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La narrativa del conocimiento vol. iv no. 104
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Textos y Fotografías de Fernando de Alarcón
Nueva época - Vol. IV No. 104 Marzo de 2015
Las habladurías
“No veas, no escuches, no digas mal de nadie”, han enseñado
los grandes maestros de todos los tiempos. Sin embargo, todos
hablamos mal los unos de los otros. Nadie habla de nosotros en
nuestra presencia como lo hace en nuestra ausencia. La unión
que reina entre las personas está fundada sobre esta mentira
convencional; y subsistirían no pocas amistades si cada quien
supiese lo que su amigo habla cuando no está presente, aunque
hable entonces sinceramente y sin pasión. Si todas las personas
supieran lo que se dicen unas de otras, no habría muchos ami-
gos en el mundo.
Supriman las habladurías y suprimirán las tres cuartas partes de
la conversación, y un silencio insoportable invadiría todas las reu-
niones. La habladuría o la calumnia, pues es muy difícil separar
estas dos hermanas, porque en el fondo, toda habladuría es mi-
tad calumnia, si se atiende a que no conocemos a los demás me-
jor que a nosotros mismos y con toda probabilidad los conoce-
mos menos que a nosotros, la habladuría que alimenta todo lo
que desune a las personas y emponzoña sus relaciones, es nada
menos que el motivo principal que los reúne para gustar de las
delicias de la sociedad.
Los estragos que las habladurías hacen a nuestro alrededor son
demasiados conocidos. La maledicencia acostumbra a quien la
practica a no considerar más que el lado malo de las cosas, por-
que le oculta bajo un disfraz de falacia, poco a poco, las grandes
líneas, los grandes conjuntos, las alturas y las profundidades en
donde están las grandes verdades que existen y valen.
En realidad, el mal que hallamos en los demás y del que nos ocu-
pamos con delicia, es el mismo que padecemos y que, al echarlo
sobre los otros, nos cae de rebote, porque no nos damos cuenta
de que los efectos que atribuimos a los demás, ya los tenemos o
estamos a punto de adquirirlos.
En nosotros arde la llama del mal que vemos en otras personas y
creemos que son ellos los malos, sin reparar en que esa luz si-
niestra es un reflejo nuestro.
Cada uno indaga entre sus conocidos los vicios y las faltas que
revelan a los clarividentes el vicio o la falta que, con toda seguri-
dad, es propia del que la imputa, porque no hay confesión más
íntima ni más ingenua, como si fuera un examen de conciencia,
que la de preguntarse: ¿qué defecto imputo yo a mi prójimo?. Y
estén seguros de que esa es la falta de la que, con toda probabi-
lidad, están poseídos o van a estarlo, pues tal falta les está
hablando desde el fondo de su conciencia y es por eso que repa-
ran en ella.
El que habla mal de los demás no hace más que hablar de sí
mismo, pues la habladuría no es, en el fondo, más que la historia
transmitida o anticipada de nuestras propias caídas.
Nosotros nos rodeamos de todo el mal que atribuimos a las vícti-
mas de nuestras habladurías porque toman cuerpo a costa de
nuestra reputación, como si vivieran y se nutrieran de lo mejor de
nuestra sustancia.
Las habladurías se acumulan en torno nuestro, pueblan y encum-
bran nuestra atmósfera de fantasmas ridículos, inconsistentes,
dóciles, tímidos y efímeros, que paulatinamente, se afirman, en-
sanchan, alzan la voz, se convierten en entidades reales y que
luego, imperiosas, no tardan en dar órdenes y tomar la dirección
de nuestros pensamientos y la mayoría de nuestros actos. Cada
vez nos sentimos menos dueños de nosotros mismos; sentimos
disminuir nuestro carácter y un buen día nos encontramos ence-
rrados dentro de una especie de círculo encantado, que es impo-
sible de romper y en el que no sabemos si difamamos a los de-
más, porque nos volvemos tan malos como ellos, o si nos volve-
mos malos porque los difamamos.
Deberíamos acostumbrarnos a juzgar de los demás como juzga-
mos a los héroes de guerra. Sin embargo, al contrario, como ya
ocurre, si alguien toma el valor de denigrar a nuestros héroes,
hallaría en alguno de los grupos casi todos los vicios, pequeñe-
ces y máculas, como en cualquier otro grupo humano tomado al
azar en cualquier ciudad o época. Les dirían que era alcohólicos
incorregibles; desordenados sin escrúpulos: groseros, ambicio-
sos y tacaños; tenderos mezquinos y rapaces; obreros flojos;
cargadores y carretoneros; empleados endeudados por el despil-
farro; hijos de familia perezosos, injustos egoístas y vanidosos.
Se agregaría que muchos cumplieron con su deber porque no
tenían otro remedio; que a pesar de su repulsión fueron a la
muerte pero con la intención de escapar, pues estaban seguros
de que no escaparían a la que les esperaba en caso de que
rehusaran ir a afrontar la primera. Se les podrían decir estas y
otras cosas más, que parecerían más o menos ciertas; mas lo
que en verdad es evidente, es la grande y magnífica verdad que
envuelve y levanta todo, y es lo que ellos han hecho: ofrecerse a
la muerte para cumplir lo que consideraban un deber hacia la
patria. Pues no hay que negarlo, si todos los que tenían vicios,
tachas y deseos de sustraerse al peligro, hubieran rehusado
aceptar el sacrificio, no habría habido fuerza alguna en el mundo
capaz de obligarlos, porque de por sí ellos representaban esa
fuerza, cuando menos igual a la que hubiese intentado obligarse.
Por lo tanto, es preciso convenir en que esas tachas, esos vicios
y malas voluntades, eran muy superficiales y, en todo caso, in-
comparablemente menos profundas y resistentes, que el grande
y noble sentimiento que ha dominado todo. Por eso es, que, con
justa razón, cuando pensamos en nuestros héroes muertos o en
nuestros héroes mutilados, los pequeños pensamientos que aca-
riciamos no van al espíritu ni cuentan más que como una gota de
agua en el océano de los héroes. Todo ha sido transportado e
igualado por el sacrificio, el dolor y la muerte en la misma belleza
y sin distinciones. Pero no olvidemos que eso mismo pasa con
todos los hombres y que esos héroes eran de la misma naturale-
za que esos prójimos a quienes vilipendiamos sin cesar. La
muerte los ha purificado y consagrado y día llegará en que tam-
bién a nosotros nos purifique y nos consagre. Todos estamos
sujetos a las mismas pruebas, que no por ser menos ruidosas y
menos atractivas, dejan de conducir hacia las mismas virtudes
profundas; y si tantas personas tomadas al azar, de entre noso-
tros, se han mostrado dignas de admiración, es porque sin duda
alguna, todos somos mejores de lo que creemos, aún cuando
mezclados en la lucha cotidiana no parecieran mejor que noso-
tros.
El alma de un pueblo no se parece al alma de los individuos que
lo constituyen. Cada una de las personas que componen el alma
de un pueblo ni se conoce a sí misma ni conoce a las demás per-
sonas. Nadie de nosotros sabe a ciencia cierta lo qué es ni lo que
haría en determinado caso contingente con relación a una cir-
cunstancia imprevista y que salga del orden normal de nuestra
existencia. Y así pasamos la vida interrogándonos y explorándo-
nos; nuestros actos nos revelan a nosotros mismos tanto como a
los demás; y cada vez que nos aproximamos a nuestro fin, tanto
más nos falta por descubrir.
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Fernando de Alarcón / Banco de Historia Visual ©
Recolector, Michoacán Méx - 1987