácter y la individualidad, bajo determinadas circunstancias, sólo parecen
expresarse por la rapidez o la lentitud con la que se desintegran. En cualquier caso, el resultado
final es el hombre inanimado. György Köves es trasladado de Zietz a Buchenwald en un estado
lamentable: “Cuando finalmente sentí que no estaba tendido sobre el suelo del vagón sino
encima de unos guijarros, en medio de unos charcos helados –no sabía ni cuándo ni cómo había
llegado hasta allí-, la verdad es que ya no significaba mucho para mí haber tenido la suerte de
llegar hasta Buchenwald, y hasta se me había olvidado que era el lugar al que tanto había
deseado regresar. No sabía donde estaba, si todavía en la estación o ya dentro en el campo, no
reconocía los alrededores, no veía los caminos, ni las casas, ni la estatua que recordaba
perfectamente. De todas maneras, parecía que había estado acostado allí, tranquilamente y en
paz, sin curiosidad, con paciencia, allí donde me habían dejado. No sentía frío ni dolor, ni
tampoco sentía –más bien me daba cuenta por deducciones mentales- que mi cara estuviera
salpicada por algo parecido al agua y la nieve. (…) A mi lado había un objeto contundente, un
zapato de madera, y al otro lado se veía una gorra de diablo parecida a la mía, con dos ángulos
en los extremos: la nariz y la barbilla, y en el medio un hueco: la cara. Más allá había más
cabezas, cosas, cuerpos, claro, los restos de la carga recién llegada, los desechos, para utilizar
una palabra más exacta, que de momento me habían depositado allí. Pasó un tiempo –no sé si
fue una hora, un día, un año- y por fin se oyeron voces, ruidos, señales de que algo estaba
pasando. La cabeza que estaba a mi lado se movió y vi unos brazos con uniforme de preso que
me agarraban el cuerpo para arrojarlo sobre una carretilla, o algo así, encima de otros cuerpos
que yacían allí acumulados. Al mismo tiempo, llegaban a mis oídos unos retazos de palabras, y
en aquel susurrar apenas audible reconocí una voz antaño más potente que balbuceaba: „Pro…
tes… to…‟ Su cuerpo se detuvo un momento, suspendido en el aire, antes de seguir su vuelo, y
yo escuché otra voz, probablemente la de aquel que lo sujetaba por el hombro. Era una voz
agradable, masculina, que pronunciaba una frase con el típico acento chapurreado del alemán
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del campo, una voz que reflejaba sorpresa o asombro, más que crítica: „Was? Du willst noch
leben?‟ [¿Qué, aún quieres vivir?], preguntaba, y yo mismo no podía más que estar de acuerdo
en que la protesta no era la respuesta adecuada para aquel momento. Por mi parte, decidí ser
más sensato. Pero ya se estaban inclinando sobre mí, y me vi obligado a parpadear, puesto que
una manos se movía delante de mis ojos, hasta que me encontré encima de la carretilla repleta
que ya estaban empujando hacia algún lugar, no me apetecía preguntar cuál” (Imre Kertész, Sin
Destino pp. 189-190).
El asesino que mata a un hombre –a un hombre que, en cualquier caso, tiene que morir-, todavía
se mueve dentro de un terreno que nos es familiar, el de la vida y la muerte; el asesino deja un
cadáver tras de sí y no pretende que su víctima no haya existido nunca; si borra todos los rastros
son los de su propia identidad, y no los del recuerdo y del dolor de las personas que amaban la
víctima; destruye una vida pero no destruye el hecho de la misma existencia. Los nazis, en
cambio, con las precisión que les caracterizaban, acostumbraban a registrar sus operaciones en
los campos de concentración con la rúbrica “bajo cubierta de la noche” (Nacht und Nebel). Para
Hannah Arendt, el auténtico horror de los campos de concentración y exterminio radica en el
hecho de que los internados, aunque consigan mantenerse vivos, se hallan más efectivamente
aislados del mundo de los vivos que si hubieran muerto, porque el terror impone el olvido. “Aquí
el homicidio es tan impersonal como el aplastamiento de un mosquito. Cualquiera puede morir
como resultado de la tortura sistemática o de inanición o porque el campo esté repleto y sea
preciso liquidar el material humano superfluo. De la misma manera puede resultar que, por
escasez de nuevos envíos humanos, surja el peligro del despoblamiento de los campos y se dé
la orden de reducir a cualquier precio el índice de mortalidad” (Los orígenes del totalitarismo, p.
659). Esto sucedió en Alemania a finales de 1942, tras lo cual Himmler advirtió a todos los
comandantes de campo que “redujeran a cualquier precio el índice de mortalidad”. Porque había
resultado que, de los 136.000 recién enviados a los campos, 70.000 habían muerto ya al llegar a
los campos o perecieron inmediatamente después (citado por Hannah Arendt en Nazy
Conspiracy, IV, anexo II).
Los campos de concentración
No existe paralelo para la vida en los campos de concentración. El trabajo forzado en las
prisiones y en las colonias penitenciarias, la deportación y la esclavitud parecen, por un
momento, ofrecer comparaciones válidas, pero en un examen más atento se advierte que no
llevan a ninguna parte. Afirma Hannah Arendt: “El trabajo forzado como castigo se halla limitado
en el tiempo y en la intensidad; no es absolutamente torturado ni es absolutamente dominado. La
deportación expulsa al deportado sólo de una parte del mundo a otra parte del mundo también
habitada por seres humanos; no le excluye por completo del mundo humano. A través de la
historia, la esclavitud ha sido una institución dentro de un orden social, los esclavos no eran,
como son los internados en los campos de concentración, apartados de la vista y, por ello, de la
protección de sus semejantes. Como instrumentos de trabajo tenían un precio definido y como
propiedad un valor definido. El internado de un campo de concentración no tiene precio, porque
siempre puede ser sustituido; nadie sabe a quién pertenece, porque nunca es visto” (Los
orígenes del totalitarismo pp. 660-661).
El campo de concentración no fue concebido en beneficio de cualquier rendimiento laboral: la
única función económica permanente del campo ha sido la financiación de su aparato supervisor.
Eugin Kogon en The Theory and Practice of Hell, 1956, p. 58, afirma que: “Una gran parte del
trabajo realizado en los campos de concentración carecía de utilidad, o bien era superfluo, o
había sido tan mal proyectado que tenía que ser realizado dos o tres veces”. También Bettelheim
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en “On Dachau and Buchenwald”, pp. 831-832: “Especialmente los nuevos internados eran
obligados a realizar tareas carentes de sentido… Se sentían envilecidos… y preferían trabajar
aún más duramente para producir algo útil…”. La inverosimilitud de los horrores está
estrechamente ligada a su inutilidad económica. Según Hannah Arendt, los nazis condujeron
esta inutilidad hasta el grado de franca antiutilidad cuando en plena guerra, a pesar de la
escasez de materiales de construcción y de material rodante, establecieron enormes y costosas
fábricas de exterminio y transportaron a millones de personas de un lado a otro. Aparte de los
millones de personas a quienes los nazis trasladaron a los campos de exterminio, ensayaron
constantemente nuevos planes de colonización, transportaron alemanes de Alemania o de los
territorios ocupados hacia el Este, con el propósito de colonización. A los ojos de un mundo
estrictamente utilitario, la contradicción obvia entre estos actos y la conveniencia militar
proporcionaba a la empresa un aire de enloquecida irrealidad.
Hannah Arendt divide los campos en tres tipos: Hades, Purgatorio e Infierno. Al Hades
corresponden las formas suaves destinadas a refugiados, apátridas, asociales y parados; así, los
campos de personas desplazadas, sobrevivieron a la guerra; el Purgatorio queda representado
por los campos de la Unión Soviética, donde la desatención queda combinada con un caótico
trabajo forzado; el Infierno en el sentido más literal, fue encarnado por aquellos tipos de campos
perfeccionados por los nazis cuyo único objetivo es proporcionar el mayor tormento posible. Los
tres campos tienen algo en común: las masas humanas son tratadas como si ya no existieran,
como si ya estuvieran muertas. “No son tanto las alambradas de Auschwitz como la irrealidad
expertamente manufacturada de aquellos a quienes cercan lo que provoca enormes crueldades
y, en definitiva, hace parecer el exterminio una medida perfectamente normal. Todo lo que se ha
hecho en los campos es conocido del mundo de las fantasías perversas y malignas. Lo difícil de
comprender es que, como tales fantasías, estos horribles crímenes se desarrollen en un mundo
fantasmal que, sin embargo, se ha materializado, por así decirlo, en un mundo que está
completo y que posee todos los datos sensibles de la realidad, pero que carece de esta
estructura de consecuencia y de responsabilidad sin la cual la realidad sigue siendo para
nosotros una masa de datos incomprensibles. El resultado es que se ha establecido un lugar
donde los hombres pueden ser torturados y asesinados y, sin embargo, ni los atormentados, y
menos aun los que se hallan fuera, pueden ser conscientes de que lo que está sucediendo es
algo más que un cruel juego o un sueño absurdo” (Los orígenes del totalitarismo, pp. 660-663).
Todo esto pudo suceder porque los Derechos Humanos habían perdido toda validez en su forma
tradicional. El primer paso esencial en el camino total es matar en el hombre a la persona
jurídica. Ello se logra, por un lado, colocando a las categorías de personas fuera de la protección
de la ley y obligando al mismo tiempo al mundo no totalitario, a través de la desnacionalización,
al reconocimiento de la ilegalidad; ello se logra, por otro lado, situando al campo de
concentración fuera del sistema penal normal y seleccionando a sus internados fuera del
procedimiento judicial normal en el que a un delito definido corresponde una pena previsible.
Bajo circunstancia alguna debe convertirse el campo de concentración en un castigo culpable
para delitos definidos. A la amalgama de políticos y de delincuentes con que comenzaron los
campos de concentración en Rusia y Alemania se añadió un tercer elemento: personas cuyos
actos no guardaban relación con su detención: en Alemania a partir de 1938, este tercer
elementos estaba representado por masas de judíos. Este principio alcanzó su más plena
realización en las cámaras de gas que no podían ser concebidas para personas individuales sino
sólo para personas en general. En este contexto, el dialogo siguiente resume la situación del
individuo: “¿Puedo preguntar con qué objeto existen las cámaras de gas?” “¿Para qué has
nacido?” (David Rousset, L´univers concentrationaire, Paris, 1947).
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Según Hannah Arendt: “Las categorías en que se divide a los internados a su llegada, carentes
de significado en sí mismas, aunque útiles para la organización, muestran un acusado contraste
con el azar por el que éstos son seleccionados. En los campos alemanes había delincuentes,
políticos, elementos asociales, transgresores religiosos y judíos, distinguidos mediante una
insignia. Esta técnica resultó especialmente valiosa, porque nadie podía saber si su propia
categoría era mejor o peor que la de otro. En Alemania, los judíos eran la categoría más baja. La
parte más horrible y grotesca de todo esto estribaba en que los internados se identificaban con
estas categorías, como si representasen un último y auténtico vestigio de su persona jurídica.
Incluso, no es extraño que un comunista de 1933 saliera de los campos más comunista de lo que
había entrado; y un judío más judío” (Los orígenes del totalitarismo p. 668). Imre Kertész escribe:
“Había una hora especial del día entre el regreso de la fábrica y el recuento vespertino, una hora
muy agitada y despreocupada, que siempre esperaba con ansiedad: la hora de la cena. Un día,
a esa hora, yo estaba tratando de abrirme paso entre la gente que iba y venía, compraba y
vendía, hablaba y escuchaba, cuando de repente tropecé con alguien que me miró sorprendido;
su cara, su nariz, sus ojos me resultaban familiares: „¡Vaya!‟, exclamamos ambos a la vez,
puesto que él también me había reconocido. Era el hombre de la „mala suerte‟. Pareció muy
contento al verme, y me preguntó dónde dormía. Le contesté que en el bloque cinco. „Qué
lástima‟, dijo, porque él dormía en el otro bloque. Se quejó de „no ver nunca a los conocidos‟ y
cuando le dije que yo tampoco los veía, no sé por qué pero se puso muy triste. „Nos hemos
perdido, nos hemos perdido todos‟, observó. No supe muy bien qué significado darle a sus
palabras y a sus gestos. Luego, su rostro se iluminó de repente, y me preguntó: „¿Sabes qué
significa la letra „U‟?‟, me dijo señalándose esa letra en su pecho. Le respondí que claro que
sabía que quería decir Ungarn, húngaro. „¡Qué va! –me respondió, es Unschuldig [inocente]‟, y
se rió, asintiendo con la cabeza, pensativo, disfrutando de su chiste, no sé por qué. Observé la
misma expresión en el rostro de los que contaban el mismo chiste, lo que ocurría con bastante
frecuencia, sobre todo al principio. Parecía que en aquella palabra había encontrado un
sentimiento alentador”. (Sin Destino, p. 146).
El propósito de un sistema arbitrario es destruir los derechos civiles de toda la población. La
destrucción de los derechos del hombre, la muerte del hombre de la persona jurídica, es un
prerrequisito para dominarle enteramente. El asentimiento libre resulta tan obstaculizador para la
dominación total como la libre oposición. La detención arbitraria de personas inocentes destruye
la validez del asentimiento libre, como la tortura –a diferencia de la muerte- destruye la
posibilidad de oposición. El siguiente paso en la preparación de los cadáveres vivientes es el
asesinato de la persona moral en el hombre. Los campos y el asesinato de los adversarios
políticos son sólo parte de un olvido organizado que no sólo alcanza a los portadores de la
opinión pública, escrita u oral, sino que se extiende a la familia y a los amigos de la víctima.
Están prohibidos el dolor y el recuerdo. Hannah Arendt afirma que: “Los campos de
concentración tornaron en sí misma anónima la muerte (haciendo imposible determinar si un
prisionero está muerto o vivo), privaron a la muerte de su significado final de vida realizada. En
cierto sentido, arrebataron al individuo su propia muerte, demostrando por ello que nada le
pertenecía y que él no pertenecía a nadie. Su muerte simplemente pone un sello sobre el hecho
de que en realidad nunca había existido. (…) El terror totalitario obtuvo su más terrible triunfo
cuando logró apartar a la persona moral del escape individualista y hacer que las decisiones de
la conciencia fueran absolutamente discutibles y equívocas. Cuando un hombre se enfrenta con
la alternativa de traicionar y matar a sus amigos o de enviar a la muerte a su mujer y a sus hijos;
cuando incluso el suicidio significaría la muerte inmediata de su propia familia, ¿cómo puede
decidir? La alternativa ya no se plantea entre el bien y el mal, sino entre el homicidio y el
homicidio” (Los orígenes del totalitarismo p. 671).
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La complicidad de los crímenes se extiende a las víctimas y así se torna total. Las SS implicaron
en sus crímenes a los internados en los campos de concentración –delincuentes, políticos y
judíos- obligándoles a comportarse como asesinos. El Libro de Rousset L´univers
concentrationaire consiste en discusiones de los presos enfrentados a este dilema. El hecho no
es sólo que el odio fuera desviado de quienes eran culpables (los Kapos eran más odiados que
los hombres de las SS), sino que se hallara constantemente enturbiada la línea divisoria entre el
perseguidor y el perseguido, entre el asesino y su víctima. Bettelheim en “On Dachau and
Buchenwald” describe el proceso por el que los guardias, tanto como los internados, se tornaban
“condicionados” a la vida del campo y temían regresar al mundo exterior. Por eso, Rousset tiene
razón cuando insiste que la verdad es que “la víctima y el ejecutor son igualmente innobles; la
lección de los campos es la hermandad de la abyección”.
Una vez que ha sido muerta la persona moral, lo único que todavía impide a los hombres
convertirse en cadáveres vivientes es la diferenciación del individuo, su identidad única. Bajo la
dominación totalitaria, muchos hombres se refugian en el absoluto aislamiento de una
personalidad sin derechos o sin conciencia. No hay duda de que esta parte de la persona
humana es la más difícil de destruir (y cuando resulta destruida es la más fácil de reparar).
Bettelheim describe como “la preocupación principal de los recién llegados parecía ser la de
permanecer intactos como personalidad” mientras que el problema de los internados veteranos
era “cómo vivir lo mejor posible dentro del campo”.
La muerte de la individualidad del hombre, de su singularidad conformada en partes iguales por
la naturaleza, la voluntad y el destino crea un horror que eclipsa el ultraje a la persona jurídico-
política y la desaparición de la persona moral. Este horror, afirma Hannah Arendt, es el que da
paso a las generalizaciones nihilistas que mantienen que todos los hombres son como bestias.
“En realidad, la experiencia de los campos de concentración muestra que los seres humanos
pueden ser transformados en especímenes del animal humano y que la “naturaleza” del hombre
es solamente “humana” en tanto que abre al hombre la posibilidad de convertirse en algo
altamente innatural, es decir, en un hombre. Tras el asesinato de la persona moral y el
aniquilamiento de la persona jurídica, la destrucción de la individualidad casi siempre tiene éxito:
Concebiblemente, deben encontrarse algunas leyes de la psicología de masas para explicar por
qué millones de seres humanos se dejaron llevar sin resistencia a las cámaras de gas, aunque
estas leyes sólo explicarían la destrucción de la individualidad. Es más significativo que los
condenados individualmente a la muerte rara vez intentaran llevarse consigo a alguno de sus
ejecutores y que apenas hubiera rebeliones graves y que, incluso en el momento de la
liberación, se registraran pocas matanzas espontáneas de hombres de las SS, porque destruir la
individualidad es destruir la espontaneidad, el poder del hombre de comenzar algo nuevo, algo
que no puede ser explicado sobre las bases de reacciones al medio ambiente y a los
acontecimientos” (Los orígenes del totalitarismo p. 675). David Rousset en L´univers
concentrationaire, p. 535,afirma: “El triunfo de las SS exige que la víctima torturada se deje llevar
hasta la rampa sin protestar, que renuncie a sí misma y se abandone hasta el punto de dejar de
afirmar su identidad. Y ello no por nada. Los hombres de las SS no desean su derrota
gratuitamente, por obra del puro sadismo. Saben que el sistema que logra destruir a su víctima
antes de que suba al patíbulo… es incomparablemente, el mejor para mantener esclavizado,
sometido a todo un pueblo. Nada hay más terrible que estas procesiones de seres humanos
caminando como muñecos hacia la muerte. El hombre que ve esto se dice a sí mismo: „cuán
grande es el poder que debe ocultarse en las manos de sus amos para que éstos se hayan
sometido de esta manera‟ y se aparta lleno de amargura pero derrotado”.
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La inutilidad de los campos, su antiutilidad cínicamente reconocida es solo aparente. En realidad,
son más esenciales para la preservación del poder que cualquiera de sus instituciones. Sin los
campos de concentración, un Estado totalitario no puede ni inspirar fanatismo a unidades
selectas ni mantener a todo un pueblo en la completa apatía. El dominante y los dominados
retornarían a la ensoñación burguesa; tras los primeros “excesos” sucumbirían a la vida cotidiana
con sus leyes humanas. Para Hannah Arendt: “la falacia trágica de todas estas profecías,
originadas en un mundo que todavía era seguro, consistió en suponer que existía algo semejante
a una naturaleza humana establecida para siempre en identificar a esta naturaleza con la
Historia y en declarar así que la idea de dominación total era no sólo inhumana, sino también
irrealista. Mientras tanto, hemos aprendido que el poder del hombre es tan grande que realmente
puede ser lo que quiera ser”. (Los orígenes del totalitarismo p. 677). Los campos de
concentración son laboratorios donde se ensayan los cambios en la naturaleza humana. Lo que
está en juego es la naturaleza humana como tal. Finalmente, es de nuevo Hannah Arendt quién
advierte de que: “Es inherente a toda nuestra tradición filosófica el que no podamos concebir un
„mal radical‟ y ello es cierto tanto para la teología cristiana, que concibió incluso para el mismo
Demonio un origen celestial, como para Kant, el único filósofo que, el termino que acuñó para
este fin, debió haber sospechado al menos la existencia de este mal, aunque inmediatamente lo
racionalizó en el concepto de „mala voluntad pervertida‟ que podía ser explicada por motivos
comprensibles. Por eso, no tenemos nada en qué basarnos para comprender un fenómeno que
destruye todas las normas que conocemos. Hay sólo algo que parece discernible: podemos decir
que el mal radical ha emergido en relación con un sistema en el que todos los hombres se han
tornado igualmente superfluos. (…) Las soluciones totalitarias pueden muy bien sobrevivir a la
caída de los regímenes totalitarios bajo la forma de fuertes tentaciones, que surgirán allí donde
parezca imposible aliviar la miseria política, social o económica en una forma valiosa para el
hombre” (Los orígenes del totalitarismo p. 681).
Conclusión
Buchenwald fue uno de los campos de concentración más grande de Alemania, ubicado a 8 Km
al norte de la ciudad de Weimar. Comenzó a funcionar el 16 de julio de 1937 y fue liberado el 11
de abril de 1945. De los 238.980 prisioneros de 30 países que pasaron por él, 43.045 fueron
asesinados, incluidos los “prisioneros de guerra judíos”. En 1943, los alemanes terminaron la
construcción de fábricas de armamento en el lugar. Esto acarreó un incremento de población:
para fines de 1944 había 63.048 prisioneros, y 86.232 en febrero de 1945. El 18 de enero de
1945 los alemanes empezaron evacuar Auschwitz y otros campos de la Europa oriental. Esto
provocó el traslado de miles de prisioneros judíos a Buchenwald, entre ellos, centenares de
niños para los cuales montaron barracas especiales en el campo de tiendas, denominadas
“Bloque de niños 66”; la mayoría de ellos sobrevivió. En 1943 se organizó en el campo un
movimiento de resistencia denominado Comité Clandestino Internacional en el que también
participaban judíos, el movimiento logró sabotear parte del trabajo que se realizaba en la fábrica
de armamentos e introducir de contrabando al campo armas y municiones.
Los alemanes comenzaron a evacuar a los prisioneros judíos el 6 de abril de 1945. Al día
siguiente fueron evacuados otros miles de prisioneros. Alrededor de 25.000 murieron durante la
evacuación. En los últimos días de Buchenwald, los miembros de la resistencia lograron demorar
las evacuaciones. Para el 11 de abril la mayoría de los efectivos de las SS habían huido. Los
miembros de la resistencia tomaron el control del campo y capturaron a los SS que quedaban.
Ese día 21.000 prisioneros fueron liberados en Buchenwald, incluyendo a 4.000 judíos y 1.000
niños. En 1947, 31 funcionarios del campo fueron juzgados en los juicios de Nüremberg. Dos
fueron condenados a muerte y cuatro a cadena perpetua.
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Cuando György Köves regresa a Budapest, tiene una conversación con el señor Fleischmann y
el viejo Steiner; no logran entenderse porque la distancia de un año que los separa es abismal.
György Köves ha hecho un viaje de no retorno por Auschwitz, Buchenwald y Zeitz, intenta
explicarse: "no me di cuenta de que eran horrores, había que calcular más o menos, unas tres
mil personas por tren. De ellas, por ejemplo, mil hombres. Sin contar con las personas que
estaban al principio y al final de la cola, había que calcular un segundo o, como máximo dos para
cada examen de aptitud. Entonces, para los que nos encontrábamos hacia la mitad, como yo,
había que calcular una espera de unos diez o veinte minutos hasta llegar al punto donde se
decidía si íbamos al gas o nos quedaba de momento cierta posibilidad de seguir con vida.
Entretanto, la cola se movía, avanzaba sin parar, todos íbamos dando pasos, más grandes o
más pequeños dependiendo de la velocidad del procedimiento. Las cosas llegaban pero
nosotros también avanzábamos, Sólo ahora parecía todo hecho, acabado, zanjado y terminado
como si hubiese 'llegado'. Como si hubiéramos conocido nuestro destino por adelantado. Así es:
si mirábamos hacia atrás nos equivocábamos; y también nos equivocábamos si miramos hacia
delante. Las dos cosas estaban equivocadas. Al fin y al cabo, veinte minutos son bastante
tiempo, de manera relativa y también de hecho. Cada uno de aquellos momentos no trajeron
nada. ¿Qué es lo que hubiéramos podido hacer? Nada. La locura de no hacer nada. Son los
pasos. Ahora sabría explicarle lo que era ser 'judío': nada no significaba nada, por lo menos para
mí, por lo menos originariamente hasta que empezó lo de los pasos. Nada era verdad. Sólo
había situaciones que contenían posibilidades. Yo había vivido un destino determinado: no era
ése mi destino, pero lo había vivido. No comprendía cómo no les entraba en la cabeza que ahora
tendría que vivir con ese destino, tendría que relacionarlo con algo, conectarlo con algo, no podía
bastar con decir que había sido un error, una equivocación, un caso fortuito o que simplemente
no había ocurrido. Nunca empezamos una nueva vida sino que seguimos viviendo la misma de
siempre. ¿A qué se debía ese cambio radical, por qué se ponían en mi contra, por qué no
querían reconocer que si el destino existía, entonces, no podía existir la libertad y al revés?
Nosotros mismos somos nuestro propio destino. No se trata de culpas. No podía quitarme todo
eso, no podía ser que yo no fuera ni el ganador ni el perdedor, no podía ser que no tuviera razón
en nada, no podía ser que nada tuviera razones ni consecuencias, simplemente que trataran de
comprender, ya casi les estaba rogando, que no podía tragarme la píldora amarga de que yo
hubiese sido sólo, simple y puramente un inocente. Pero vi que no querían comprender. Abajo
me recibió la calle. Por delante, hacia donde tendría que encaminarme, por donde la calle
parecía alargarse y ensancharse, perderse en lo infinito, encima de los montes azules y verdes,
el cielo era de color púrpura y las nubes violetas. Alrededor, las cosas también parecían haber
cambiado: el tráfico había disminuido, la gente iba menos deprisa, hablaban en un tono más bajo
y sus miradas eran más dulces. Era aquella hora tan típica -la reconocí de inmediato, allí mismo-,
mi hora preferida en el campo, y experimenté una nostalgia, dolorosa e inútil: la nostalgia. Miré
alrededor en aquella pacífica plaza, ya crepuscular, por las calles atormentadas pero llenas de
promesas, y sentí cómo crecían y se juntaban en mí las ganas de continuar con mi vida, aunque
pareciera imposible. Mi madre me estaría esperando. Me acordé que ella quería que yo fuera
médico, arquitecto o algo así. Seguramente así sería, como ella deseara, puesto que no existía
ninguna cosa insensata que no pudiéramos vivir de manera natural, y en mi camino, ya lo sabía,
me estaría esperando, como una inevitable trampa, la felicidad. Incluso allá, al lado de las
chimeneas había habido, entre las tortura, en los intervalos de las torturas algo que se parecía a
la felicidad. Todos me preguntaban por las calamidades por los "horrores", cuando para mí ésa
había sido la experiencia que más recordaba. Claro, de eso, de la felicidad en los campos de
concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía
me acuerdo".