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Una maleta agradable
1. Palma de Mallorca a 23 de junio de 2009
Una maleta Agradable.
Los años no pasan en balde. No lo digo porque la cabeza pinte canas, ni
porque los años nos avasallen, que es lo natural, sino porque los
sentimientos salen a flote en la medida en que vamos perdiendo
facultades. Parece que se reblandece el espíritu y con él el carácter.
Hace 25 0 30 años que no visito mi lugar de nacimiento, mi patria chica,
pero, a pesar de ello, guardo en la memoria mi pequeño pueblo y los
lugares de ensueño donde pase parte de mi infancia y adolescencia. No
fue mucho tiempo, es cierto, pero allí “viví” los mejores días de mi vida,
quizás, también, los más trágicos, pero está es otra historia. A mi pueblo
iba y volvía con frecuencia en aquella época pero siempre tuve presente
en mi corazón, en cada partida, que pronto regresaría.
En mi pueblo y de mis mayores aprendí lo que es la vida, sus grandezas,
sus sinsabores y pronto me amoldaba a su cotidianidad, a la rutina de
sus gentes amables, cariñosas y en modo superlativo generosas. Allí
aprendí a amar a la naturaleza en sentido amplio y a ser dialogante con
el hombre gracias a las enseñanzas del abuelo Crisóstomo y de algunos
personajes que de alguna manera impresionaron mi espíritu. También
conocí los primeros amores y, quizás, el dolor de no ser correspondido, o
la felicidad de un encuentro no previsto, o el encuentro, a hurtadillas,
que aceleraba el corazón y ponía todos los sentidos a prueba en el
silencio cómplice de los cafetales.
Nunca imagine que llegaría el momento en que me alejara del pueblo y
transcurrieran 25 0 30 años sin volver a él. Cuando se ha vivido en una
ciudad o en un pueblo con intensidad y a edad temprana, cuando todo
resulta ser crucial porque sus vivencias se hacen indelebles, marcando
para siempre el espíritu y el carácter, se puede afirmar que, el tiempo y
la distancia, por largos que sean, no son capaces de borrar de la
memoria y del corazón su grata presencia. Yo llevo a Chaguaní
2. incorporado a mi ser, y a veces tengo la grata sensación de salir de una
de sus calles o de una de sus casas, me invaden a veces sus aromas: el
olor penetrante del guarapo de caña hirviendo en los calderos; el
agridulce olor de la cereza del café, o de una fruta madura que exalta los
sentidos, bien decía el bardo que, /hay días en que somos/ tan lúbricos ,
tan lúbricos/ que nos depara en vano/ su carne la mujer/ tras de ceñir un
talle o acariciar un seno/ la redondez de un fruto nos vuelve a
estremecer. Parece increíble que hayan pasado 25 o 30 años desde mi
última estancia en él. Es curioso, aquí en Mallorca, en ésta isla mágica,
estoy instalado en otra realidad, diversa a aquella del pasado, con otras
emociones y otras responsabilidades, y, sin embargo, no pierdo ni por un
instante la momentánea visitación de lo remoto. ¿Qué es lo que hace
posible esta atemporalidad de la percepción de sentimientos, objetos y
lugares? El tiempo y el espacio se comprimen y dan lugar a un espacio
nuevo donde se depositan los recuerdos. Por ello, en esos momentos de
abstracción y efluvio da igual estar en Mallorca, en Bogotá, en Atenas o
en Chaguaní. Lo digo, sin arrogancia, porque cualquiera que sea el lugar
de residencia o de visita ocasional de un país o de una ciudad podemos
evocar nuestros lugares de ensueño y sentir su grata presencia. Vamos
por un camino cualquiera y de pronto, sin ningún pretexto, una
fragancia, un árbol o una flor nos traen a la memoria lo que
presumíamos olvidado. Sentado en el balcón de mí casa, mirando el
Mediterráneo, dejo correr la imaginación, me aventuro por lugares
conocidos y me pregunto si seguirán siendo iguales o si, por el contrario,
han cambiado al ritmo de los nuevos tiempos o de mezquinas
necesidades. El mar, frente a mi ventana, los bañistas del verano y el
calor que todo lo invade y lo posee me llevan con frecuencia a los
remansos de las Sardinas, la Vieja o la Guacimalera, a esas tardes de
solaz en los playones de un rio.
Pienso que cuando regrese encontrare el pueblo con su ritmo habitual:
ahí seguirán en la plaza, debajo de la centenaria ceiba, los tenderetes
domingueros y sus gentes bullangueras; los puestos llenos de fruta y pan
coger y el titiritero para regocijo de los menores; los vendedores de
paraísos y nirvanas para escarnio de ingenuos e incautos; el culebrero
vendedor de ungüentos, desfacedor de entuertos y reconstructor de
3. virgos; la gitana que echa las cartas y lee el futuro en las líneas de la
mano; los compradores de café y panela pagando a precios de subasta el
esfuerzo de los productores; los reducidores y expoliadores; los
saltimbanquis mendigando una moneda para mitigar el hambre; los
usureros en busca de los necesitados para terminar de exprimirlos; los
quincalleros ofreciendo baratijas; el político de turno vendiendo
expectativas incumplibles; los niños, con sus juegos inocentes, recreando
la vida; el alcalde y el cura manteniendo el orden establecido y la
“moral” cristiana y las campanas de la iglesia del Señor de la Salud
llamando a misa.
Que grato y agradable es comprobar que hay personas y lugares que
siempre están presentes aunque se encuentren lejos o que creíamos
olvidadas o extraviadas en no sé qué recovecos de la memoria. La
verdad es que solamente olvidamos aquello que no nos seduce, o lo que
rechazamos por ingrato o perverso, todo lo que no queremos llevar en
nuestra maleta, en nuestras pobres odres. En ella solo llevamos lo que
consideramos agradable, todo aquello que hemos incorporado a
nuestra propia vida, todo lo que de tarde en tarde, apesadumbrados,
alegres o nostálgicos, nos contamos así mismos.
Carlos A. Herrera Rozo.