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Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                                1




                         Discursos II

  Ratzinger - Benedictus XVI
                            FE, VERDAD Y CULTURA
                       Discurso del Cardenal Joseph Ratzinger,
                en el Palacio de Congresos de Madrid, en el año 2000
                Reflexiones a propósito de la encíclica "Fides et ratio"
                                      página 2

 CONFERENCIA QUE PRONUNCIÓ EL CARDENAL JOSEPH RATZINGER
   EN LA BIBLIOTECA DEL SENADO DE LA REPÚBLICA ITALIANA
      SOBRE LOS FUNDAMENTOS ESPIRITUALES DE EUROPA
                      13 de mayo de 2004
                           página 15


       DISCURSO PREPARADO POR EL PAPA BENEDICTO XVI PARA
   EL ENCUENTRO CON LA UNIVERSIDAD DE ROMA "LA SAPIENZA"
(Texto de la conferencia que el Papa Benedicto XVI iba a pronunciar durante su visita
a la "Sapienza, Universidad de Roma", el jueves 17 de enero de 2008. Visita cancelada
                                   el 15 de enero)
                                      página 25


  DISCURSO EN LA ASAMBLEA GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS
                Nueva York, Viernes 18 de abril de 2008
                              página 33


               DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
                     Westminster Hall - City of Westminster
                          17 de septiembre de 2010
                                  página 39

              DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
                   EN EL COLLÈGE DES BERNARDINS
                     Encuentro con el mundo de la cultura
                          12 de septiembre de 2008
                                  página 45
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                                  2


                               FE, VERDAD Y CULTURA

                       Discurso del Cardenal Joseph Ratzinger,
                en el Palacio de Congresos de Madrid, en el año 2000

               Reflexiones a propósito de la encíclica "Fides et ratio"




¿D        e qué se trata, en el fondo, en la encíclica "Fides et ratio"? ¿Es un
          documento sólo para especialistas, un intento de renovar desde la
          perspectiva cristiana una disciplina en crisis, la filosofía, y, por tanto,
interesante sólo para filósofos, o plantea una cuestión que nos afecta a todos?
Dicho de otra manera: ¿necesita la fe realmente de la filosofía, o la fe -que en
palabras de San Ambrosio fue confiada a pescadores y no a dialécticos- es
completamente independiente de la existencia o no existencia de una filosofía
abierta en relación a ella? Si se contempla la filosofía sólo como una disciplina
académica entre otras, entonces la fe es de hecho independiente de ella. Pero el
Papa entiende la filosofía en un sentido mucho más amplio y conforme a su origen.
La filosofía se pregunta si el hombre puede conocer la verdad, las verdades
fundamentales sobre sí mismo, sobre su origen y su futuro, o si vive en una
penumbra que no es posible esclarecer y tiene que recluirse, a la postre, en la
cuestión de lo útil. Lo propio de la fe cristiana en el mundo de las religiones es que
sostiene que nos dice la verdad sobre Dios, el mundo y el hombre, y que pretende
ser la "religio vera", la religión de la verdad.

        "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida": en estas palabras de Cristo según el
Evangelio de Juan (14, 6) está expresada la pretensión fundamental de la fe
cristiana. De esta pretensión brota el impulso misionero de la fe: sólo si la fe
cristiana es verdad, afecta a todos los hombres; si es sólo una variante cultural de
las experiencias religiosas del hombre, cifradas en símbolos y nunca descifradas,
entonces tiene que permanecer en su cultura y dejar a las otras en la suya.

        Pero esto significa lo siguiente: la cuestión de la verdad es la cuestión
esencial de la fe cristiana, y, en este sentido, la fe tiene que ver inevitablemente con
la filosofía. Si debiera caracterizar brevemente la intención última de la encíclica,
diría que ésta quisiera rehabilitar la cuestión de la verdad en un mundo marcado
por el relativismo; en la situación de la ciencia actual, que ciertamente busca
verdades pero descalifica como no científica la cuestión de la verdad, la encíclica
quisiera hacer valer dicha cuestión como tarea racional y científica, porque, en
caso contrario, la fe pierde el aire en que respira. La encíclica quisiera
sencillamente animar de nuevo a la aventura de la verdad. De este modo, habla de
lo que está más allá del ámbito de la fe, pero también de lo que está en el centro del
mundo de la fe.


1. Las palabras, la Palabra y la verdad
       Hasta qué punto no es moderno preguntar por la verdad, lo ha representado
magníficamente el escritor y filósofo C. S. Lewis en un libro de éxito aparecido en
los años cuarenta, "Cartas del diablo a su sobrino". Está compuesto por cartas
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ficticias de un demonio superior, Escrutopo, que imparte enseñanzas a un
principiante sobre el arte de seducir al hombre, sobre el modo correcto como tiene
que proceder. El demonio pequeño había expresado ante sus superiores su
preocupación de que precisamente los hombres inteligentes leyesen los libros de
los sabios antiguos y pudiesen de este modo descubrir las huellas de la verdad.
Escrutopo le tranquiliza con la aclaración de que el punto de vista histórico del que
los espíritus infernales han conseguido afortunadamente persuadir a los eruditos
del mundo occidental, significa precisamente esto: "que la única cuestión que con
seguridad nunca se planteará es la relativa a la verdad de lo leído; en su lugar se
pregunta acerca de las repercusiones y dependencias, del desarrollo del respectivo
escritor, de la historia de su influjos, y otras cuestiones análogas". Josef Pieper, que
reproduce este pasaje de C. S. Lewis en su tratado sobre la interpretación, señala al
respecto que las ediciones de un Platón o un Dante por ejemplo, planificadas en los
países dominados por el comunismo, anteponían una introducción a cada obra
editada, que quiere proporcionar al lector una comprensión histórica y así excluir
la cuestión de la verdad. Una cientificidad ejercida de este modo inmuniza frente a
la verdad. La cuestión de si lo dicho por el autor es o no, y en qué medida,
verdadero, sería una cuestión no científica; nos sacaría del campo de lo
demostrable y verificable, nos haría recaer en la ingenuidad del mundo precrítico.
De este modo, se neutraliza también la lectura de la Biblia: podemos explicar
cuándo y bajo qué circunstancias ha surgido un texto, y, de este modo, lo tenemos
clasificado dentro de lo histórico ("Historisch"), que a la postre no nos afecta. En el
trasfondo de este modo de interpretación histórica hay una filosofía, una actitud
apriórica ante la realidad que nos dice: no tiene sentido preguntar sobre lo que es;
sólo podemos preguntar sobre lo que podemos hacer con las cosas. La cuestión no
es la verdad, sino la praxis, el dominio de las cosas para nuestro provecho. Ante tal
reducción aparentemente iluminadora del pensamiento humano surge sin más la
pregunta: ¿qué es propiamente lo que nos aprovecha? Y ¿para qué nos aprovecha?
¿Para qué existimos nosotros mismos? El observador profundo verá en esta
moderna actitud fundamental una falsa humildad y, al mismo tiempo, una falsa
soberbia: la falsa humildad, que niega al hombre la capacidad para la verdad, y la
falsa soberbia, con la que se sitúa sobre las cosas, sobre la verdad misma, en cuanto
erige en meta de su pensamiento la ampliación de su poder, el dominio sobre las
cosas.

       Lo que en Lewis aparece en forma de ironía, lo podemos encontrar hoy
presentado científicamente en la crítica literaria. En ella se descarta abiertamente
la cuestión de la verdad como no científica. El exégeta alemán Mario Reiser ha
llamado la atención sobre un pasaje de Umberto Eco en su novela de éxito "El
nombre de la rosa", donde dice: "La única verdad consiste en aprender a liberarse
de la pasión enfermiza por la verdad". El fundamento para esta renuncia
inequívoca a la verdad estriba en lo que hoy se denomina el "giro lingüístico": no se
puede remontar más allá del lenguaje y sus representaciones, la razón está
condicionada por el lenguaje y ligada al lenguaje. Ya en el año mil novecientos uno
F. Mauthner había acuñado la siguiente frase: "lo que se denomina pensamiento es
puro lenguaje". M. Reiser comenta, en este contexto, el abandono de la convicción
de que se puede remitir con medios lingüísticos a lo supralingüístico. El relevante
exégeta protestante U. Luz afirma -totalmente en consonancia con lo que hemos
oído de Escrutopo al principio- que la crítica histórica ha abdicado en la Edad
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Moderna de la cuestión de la verdad. Él se cree obligado a aceptar y reconocer
como correcta esta capitulación: que ahora ya no hay una verdad a buscar más allá
del texto, sino posiciones sobre la verdad que concurren entre ellas, ofertas de
verdad que hay que defender ahora con discurso público en el mercado de las
visiones del mundo.

        Quien medita sobre estos modos de ver las cosas, sentirá que le viene casi
inevitablemente a su memoria un pasaje profundo del "Fedro", de Platón. En él
Sócrates cuenta a Fedro una historia que ha escuchado de los antiguos, los cuales
tenían conocimiento de lo verdadero. Una vez Thot, el "padre de las letras" y el
"dios del tiempo", visitó al rey egipcio Thamus de Tebas. Instruyó al soberano
sobre diversas artes inventadas por él, y especialmente sobre el arte de escribir
por él concebido. Ponderando su propio invento, dijo al rey: "Este conocimiento, oh
rey, hará a los egipcios más sabios y vigorizará su memoria; es el elixir de la
memoria y de la sabiduría". Pero el rey no se deja impresionar. Él prevé lo
contrario como consecuencia del conocimiento de la escritura: "Esto producirá
olvido en las almas de los que lo aprendan por descuidar el ejercicio de la
memoria, ya que ahora, fiándose a la escritura exterior, recordarán de un modo
externo; no desde su propio interior y desde sí mismos. Por consiguiente, tú has
inventado un medio no para el recordar, sino para el caer en la cuenta, y de la
sabiduría tú aportas a tus aprendices sólo la representación, no la cosa misma.
Pues ahora son eruditos en muchas cosas, pero sin verdadera instrucción, y así
pensarán ser entendidos en muchas cosas, cuando en realidad no entienden de
nada, y son gente con la que es difícil tratar, puesto que no son verdaderos sabios,
sino sólo sabios en apariencia". Quien piensa hoy en cómo programas de televisión
de todo el mundo inundan al hombre con informaciones y le hacen así sabio en
apariencia; quien piensa en las enormes posibilidades del ordenador y de Internet,
que le permiten al que consulta, por ejemplo, tener inmediatamente a disposición
todos los textos de un Padre de la Iglesia en los que aparece una palabra, sin haber
penetrado en cambio en su pensamiento, ése no considerará exageradas estas
prevenciones. Platón no rechaza la escritura en cuanto tal, como tampoco nosotros
rechazamos las nuevas posibilidades de la información, sino que hacemos de ellas
un uso agradecido. Pero pone una señal de aviso, cuya seriedad está comprobada a
diario por las consecuencias del giro lingüístico, como también por muchas
circunstancias que nos son familiares a todos. H. Schade muestra el núcleo de lo
que Platón tiene que decirnos hoy cuando escribe: "Es del predominio de un
método filológico y de la pérdida de realidad que se sigue, de lo que nos previene
Platón".

       Cuando la escritura, lo escrito, se convierte en barrera frente al contenido,
entonces se vuelve un antiarte, que no hace al hombre más sabio, sino que le
extravía en una sabiduría falsa y enferma. Por eso, frente al giro lingüístico, A.
Kreiner advierte con razón: "El abandono del convencimiento de que se puede
remitir con medios lingüísticos a contenidos extralingüísticos equivale al
abandono de un discurso de algún modo aún lleno de sentido". Sobre la misma
cuestión el Papa advierte en la encíclica lo siguiente: "La interpretación de esta
Palabra (de Dios) no puede llevarnos de interpretación en interpretación, sin llegar
nunca a descubrir una afirmación simplemente verdadera". El hombre no está
aprisionado en el cuarto de espejos de las interpretaciones; puede y debe buscar el
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acceso a lo real, que está tras las palabras y se le muestra en las palabras y a través
de ellas.

        Aquí hemos arribado al punto central de la discusión de la fe cristiana con
un tipo determinado de la cultura moderna, que le gustaría pasar por ser la cultura
moderna sin más, pero que, afortunadamente, es sólo una variedad de ella. Se pone
de manifiesto, por ejemplo, muy claramente en la crítica que el filósofo italiano
Paolo Flores d´Arcais ha hecho a la encíclica. Justo porque la encíclica insiste en la
necesidad de la cuestión de la verdad, comenta él que "la cultura católica oficial (es
decir, la encíclica) no tiene ya nada que decir a la cultura ‘en cuanto tal’...". Pero
esto significa también que la pregunta por la verdad está fuera de la cultura "en
cuanto tal". Y entonces ¿no es esta cultura "en cuanto tal" más bien una
anticultura? ¿Y no es su presunción de ser la cultura sin más una presunción
arrogante y que desprecia al hombre?Que se trata justamente de este punto, se
pone de relieve, cuando Flores d´ Arcais reprocha a la encíclica del Papa
consecuencias mortíferas para la democracia, e identifica su enseñanza con el tipo
"fundamentalista" del Islam. Argumenta remitiendo al hecho de que el Papa ha
calificado como carentes de validez auténticamente jurídica las leyes que permiten
el aborto y la eutanasia. Quien se opone de este modo a un Parlamento elegido e
intenta ejercer el poder secular con pretensiones eclesiales, muestra que el sello de
un dogmatismo católico permanece esencialmente estampado en su pensamiento.
Tales afirmaciones presuponen que no puede haber ninguna otra instancia por
encima de las decisiones de una mayoría. La mayoría coyuntural se convierte en un
absoluto. Porque de hecho vuelve a existir lo absoluto, lo inapelable. Estamos
expuestos al dominio del positivismo y a la absolutización de lo coyuntural, de lo
manipulable. Si el hombre queda fuera de la verdad, entonces ya sólo puede
dominar sobre él lo coyuntural, lo arbitrario. Por eso no es "fundamentalismo",
sino un deber de la Humanidad proteger al hombre contra la dictadura de lo
coyuntural convertido en absoluto y devolverle su dignidad, que justamente
consiste en que ninguna instancia humana puede dominar sobre él, porque está
abierto a la verdad misma. Precisamente por su insistencia en la capacidad del
hombre para la verdad, la encíclica es una apología sumamente necesaria de la
grandeza del hombre contra lo que pretende presentarse como la cultura "tout
court".

       Naturalmente es difícil volver a dar carta de ciudadanía a la cuestión de la
verdad en el debate público, debido al canon metodológico que se ha impuesto hoy
como sello acreditativo de la cientificidad. Por eso, es necesario un debate
fundamental sobre la esencia de la ciencia, sobre la verdad y el método, sobre el
cometido de la filosofía y sus posibles caminos. El Papa no ha considerado que sea
tarea suya tratar en la encíclica la cuestión, totalmente práctica, de si la verdad
puede llegar a ser nuevamente científica y cómo. Pero muestra por qué nosotros
debemos acometer esta tarea. No quería realizar él mismo la tarea de los filósofos,
pero ha cumplido la tarea de la denuncia admonitoria que se opone a una
tendencia autodestructiva de la cultura "en cuanto tal". Justamente esta denuncia
admonitoria es un acto auténticamente filosófico, revive en el presente el origen
socrático de la filosofía y muestra con ello la potencia filosófica que se encierra en
la fe bíblica. A la esencia de la filosofía se opone un tipo de cientificidad, que le
cierra el paso a la cuestión de la verdad, o la hace imposible. Tal
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autoenclaustramiento, tal empequeñecimiento de la razón no puede ser la norma
de la filosofía, y la ciencia en su conjunto no puede acabar haciendo imposibles las
preguntas propias del hombre, sin las que ella misma quedaría como un activismo
vacío y, a la postre, peligroso. No puede ser tarea de la filosofía someterse a un
canon metodológico, que tiene su legitimidad en sectores particulares del
pensamiento. Su tarea tiene que ser justamente pensar la cientificidad como un
todo, concebir críticamente su esencia y, de un modo racionalmente responsable, ir
más allá de ello hacia lo que le da sentido. La filosofía tiene que preguntarse
siempre sobre el hombre, y, por consiguiente, cuestionarse siempre sobre la vida y
la muerte, sobre Dios y la eternidad. Para ello tendrá que servirse hoy, antes que
nada, de la aporía de aquel tipo de cientificidad que aparta al hombre de tales
cuestiones y, a partir de las aporías que nuestra sociedad pone a la vista, intentar
abrir siempre de nuevo el camino hacia lo necesario y lo que se torna necesidad. En
la historia de la filosofía moderna no han faltado tales tentativas, y también en el
presente hay suficientes ensayos esperanzadores, para abrir de nuevo la puerta a
la cuestión de la verdad, la puerta más allá del lenguaje que gira sobre sí mismo. En
este sentido la llamada de la encíclica es sin duda crítica ante nuestra situación
cultural actual, pero al mismo tiempo está en una unión profunda con elementos
esenciales del esfuerzo intelectual de la Edad Moderna. Nunca es anacrónica la
confianza en buscar la verdad y en encontrarla. Es justamente ella la que mantiene
al hombre en su dignidad, rompe los particularismos y unifica a los hombres, más
allá de los límites culturales, por su dignidad común.


2.- Cultura y verdad

a) La esencia de la cultura
       Se podría definir lo tratado hasta ahora como la disputa entre la fe cristiana
expresada en la encíclica y un tipo concreto de cultura moderna, por lo cual
nuestras reflexiones dejaron entre paréntesis el lado científico-técnico de la
cultura. El punto de mira estaba dirigido a lo relativo a las ciencias humanas en
nuestra cultura. No sería difícil mostrar que su desorientación ante la cuestión de
la verdad, que entre tanto se ha convertido en ira frente a ella, descansa, en última
instancia, sobre su pretensión de alcanzar el mismo canon metodológico y la
misma clase de seguridad, que se da en el campo empírico. La renuncia
metodológica de la ciencia natural a lo verificable se convierte en el documento
acreditativo de la cientificidad, más aún, de la racionalidad misma. Esta reducción
metodológica, que está llena de sentido, más aún, que es necesaria en el ámbito de
la ciencia empírica, se convierte así en un muro ante la cuestión de la verdad: en el
fondo se trata del problema de la verdad y del método, de la universalidad de un
canon metodológico estrictamente empírico. Frente a ese canon, el Papa defiende
la multiplicidad de caminos del espíritu humano, la amplitud de la racionalidad,
que tiene que conocer diversos métodos según la índole del objeto. Lo no material
no puede ser abordado con métodos que corresponden a lo material; así podría
resumirse, a grandes rasgos, la denuncia del Papa frente a una forma unilateral de
racionalidad.

       La disputa con la cultura moderna, la disputa sobre la verdad y el método,
es la primera veta fundamental del tejido de nuestra encíclica. Pero la cuestión
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sobre la verdad y la cultura se presenta aún bajo otro aspecto, que se remite
substancialmente al ámbito propiamente religioso. Hoy se contrapone de buen
grado la relatividad de las culturas a la pretensión universal de lo cristiano, que se
funda en la universalidad de la verdad. El tema resuena ya durante el siglo
dieciocho, en Gotthold Ephraim Lessing, que presenta las tres grandes religiones
en la parábola de los tres anillos, de los que uno tiene que ser el auténtico y
verdadero, pero cuya autenticidad ya no es verificable. La cuestión de la verdad es
irresoluble y se sustituye por la cuestión del efecto curativo y purificador de la
religión. Luego, a comienzos de nuestro siglo, Ernst Troeltsch reflexionó
expresamente sobre la cuestión de la religión y la cultura, de la verdad y la cultura.
Al principio aún consideraba al cristianismo como la revelación entera de la
religiosidad personalista, como la única ruptura completa con los límites y
condiciones de la religión natural. Pero, en el curso de su camino intelectual, la
determinación cultural de la religión le fue cerrando cada vez más la mirada sobre
la verdad y subordinando todas las religiones a la relatividad de las culturas. A la
postre, la validez del cristianismo se convierte para él en un asunto europeo: para
él el cristianismo es la forma de religión adecuada a Europa, mientras atribuye
ahora al budismo y al brahmanismo una autonomía absoluta. En la práctica se
elimina la cuestión de la verdad, y los límites de las culturas se hacen insalvables.

       Por eso, una encíclica que está dedicada por entero a la aventura de la
verdad, debía plantear también la cuestión de la relación entre verdad y cultura.
Debía preguntar si puede darse una comunión de las culturas en la única verdad, si
puede decirse la verdad para todos los hombres, trascendiendo las diversas formas
culturales, o si a la postre hay que presentirla sólo asintóticamente tras formas
culturales diversas e incluso opuestas.

        A un concepto estático de cultura, que presupone formas culturales fijas que
a la postre se mantienen constantes y sólo pueden coexistir unas con otras, pero no
comunicarse entre ellas, el Papa ha opuesto en la encíclica una comprensión
dinámica y comunicativa de la cultura. Subraya que las culturas, "cuando están
profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la
apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia". Por eso, como
expresión del único ser del hombre, las culturas están caracterizadas por la
dinámica del hombre que trasciende todos los límites. Por eso, las culturas no
están fijadas de una vez para siempre en una forma. Les es propia la capacidad de
progresar y transformarse, y también el peligro de decadencia. Están abocadas al
encuentro y fecundación mutua. Puesto que la apertura interior del hombre a Dios
las impregna tanto más cuanto mayores y más genuinas son, por ello llevan
impresa la predisposición para la revelación de Dios. La Revelación no les es
extraña, sino que responde a una espera interior en las culturas mismas. Theodor
Haecker ha hablado, a propósito de esto, del carácter de adviento de las culturas
precristianas, y entre tanto muchas investigaciones de historia de las religiones
han podido mostrar de manera concreta este remitir de las culturas al Logos de
Dios, que se ha encarnado en Jesucristo. En este orden de cosas, el Papa se vale de
la tabla de las naciones contenida en el relato pascual de los Hechos de los
Apóstoles (2, 7-14), en el que se nos narra cómo es perceptible y comunicable el
testimonio de la fe en Cristo mediante todas las lenguas y en todas las lenguas, es
decir, en todas las culturas que se expresan en la lengua. En todas ellas la palabra
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humana se hace portadora del hablar propio de Dios, de su propio Logos. La
encíclica añade: "El anuncio del Evangelio en diversas culturas, aunque exige de
cada destinatario la fe, no les impide conservar una identidad cultural propia. Ello
no crea división alguna, porque el pueblo de los bautizados se distingue por una
universalidad que sabe acoger cada cultura, favoreciendo el proceso de lo que en
ella hay de implícito hacia su plena explicitación en la verdad".

       A partir de esto, y respecto a la relación general de la fe cristiana con las
culturas precristianas, el Papa desarrolla modélicamente en el ejemplo de la
cultura india los principios a observar en el encuentro de estas culturas con la fe.
Llama brevemente la atención, en primer lugar, sobre el gran auge espiritual del
pensamiento indio, que lucha por liberar el espíritu de las condiciones espacio-
temporales y ejercita así la apertura metafísica del hombre, que luego ha sido
conformada especulativamente en importantes sistemas filosóficos. Con estas
indicaciones se pone de relieve la tendencia universal de las grandes culturas, su
superación del tiempo y del espacio, y así también su avance hacia el ser del
hombre y hacia sus supremas posibilidades. Aquí radica la capacidad de diálogo
entre las culturas, en este caso entre la cultura india y las culturas que han crecido
en el ámbito de la fe cristiana. El primer criterio se colige por sí mismo, por así
decir, del contacto interior con la cultura india. Consiste en la "universalidad del
espíritu humano, cuyas exigencias fundamentales son idénticas en las culturas más
diversas". De él se sigue un segundo criterio: "Cuando la Iglesia entra en contacto
con grandes culturas a las que anteriormente no había llegado, no puede olvidar lo
que ha adquirido en la inculturación en el pensamiento grecolatino. Rechazar esta
herencia sería ir en contra del designio providencial de Dios..." Finalmente señala
la encíclica un tercer criterio, que se sigue de las reflexiones precedentes sobre la
esencia de la cultura: "Hay que evitar confundir la legítima reivindicación de lo
específico y original del pensamiento indio con la idea de que una tradición
cultural deba encerrarse en su diferencia y afirmarse en su oposición a otras
tradiciones, lo cual es contrario a la naturaleza misma del espíritu humano".

b) La superación de las culturas en la Biblia y en la historia de la fe
        Si el Papa insiste en el carácter irrenunciable de la herencia cultural forjada
en el pasado, que ha llegado a ser un vehículo para la verdad común de Dios y del
hombre, entonces surge espontáneamente la cuestión de si no se canoniza así un
eurocentrismo de la fe, que no parece superarse por el hecho de que, a lo largo de
la Historia, pueden introducirse, o ya se han introducido, nuevas herencias en la
identidad de la fe constante y que afecta a todos. La cuestión es insoslayable: Hasta
qué punto es griega o latina la fe, que por lo demás no ha surgido en el mundo
griego o latino, sino en el mundo semita del antiguo Oriente, en el que estaban y
están en contacto Asia, África y Europa. La encíclica toma postura, especialmente
en su segundo capítulo, sobre el desarrollo del pensamiento filosófico en el interior
de la Biblia, y en el cuarto capítulo, con la presentación del encuentro decisivo de
esta sabiduría de la razón desarrollada en la fe con la sabiduría griega de la
filosofía. Quisiera añadir brevemente lo siguiente:

      Ya en la Biblia se elabora un acervo de pensamiento religioso y filosófico
variado a partir de mundos culturales diversos. La Palabra de Dios se desarrolla en
un proceso de encuentros con la búsqueda humana de una respuesta a sus últimas
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preguntas. Dicha Palabra no es algo caído del cielo como un meteorito, sino que es
precisamente una síntesis de culturas. Vista más en lo hondo, nos permite
reconocer un proceso en el que Dios lucha con el hombre y le abre lentamente a su
Palabra más profunda, a sí mismo: al Hijo, que es el Logos. La Biblia no es mera
expresión de la cultura del pueblo de Israel, sino que está continuamente en
disputa con el intento, totalmente natural de este pueblo, de ser él mismo e
instalarse en su propia cultura. La fe en Dios y el sí a la voluntad de Dios le van
desarraigando continuamente de sus propias representaciones y aspiraciones. Él
sale constantemente al paso frente a la religiosidad propia de Israel y a su propia
cultura religiosa, que quería expresarse en el culto de los lugares altos, en el culto
de la diosa celeste, en la pretensión de poder de la propia monarquía. Empezando
por la cólera de Dios y de Moisés contra el culto al becerro de oro en el Sinaí, hasta
los últimos profetas postexílicos, de lo que siempre se trata es de que Israel se
desarraigue de su propia identidad cultural, de que debe abandonar, por así decir,
el culto a la propia nacionalidad, el culto a la raza y a la tierra, para inclinarse ante
el Dios totalmente otro y no apropiable, que ha creado cielo y tierra, y es el Dios de
todos los pueblos. La fe de Israel significa una permanente autosuperación de la
propia cultura en la apertura y horizonte de la verdad común. Los libros del
Antiguo Testamento pueden parecer, desde muchos puntos de vista, menos
piadosos, menos poéticos, menos inspirados que importantes pasajes de los libros
sagrados de otros pueblos. Pero, en cambio, tienen su singularidad en la índole
combativa de la fe contra lo propio, en este desarraigo de lo propio que comienza
con la peregrinación de Abraham. La liberación de la ley que Pablo alcanza por su
encuentro con Jesucristo resucitado, lleva esta orientación fundamental del
Antiguo Testamento hasta su consecuencia lógica: significa la universalización
plena de esta fe, que se separa del orden nacional. Ahora son invitados todos los
pueblos a entrar en este proceso de superación de lo propio, que ha comenzado en
primer lugar en Israel; son invitados a convertirse al Dios, que, desapropiándose
de sí mismo en Jesucristo, ha abatido "el muro de la enemistad" entre nosotros (Ef
2, 14) y nos congrega en la autoentrega de la cruz. Así, pues, en su esencia la fe en
Jesucristo es un permanente abrirse, irrupción de Dios en el mundo humano y
apertura correspondiente del hombre a Dios, que congrega al mismo tiempo a los
hombres. Todo lo propio pertenece ahora a todos, y todo lo ajeno llega a ser
también al mismo tiempo lo propio nuestro, y todo ello abarcado por la palabra del
padre al hijo mayor: "Todo lo mío es tuyo" (Lc 15, 31), que vuelve a aparecer en la
oración sacerdotal de Jesús como modo de dirigirse del Hijo al Padre: "Todo lo mío
es tuyo, y todo lo tuyo es mío" (Jn 17, 10).

       Este patrón determina también el encuentro del mensaje revelado con la
cultura griega, que, por cierto, no empieza sólo con la evangelización cristiana, sino
que se había desarrollado ya dentro de los escritos del Antiguo Testamento, sobre
todo mediante su traducción al griego y a partir de ahí en el judaísmo primitivo.
Este encuentro era posible, porque ya se había abierto camino en el mundo griego
un acontecimiento semejante de autrotrascendencia. Los Padres no han vertido sin
más al Evangelio una cultura griega que se mantenía en sí y se poseía a sí misma.
Ellos pudieron asumir el diálogo con la filosofía griega y convertirla en
instrumento del Evangelio allí donde en el mundo griego se había iniciado,
mediante la búsqueda de Dios, una autocrítica de la propia cultura y del propio
pensamiento. La fe une los diversos pueblos -comenzando por los germanos y los
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                               10


eslavos, que en los tiempos de la invasión de los bárbaros entraron en contacto con
el mensaje cristiano, hasta los pueblos de Asia, África y América- no a la cultura
griega en cuanto tal, sino a su autosuperación, que era el verdadero punto de
contacto para la interpretación del mensaje cristiano. A partir de ahí la fe los
introduce en la dinámica de la autosuperación. Hace poco Richard Schäffler ha
dicho certeramente al respecto que la predicación cristiana ha exigido desde el
principio a los pueblos de Europa (que, por lo demás, no existía como tal antes de
la evangelización cristiana), "la renuncia a todos los respectivos "dioses"
autóctonos de los europeos, mucho antes de que entraran en el campo de su visión
las culturas extraeuropeas". A partir de ahí hay que entender por qué la
predicación cristiana entró en contacto con la filosofía, y no con las religiones.
Cuando se intentó esto último, cuando, por ejemplo, se quiso interpretar a Cristo
como el verdadero Dionisio, Esculapio o Hércules, tales intentos cayeron
rápidamente en desuso. Que no se entrara en contacto con las religiones, sino con
la filosofía, tiene que ver con el hecho de que no se canonizó una cultura, sino que
se podía entrar a ella por donde había comenzado ella misma a salir de sí misma,
por donde había iniciado el camino de apertura a la verdad común y había dejado
atrás la instalación en lo meramente propio. Esto constituye también hoy una
indicación fundamental para la cuestión de los contactos y del trasvase a otros
pueblos y culturas. Ciertamente, la fe no puede entrar en contacto con filosofías
que excluyen la cuestión de la verdad, pero sí con movimientos que se esfuerzan
por salir de la cárcel del relativismo. Tampoco puede asumir directamente las
antiguas religiones. En cambio, las religiones pueden proporcionar formas y
creaciones de diverso tipo, pero sobre todo actitudes -el respeto, la humildad, la
abnegación, la bondad, el amor al prójimo, la esperanza en la vida eterna. Esto me
parece - dicho entre paréntesis- que es también importante para la cuestión del
significado salvífico de las religiones. No salvan, por así decir, en cuanto sistemas
cerrados y por la fidelidad al sistema, sino que colaboran a la salvación en la
medida en que llevan a los hombres a "preguntar por Dios" (como lo expresa el
Antiguo Testamento), "buscar su rostro", "buscar el Reino de Dios y su justicia".


3.- Religión, verdad y salvación
       Permítanme detenerme un momento aún en este punto, porque toca una
cuestión fundamental de la existencia humana, que con razón representa también
una cuestión capital en el actual debate teológico. Pues se trata del mismo impulso
del que ha partido la filosofía, y al que tiene que volver siempre; en él se tocan
necesariamente filosofía y teología, si éstas se mantienen fieles a su cometido. Es la
cuestión de cómo se salva el hombre, cómo se justifica. En el pasado se ha pensado
preferentemente en la muerte y en lo que viene después de la muerte; hoy, cuando
se ve el más allá como inseguro y por ello se lo continúa excluyendo de las
cuestiones actuales, hay que continuar buscando lo recto y justo en el tiempo, y no
puede preterirse el problema de cómo hay que habérselas con la muerte.
Curiosamente, en el debate acerca de la relación del cristianismo y las religiones
universales el punto de discusión que propiamente se ha mantenido es cómo se
relacionan las religiones y la salvación eterna. La cuestión de cómo puede ser
salvado el hombre, se ha planteado aún en sentido más bien clásico. Y ahora se ha
impuesto de modo bastante general esta tesis: las religiones son todas ellas
caminos de salvación. Quizás no el camino ordinario, pero al menos sí caminos
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                                 11


"extraordinarios" de salvación: por todas las religiones se llega a la salvación; esto
se ha convertido en la visión corriente.

        Esta respuesta corresponde no sólo a la idea de tolerancia y respeto del otro
que hoy se nos impone. Corresponde también a la imagen moderna de Dios: Dios
no puede rechazar a hombres sólo porque no conocen el cristianismo y, en
consecuencia, han crecido en otra religión. El aceptará su vida religiosa lo mismo
que la nuestra. Aunque esta tesis - reforzada entre tanto con muchos otros
argumentos- es clara a primera vista, sin embargo suscita interrogantes. Pues las
religiones particulares no exigen sólo cosas distintas, sino también opuestas. Ante
el creciente número de hombres no ligados por lo religioso, esta teoría universal de
la salvación se ha extendido también a formas de existencia no religiosas pero
vividas coherentemente. Entonces comienza a ser válido que lo contradictorio es
considerado como conducente a la misma meta; en pocas palabras: estamos
nuevamente ante la cuestión del relativismo. Se presupone subrepticiamente que
en el fondo todos los contenidos son igualmente válidos. Qué es lo que
propiamente vale, no lo sabemos. Cada uno tiene que recorrer su camino, ser feliz a
su manera, como decía Federico II de Prusia. Así, a caballo de las teorías de la
salvación, otra vez se cuela inevitablemente el relativismo por la puerta trasera: la
cuestión de la verdad se separa de la cuestión de las religiones y de la salvación. La
verdad es sustituida por la buena intención; la religión se mantiene en lo subjetivo,
porque no se puede conocer lo objetivamente bueno y verdadero.

a) La diferencia de las religiones y sus peligros
        ¿Nos tenemos que conformar con esto? ¿Es inevitable la alternativa entre
rigorismo dogmático y relativismo humanitario? Pienso que en las teorías
reseñadas no se han pensado suficientemente tres cosas. En primer lugar, las
religiones (y entretanto también el agnosticismo y el ateísmo) son consideradas
todas ellas como iguales. Pero precisamente esto no es así. De hecho, hay formas
religiosas degeneradas y enfermas, que no elevan al hombre, sino que lo alienan: la
crítica marxista de la religión no carecía totalmente de base. Y también las
religiones a las que hay que reconocer una grandeza moral y que están en camino
hacia la verdad, pueden enfermar en ciertos trechos del camino. En el hinduismo
(que propiamente es un nombre colectivo para religiones diversas) hay elementos
grandiosos, pero también aspectos negativos; el entrelazamiento con el sistema de
castas, la quema de viudas, que se había formado a partir de representaciones
inicialmente simbólicas; habría que mencionar las aberraciones del Saktismo, por
dar sólo un par de indicaciones. Pero también el Islam, con toda la grandeza que
representa, está continuamente expuesto al peligro de perder el equilibrio, dar
espacio a la violencia y dejar que la religión se deslice hacia lo externo y ritualista.
Y naturalmente hay también, como todos nosotros bien sabemos, formas enfermas
de lo cristiano. Por ejemplo, cuando los cruzados, en la conquista de la ciudad santa
de Jerusalén en la que Cristo murió por todos los hombres, causaban ellos mismos
un baño de sangre entre musulmanes y judíos. Esto significa que la religión exige
discernimiento, discernimiento entre las formas de las religiones y discernimiento
en el interior de la religión misma, según la medida de su propio nivel. Con el
indiferentismo de los contenidos y de las ideas, que todas las religiones sean
distintas y sin embargo iguales, no se puede ir adelante. El relativismo es peligroso,
concretamente para la formación del ser humano en lo particular y en la
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                               12


comunidad. La renuncia a la verdad no sana al hombre. No puede pasarse por alto
cuánto mal ha sucedido en la Historia en nombre de opiniones e intenciones
buenas.

b) La cuestión de la salvación
        Con ello tocamos ya el segundo punto que ordinariamente es desatendido.
Cuando se habla del significado salvífico de las religiones, sorprendentemente se
piensa, la mayoría de las veces, sólo en que todas posibilitan la vida eterna, con lo
cual se acaba neutralizando el pensamiento en la vida eterna, pues uno llega de
todos modos a ella. Pero así se empequeñece inconvenientemente la cuestión de la
salvación. El cielo comienza en la tierra. La salvación en el más allá supone la vida
correspondiente en el más acá. Uno, pues, no puede preguntarse sólo quién va al
cielo y desentenderse simultáneamente de la cuestión del cielo. Hay que preguntar
qué es el cielo y cómo viene a la tierra. La salvación del más allá debe reflejarse en
una forma de vida, que hace aquí humano al hombre y, de este modo, conforme a
Dios. Esto significa nuevamente que, en la cuestión de la salvación, hay que mirar
más allá de las religiones mismas y a ese horizonte pertenecen reglas de vida recta
y justa, que no pueden ser relativizadas arbitrariamente. Yo diría, pues, que la
salvación comienza con la vida recta y justa del hombre en este mundo, que abarca
siempre los dos polos de lo particular y de la comunidad.

       Hay formas de comportamiento que nunca pueden servir para hacer recto y
justo al hombre, y otras, que siempre pertenecen al ser recto y justo del hombre.
Esto significa que la salvación no está en las religiones como tales, sino que
depende también de hasta qué punto llevan a los hombres, junto con ellas, al bien,
a la búsqueda de Dios, de la verdad y del bien. Por eso, la cuestión de la salvación
conlleva siempre un elemento de crítica religiosa, aunque también puede aliarse
positivamente con las religiones. En todo caso, tiene que ver con la unidad del bien,
con la unidad de lo verdadero, con la unidad de Dios y del hombre.

c) La conciencia y la capacidad del hombre para la verdad
       Este título lleva al tercer punto que quería abordar aquí. La unidad del
hombre tiene un órgano: la conciencia. Fue una osadía de san Pablo afirmar que
todos los hombres tienen la capacidad de escuchar la conciencia, separar así la
cuestión de la salvación del conocimiento y observancia de la Thorá, y situarla
sobre la exigencia común de la conciencia en la que el único Dios habla, y dice a
cada uno lo verdaderamente esencial de la Thorá: "Cuando los gentiles, que no
tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí
mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su
corazón, atestiguando su conciencia..." (Rom 2, 14 ss). Pablo no dice: Si los gentiles
se mantienen firmes en su religión, eso es bueno ante el juicio de Dios. Al contrario,
él condena gran parte de las prácticas religiosas de aquel tiempo. Remite a otra
fuente, a lo que todos llevan escrito en el corazón, al único bien del único Dios. De
todos modos, aquí se enfrentan hoy dos conceptos contrarios de conciencia, que la
mayoría de las veces sencillamente se entrometen el uno en el otro. Para Pablo la
conciencia es el órgano de la trasparencia del único Dios en todos los hombres, que
son un hombre. En cambio, actualmente la conciencia aparece como expresión del
carácter absoluto del sujeto, sobre el que no puede haber, en el campo moral,
ninguna instancia superior. Lo bueno como tal no es cognoscible. El Dios único no
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                                13


es cognoscible. En lo que afecta a la moral y a la religión, la última instancia es el
sujeto. Esto es lógico, si la verdad como tal es inaccesible. Así, en el concepto
moderno de conciencia, ésta es la canonización del relativismo, de la imposibilidad
de normas morales y religiosas comunes, mientras que, por el contrario, para
Pablo y la tradición cristiana había sido la garantía para la unidad del hombre y
para la cognoscibilidad de Dios, para la obligatoriedad común del mismo y único
bien. El hecho de que en todos los tiempos ha habido y hay santos gentiles, se basa
en que en todos lugares y en todos tiempos - aunque muchas veces con gran
esfuerzo y sólo parcialmente- era perceptible la voz del corazón, y la Thora de Dios
se nos hacía perceptible como obligación en nosotros mismos, en nuestro ser
creatural y así se nos hacía posible superar lo meramente subjetivo, en la relación
de unos con otros y en la relación con Dios. Y esto es salvación. Resta por saber lo
que Dios hace con los pobres fragmentos de nuestro ascenso hacia el bien, hacia Él
mismo, su misterio, que no debíamos arrogarnos el querer controlar.

Reflexiones conclusivas
        Al final de mis reflexiones quisiera llamar nuevamente la atención sobre
una indicación metodológica que da el Papa para la relación de la teología y la
filosofía, de la fe y la razón, porque con ella se toca la cuestión práctica de cómo
podía ponerse en marcha, en el sentido de la encíclica, una renovación del
pensamiento filosófico y teológico. La encíclica habla de un movimiento circular
entre teología y filosofía, y lo entiende en el sentido de que la teología tiene que
partir siempre en primer lugar de la Palabra de Dios; pero, puesto que esta Palabra
es verdad, hay que ponerla en relación con la búsqueda humana de la verdad, con
la lucha de la razón por la verdad y ponerla así en diálogo con la filosofía. La
búsqueda de la verdad por parte del creyente se realiza, según esto, en un
movimiento, en el que siempre se están confrontando la escucha de la Palabra
proclamada y la búsqueda de la razón. De este modo, por una parte, la fe se
profundiza y purifica, y, por otra, el pensamiento también se enriquece, porque se
le abren nuevos horizontes. Me parece que se puede ampliar algo más esta idea de
la circularidad: tampoco la filosofía como tal debería cerrarse en lo meramente
propio e ideado por ella. Así como debe estar atenta a los conocimientos empíricos,
que maduran en las diversas ciencias, así también debería considerar la sagrada
tradición de las religiones, y en especial el mensaje de la Biblia, como una fuente de
conocimiento del que ella se deja fecundar. De hecho, no hay ninguna gran filosofía
que no haya recibido de la tradición religiosa luces y orientaciones, ya pensemos
en la filosofía de Grecia y de la India, o en la filosofía que se ha desarrollado en el
ámbito del cristianismo, o también en las filosofías modernas, que estaban
convencidas de la autonomía de la razón y consideraban esta autonomía como
criterio último del pensar, pero que se mantuvieron deudoras de los grandes temas
del pensamiento que la fe cristiana había ido dando a la filosofía: Kant, Fichte,
Hegel, Schelling no serían imaginables sin los antecedentes de la fe, e incluso Marx,
en el corazón de su radical reinterpretación, vive del horizonte de esperanza que
había asumido de la tradición judía. Cuando la filosofía apaga totalmente este
diálogo con el pensamiento de la fe, acaba -como Jaspers formuló una vez- en una
"seriedad que se va vaciando de contenido". Al final se ve impelida a renunciar a la
cuestión de la verdad, y esto significa darse a sí misma por perdida. Pues una
filosofía que ya no pregunta quiénes somos, para qué somos, si existe Dios y la vida
eterna, ha abdicado como filosofía.
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                               14



        Quisiera concluir con la mención de un comentario a la encíclica, que ha
aparecido en el semanario alemán "Die Zeit", en otras ocasiones más bien lejano a
la Iglesia. El comentarista Jan Ross sintetiza con mucha precisión el núcleo de la
instrucción papal, cuando dice que el destronamiento de la teología y de la
metafísica "no ha hecho al pensamiento sólo más libre, sino también más angosto".
Sí, él no teme hablar de "entontecimiento por increencia". "Cuando la razón se
apartó de las cuestiones últimas, se hizo apática y aburrida, dejó de ser competente
para los enigmas vitales del bien y del mal, de muerte e inmortalidad". La voz del
Papa -prosigue este comentarista- ha dado ánimo "a muchos hombres y a pueblos
enteros; en los oídos de muchos ha sonado también dura y cortante, e incluso ha
suscitado odio, pero si enmudece, será un momento de silencio espantoso" (fin de
la cita). De hecho, si se deja de hablar de Dios y del hombre, del pecado y la gracia,
de la muerte y la vida eterna, entonces todo grito y todo ruido que haya será sólo
un intento inútil para hacer olvidar el enmudecerse de lo propiamente humano. El
Papa ha salido al paso ante el peligro de tal enmudecimiento con su parresía, con la
franqueza intrépida de la fe, y ha cumplido un servicio no sólo para la Iglesia, sino
también para la Humanidad. Debemos estarle agradecidos por ello.
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                                       15

          CONFERENCIA QUE PRONUNCIÓ EL CARDENAL JOSEPH RATZINGER
            EN LA BIBLIOTECA DEL SENADO DE LA REPÚBLICA ITALIANA
               SOBRE LOS FUNDAMENTOS ESPIRITUALES DE EUROPA

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E       uropa. ¿Qué es exactamente? Esta pregunta de siempre, fue planteada
        expresamente por el cardenal Józef Glemp en uno de los círculos lingüísticos del
        Sínodo de obispos sobre Europa: ¿dónde comienza, dónde termina Europa? ¿Por
qué, por ejemplo, Siberia no pertenece a Europa aunque también la habitan europeos, que
tienen un modo de pensar y de vivir completamente europeo? ¿Dónde se pierden las
fronteras de Europa en el sur de la comunidad de los pueblos de Rusia? ¿Dónde está su
límite en el Atlántico? ¿Qué islas pertenecen a Europa, y cuáles, en cambio, no? Y, ¿por
qué? En estos encuentros se manifiesta claramente que sólo de modo secundario Europa es
un concepto geográfico. Europa no es un continente netamente determinado en términos
geográficos, sino más bien es un concepto cultural e histórico.

1. El surgimiento de Europa
        Esto se percibe con bastante evidencia si intentamos remontarnos a los orígenes de
Europa. Quien habla del origen de Europa, cita normalmente a Heródoto (484-425 a.C.
aproximadamente), quien, de hecho, es el primero en definir Europa como concepto
geográfico; y lo hace así: «Los persas consideran Asia como su propiedad y los pueblos
bárbaros que habitan en ella, mientras estiman que Europa y el mundo griego es un país
distinto». No hace referencia a las fronteras de Europa, pero está claro que tierras que hoy
son el núcleo de Europa estaban completamente fuera del campo visual del historiador
antiguo.
        De hecho, con la formación de los estados helenísticos y del imperio romano, se
había formado un continente que se transformó en la base de la sucesiva Europa, pero que
tenía otras fronteras: eran las tierras alrededor del Mediterráneo, que gracias a sus vínculos
culturales, gracias al tráfico y al comercio, gracias al sistema político común, formaban un
verdadero y particular continente.
        Sólo el avance triunfal del Islam en el siglo VII y al inicio del siglo VIII trazó una
frontera a lo largo del Mediterráneo; por así decirlo, la partió en dos, de tal manera que
todo lo que hasta entonces era un continente se subdividía ahora en tres continentes: Asia,
África y Europa.
        En oriente, la transformación del mundo antiguo se realizó más lentamente que en
occidente: el imperio romano, con Constantinopla como punto central, resistió hasta el
siglo XV, aunque fue quedando cada vez más al margen. Mientras tanto, en torno al año
700, la parte meridional del Mediterráneo queda completamente fuera de lo que hasta ese
entonces era un continente cultural. Al mismo tiempo se lleva a cabo una mayor extensión
hacia el norte. El límite, que hasta entonces había sido un confín continental, desaparece y
se abre hacia un nuevo espacio histórico que ahora abrazaría Galia, Germania, Bretaña
como tierras-núcleo propiamente dichas, y se extiende cada vez más hacia Escandinavia.
        En este proceso de cambio de los confines, la continuidad ideal con el precedente
continente mediterráneo, medido geográficamente de un modo nuevo, tiene como garantía
un modelo de teología de la historia: partiendo del libro de Daniel, se consideraba al
Imperio Romano renovado y transformado por la fe cristiana como el último y permanente
reino de la historia del mundo en general y, por tanto, se definía la trabazón de pueblos y
estados que estaba en vías de formación como el permanente «Sacrum Imperium
Romanum».
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                                     16

        Este proceso de una nueva identificación histórica y cultural se realizó de manera
totalmente consciente bajo el reino de Carlomagno. Aquí surge nuevamente el antiguo
nombre de Europa, con un significado diverso: este vocablo se utilizaba incluso como
definición del reino de Carlomagno, y expresaba, al mismo tiempo, la consciencia de la
continuidad y de la novedad con que la nueva trabazón de estados se presentaba: como una
fuerza con futuro. Con futuro porque se concebía en continuidad con lo que había sido la
historia del mundo hasta entonces y anclada últimamente en lo que permanece para
siempre.
        Esta autocomprensión que se estaba formando se expresa al mismo tiempo en la
consciencia de la definitividad, así como la de una misión.
        Es verdad que el concepto de Europa casi desaparece nuevamente después del fin
del reino carolingio y se conserva solamente en el lenguaje de los doctos; en el lenguaje
popular sólo se usa al inicio de la época moderna --aunque en relación con el peligro de los
Turcos, como modalidad de autoidentificación--, para imponerse en general en el siglo
XVIII. Independientemente de esta historia del término, la constitución del reino de los
francos como el imperio romano jamás desaparecido y entonces renacido, significa, de
hecho, el paso decisivo hacia lo que nosotros entendemos hoy cuando hablamos de
Europa.
        Ciertamente no podemos olvidar que hay también una segunda raíz de la Europa,
de una Europa no occidental: el imperio romano de hecho, como ya he mencionado, había
resistido en Bizancio contra las tempestades de la migración de los pueblos y de la invasión
islámica. Bizancio se percibía a sí misma como la verdadera Roma; es un hecho que aquí el
imperio no había decaído jamás, razón por la cual seguía reivindicando la otra mitad del
imperio, la occidental.
        También este imperio romano de oriente se extendió ulteriormente hacia el norte,
abarcando al mundo eslavo, y se creó un mundo propio, greco-romano, que se diferencia
respecto a la Europa latina del occidente en virtud de la diversidad de su liturgia, de una
constitución eclesiástica diferente, de una escritura diversa, y en virtud de la renuncia al
latín como lengua común enseñada.
        Ciertamente hay también suficientes elementos unificadores, que pueden hacer de
los dos mundos un único, común continente: en primer lugar, la herencia común de la
Biblia y de la Iglesia antigua, que, por otra parte, en ambos mundos hace referencia a una
realidad que está más allá de sí misma, hacia un origen que ahora se encuentra fuera de
Europa, es decir, en Palestina; en segundo lugar, la misma idea común de Imperio, la
común comprensión de fondo de la Iglesia y, por tanto, también la comunión en las ideas
fundamentales del derecho y de los instrumentos jurídicos; por último, yo mencionaría
también el monaquismo, que en los grandes movimientos de la historia se ha mantenido
como el vehículo esencial, no sólo de la continuidad cultural, sino, sobre todo, de los
valores fundamentales religiosos y morales, de las orientaciones últimas del hombre, y en
cuanto fuerza pre-política y super-política se transformó en el vehículo de los
renacimientos siempre necesarios.
        Entre las dos Europas, a pesar de la común y esencial herencia eclesial, hay sin
embargo una profunda diferencia, cuya importancia ha quedado subrayada especialmente
por Endre von Ivanka: en Bizancio, Imperio e Iglesia aparecen casi identificados el uno con
el otro; el emperador también es el jefe de la Iglesia. Él se considera a sí mismo como
representante de Cristo, y en unión con la figura de Melquisedec, que era al mismo tiempo
rey y sacerdote (Gén 14 18), lleva desde el siglo VI el título oficial de «rey y sacerdote».
Dado que a partir de Constantino el emperador había escapado de Roma, en la antigua
capital del imperio pudo desarrollarse la posición autónoma del obispo de Roma, como
sucesor de Pedro y pastor supremo de la Iglesia; aquí ya desde el inicio de la era
constantiniana se enseñó una dualidad de potestad: emperador y papa tienen de hecho
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                                      17

potestades separadas, ninguno dispone de la totalidad. El papa Gelasio I (492-496) formuló
la visión de occidente en su famosa carta al emperador Anastasio y, todavía más
claramente, en su cuarto tratado, donde ante la tipología bizantina de Melquisedec subraya
que la unidad de las potestades está exclusivamente en Cristo: «él, de hecho, a causa de la
debilidad humana (¡soberbia!) Ha separado para los tiempos sucesivos los dos ministerios
de manera que ninguno se ensoberbezca» (c. 11). Para las cosas de la vida eterna los
emperadores cristianos tienen necesidad de los sacerdotes (pontífices) y éstos, a su vez, se
atienen para el curso temporal de las cosas, a las disposiciones imperiales. Los sacerdotes
deben seguir en las cosas mundanas las leyes del emperador, puesto por querer divino,
mientras éste debe someterse en las cosas divinas al sacerdote. Con esto se introdujo la
separación y distinción de las potestades, que fue de máxima importancia para el desarrollo
sucesivo de Europa, y que, por así decirlo, puso los fundamentos de lo que es propiamente
típico de Occidente.
        Ya que de ambas partes, ante tales delimitaciones, siempre permaneció vivo el
impulso a la totalidad, la codicia de imponer el poder propio sobre el del otro, este
principio de separación se convirtió también en fuente de sufrimientos infinitos. La manera
en que se debe vivir correctamente y concretar política y religiosamente este principio sigue
siendo un problema fundamental, incluso para la Europa de hoy y de mañana.

2. El viraje hacia la época moderna
        Si a partir de cuanto he dicho hasta ahora podemos considerar el surgimiento del
imperio carolingio de una parte, y la continuación del imperio romano en Bizancio y su
misión hacia los pueblos eslavos por otra, como el verdadero y propio nacimiento del
continente Europa, el inicio de la época moderna significa para ambas Europas un viraje,
un cambio radical que concierne tanto a la esencia de este continente como a sus contornos
geográficos.
        En 1453 Constantinopla fue conquistada por los turcos. O. Hiltbrunner comenta
este acontecimiento de manera lacónica: «los últimos... doctos emigraron... hacia Italia y
transmitieron a los humanistas del Renacimiento el conocimiento de los textos originales
griegos; sin embargo, oriente se hundió en la ausencia de cultura». Esta afirmación puede
ser un poco burda, ya que, de hecho, también el reino de la dinastía de los Osman tenía su
cultura; pero es cierto que la cultura greco-cristiana europea de Bizancio tuvo su fin con
esta invasión. De este modo, una de las dos alas de Europa estuvo a punto de desaparecer,
pero la herencia bizantina no estaba muerta: Moscú se declara a sí misma como la tercera
Roma, funda entonces un propio patriarcado sobre la base de la idea de una segunda
«translatio imperii» y se presenta, por tanto, como una nueva metamorfosis del «Sacrum
Imperium » --como una forma propia de Europa, que, sin embargo, permaneció unida con
occidente y se orientó cada vez más hacia él, hasta el punto de que Pedro el Grande intentó
convertirla en un país occidental--. Este movimiento hacia el norte de la Europa bizantina
implicó también un amplio movimiento hacia oriente de las fronteras del continente. El
establecimiento de los Urales como frontera es sumamente arbitrario. De cualquier forma,
el mundo que quedaba a su oriente se convirtió cada vez más en una especie de
subestructura de Europa --ni Asia ni Europa--; esencialmente forjado por Europa, pero sin
participar de su carácter de sujeto: objeto, pero no vehículo de su historia. Quizás con esto
se define la esencia de un estado colonial.
        Por tanto, al inicio de la época moderna, podemos hablar, en la Europa bizantina,
no occidental, de un doble acontecimiento: por una parte se da la disolución del antiguo
Bizancio con su continuidad histórica en relación con el Imperio Romano; por otra parte,
esta segunda Europa obtuvo con Moscú un nuevo centro y amplió sus confines hacia
oriente, para erigir en Siberia una especie de pre-estructura colonial.
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                                        18

         Contemporáneamente, también podemos constatar en occidente un doble proceso
con un significado histórico notable. Gran parte del mundo germánico se separa de Roma;
surge una nueva forma iluminada de cristianismo, de modo que, por medio de occidente, se
crea a partir de entonces una línea de separación que forma también claramente una
frontera cultural, un confín entre dos diversos modos de pensar y relacionarse.
Ciertamente, también dentro del mundo protestante hay una fractura: en primer lugar entre
luteranos y reformados, a los cuales se asocian los metodistas y presbiterianos, mientras la
Iglesia anglicana busca formar un camino intermedio entre católicos y evangélicos; a esto se
añade también la diferencia entre el cristianismo bajo la forma de una iglesia de Estado, que
llega a ser un distintivo de Europa, e iglesias libres, que encuentran su espacio de refugio en
Norteamérica, tema éste del que debemos volver a hablar.
         Pongamos atención, en primer lugar, al segundo acontecimiento, que caracteriza
esencialmente la situación de la época moderna, diferenciándola de la que era la Europa
latina: el descubrimiento de América. A la extensión de Europa hacia el este, gracias a la
progresiva extensión de Rusia hacia Asia, corresponde la radical salida de Europa más allá
de sus confines geográficos hacia el mundo que está más allá del océano, que ahora se llama
América. La subdivisión de Europa en una mitad latino-católica y una mitad germánico-
protestante se transfirió y repercutió sobre esta parte de tierra ocupada por Europa.
También América fue al inicio una Europa ampliada, una colonia, pero ella también se crea
--contemporáneamente a la agitación europea provocada por la Revolución Francesa-- su
propio carácter de sujeto: desde el siglo XIX en adelante, aunque forjada en sus aspectos
profundos por su nacimiento europeo, América se presenta ante Europa como un sujeto
propio.
         En este intento de conocer la identidad más profunda e interior de Europa a través
de una mirada histórica, hemos tomado en consideración dos virajes históricos
fundamentales: el primero es la disolución del viejo continente mediterráneo, por obra del
continente del «Sacrum Imperium», colocado más hacia el norte, en el que se forma Europa
a partir de la época carolingia como mundo occidental-latino, junto a éste está la
continuación de la vieja Roma en Bizancio, con su extensión hacia el mundo eslavo. Como
segundo paso, hemos observado la caída de Bizancio y, por una parte, el consiguiente
traslado hacia el norte y hacia el este de la idea cristiana de imperio de una parte de Europa,
y, por otra parte, la división interna de Europa en un mundo germánico-protestante y un
mundo latino-católico. Además de esto, se encuentra la expansión hacia América, a la que
se trasfiere esta división y que, al final, se constituye como un sujeto histórico propio que
está ante Europa.
         Ahora debemos considerar un tercer viraje, cuyo faro más visible lo constituye la
Revolución francesa. Es verdad que el «Sacrum Imperium» como realidad política se estaba
disolviendo desde el final de la Edad Media y se había vuelto cada vez más frágil, incluso
como válida e indiscutible interpretación de la historia; pero sólo entonces este marco
espiritual se fragmenta también formalmente, este marco espiritual sin el cual Europa no
habría podido formarse. Es un proceso de considerable importancia, tanto desde el punto
de vista político como ideal. Desde el punto de vista ideal, esto significa que se rechaza el
fundamento sacro de la historia y de la existencia estatal: la historia ya no se mide de
acuerdo con una idea de Dios precedente a ella y que le da forma; el Estado es considerado,
a partir de entonces, en términos puramente seculares, fundado en la racionalidad y en la
voluntad de los ciudadanos.
         Por primera vez en absoluto surge en la historia el Estado puramente secular, que
abandona y deja a un lado la garantía divina y la normativa divina del elemento político,
considerándolo como una visión mitológica del mundo y declara al mismo Dios como una
cuestión privada, que no es parte de la vida pública y de la formación de la voluntad
común. Ésta es concebida únicamente como un asunto de la razón, para la cual Dios no
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                                         19

aparece claramente cognoscible: religión y fe en Dios pertenecen al ámbito del sentimiento,
no al de la razón. Dios y su voluntad cesan de ser relevantes en la vida pública.
         De este modo surge, con el fin del siglo XVIII y el inicio del siglo XIX, un nuevo
tipo de cisma, cuya gravedad percibimos cada vez más netamente. En alemán, este proceso
no tiene ningún término, ya que se ha desarrollado más lentamente. En las lenguas latinas
es caracterizado como división entre cristianos y laicos. En los últimos dos siglos esta
laceración ha penetrado en las naciones latinas como una fractura profunda, mientras el
cristianismo protestante, al inicio, tuvo una vida fácil al conceder dentro de sí espacio a las
ideas liberales e ilustradas, sin destruir el marco de un amplio consenso cristiano.
         El aspecto de política realista de la disolución de la antigua idea de imperio consiste
en esto: las naciones, los estados, que son identificables como tales gracias a la formación
de ámbitos lingüísticos unitarios, aparecen definitivamente como los únicos y verdaderos
portadores de la historia, y, por tanto, obtienen un rango que antes no les correspondía.
         El dramatismo explosivo de este sujeto histórico, plural, se muestra en el hecho de
que las grandes naciones europeas se consideraban depositarias de una misión universal,
que necesariamente debía llevar a conflictos entre ellas, cuyo impacto mortal lo hemos
experimentado dolorosamente en el siglo recién pasado.

3. La universalización de la cultura europea y su crisis
         Finalmente debemos considerar un proceso ulterior, con el cual la historia de los
últimos siglos avanza claramente hacia un mundo nuevo. Si la vieja Europa precedente a la
época moderna, en sus dos mitades había conocido esencialmente sólo un adversario, con
el cual debía confrontarse para la vida y para la muerte, es decir, el mundo islámico; si el
viraje de la época moderna había llevado a la extensión hacia América y hacia partes de Asia
sin grandes sujetos culturales propios, ahora tiene lugar la salida hacia los dos continentes
hasta ahora tocados sólo marginalmente: África y Asia, que trataron de transformarse en
sucursales de Europa, en colonias. Hasta cierto punto, esto también se logró, pues ahora
también Asia y África siguen el ideal del mundo forjado por la técnica y el bienestar, de tal
modo que también allí las antiguas tradiciones religiosas entran en crisis y estratos de
pensamiento puramente secular dominan siempre más la vida pública.
         Pero hay también un efecto contrario: el renacimiento del Islam no está solamente
unido a la nueva riqueza material de los países islámicos, sino que también se alimenta por
la conciencia de que el Islam es capaz de ofrecer una base espiritual válida para la vida de
los pueblos, una base que parece haberse escapado de la mano de la vieja Europa, que, no
obstante su duradera potencia política y económica, se ve, cada vez más, como condenada
al declino y al obscurecimiento.
         Las grandes tradiciones religiosas de Asia, sobre todo su componente mística, que
encuentra expresión en el budismo, se elevan también como potencias espirituales contra
una Europa que reniega de sus fundamentos religiosos y morales. El optimismo acerca de
la victoria del elemento europeo, que Arnold Toynbee podía sostener todavía al inicio de
los años sesenta, aparece hoy extrañamente superado: «de 28 culturas que nosotros hemos
identificado... 18 están muertas y nueve de las restantes; de hecho, todas menos la nuestra
muestran que están golpeadas de muerte».
         ¿Quién repetiría hoy todavía las mismas palabras? Y, en general, ¿qué es nuestra
cultura, la que todavía permanece? La cultura europea, ¿es quizás la civilización de la
técnica y del comercio difundida victoriosamente por el mundo entero? ¿O no es esta
civilización más bien la nacida de manera post-europea por el fin de las antiguas culturas
europeas?
         Yo veo aquí una sincronía paradójica: con la victoria del mundo técnico-secular
post-europeo, con la universalización de su modelo de vida y de su manera de pensar, se da
en todo el mundo --especialmente en los mundos estrictamente no-europeos de Asia y
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                                       20

África-- la impresión de que el mundo de valores de Europa, su cultura y su fe, aquello
sobre lo que se basa su identidad, ha llegado al final y esté saliendo del escenario; da la
impresión de que ha llegado la hora de los sistemas de valores de otros mundos, de la
América precolombina, del Islam, de la mística asiática.
         Europa, justo en esta hora de su máximo éxito, parece haberse vaciado por dentro,
paralizada en cierto sentido por una crisis de su sistema circulatorio, una crisis que pone en
riesgo su vida, dependiendo por así decirlo, de trasplantes, que sin embargo no pueden
eliminar su identidad. A esta disminución interior de las fuerzas espirituales importantes
corresponde el hecho de que también étnicamente Europa parece que recorre el camino de
la desaparición.
         Hay una extraña falta de deseo de futuro. Los hijos, que son el futuro, son vistos
como una amenaza para el presente; se piensa que nos quitan algo de nuestra vida. No se
les experimenta como una esperanza, sino como un límite para el presente. Se impone la
comparación con el Imperio Romano en declive: funcionaba todavía como gran armazón
histórico, pero en la práctica vivía ya de quienes debían disolverlo, porque a él mismo ya no
le quedaba ninguna energía vital.
         Con esto hemos llegado a los problemas del presente. En cuanto al posible futuro
de Europa hay dos diagnósticos contrapuestos.
         Por una parte, está la tesis de Oswald Spengler, quien creía poder fijar una especie
de ley natural para las grandes expresiones culturales: existe un momento de nacimiento,
crecimiento gradual, florecimiento, lento entorpecimiento, envejecimiento y muerte.
Spengler enriquece su tesis --de modo impresionante--, con documentación entresacada de
la historia de las culturas, documentación en la que se puede entrever esta ley del decurso
natural. Su tesis era que Occidente ha alcanzado su época final, que este continente cultural
está corriendo inexorablemente al encuentro con la muerte, a pesar de todos los intentos de
rechazarla. Naturalmente, Europa puede transmitir sus dones a una nueva cultura
emergente, como ya ha sucedido en los precedentes ocasos de una cultura, pero como
sujeto, ella tiene ya su tiempo de vida a las espaldas.
         Esta tesis --definida como «biologista»-- ha encontrado opositores apasionados en
el tiempo de entreguerras, especialmente en el ámbito católico; Arnold Toynbee se opuso a
ella de manera impresionante, aunque con postulados que encuentran actualmente poca
resonancia. Toynbee muestra la diferencia entre progreso técnico-material de una parte y
progreso real de otra. Define este último como espiritualización. Admite que Occidente --el
mundo occidental-- se encuentra en una crisis, y su causa sería el hecho de que se ha
pasado de la religión al culto a la técnica, a la nación, al militarismo. La crisis, para él,
significa al final secularismo.
         Si se conoce la causa de la crisis, se puede indicar también el camino hacia la
curación: se debe introducir nuevamente el factor religioso, del que forma parte, según él, la
herencia religiosa de todas las culturas, pero, especialmente, lo «que ha quedado del
cristianismo occidental». Aquí se contrapone a la visión «biologista» una visión
«voluntarista», que apunta a la fuerza de las minorías creativas y a las personalidades
singulares y excepcionales.
         La pregunta que se plantea es: ¿es justo este diagnóstico? Y si lo es, ¿está en
nuestras manos introducir nuevamente el momento religioso, en una síntesis de
cristianismo residual y herencia religiosa de la humanidad? En todo caso, la cuestión entre
Spengler y Toynbee permanece abierta porque no podemos ver el futuro. Pero
independientemente de todo eso, se impone la tarea de preguntarnos qué es lo que puede
garantizar el futuro y mantener viva la identidad interior de Europa a través de todas las
metamorfosis históricas. O más simplemente: qué podría ofrecer --tanto para hoy como
mañana-- la dignidad humana y una existencia conforme a ella.
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                                         21

         Para encontrar una respuesta debemos echar de nuevo un vistazo a nuestro
presente teniendo en cuenta sus raíces históricas. Anteriormente nos habíamos detenido en
la Revolución Francesa y en el siglo XIX. Durante este tiempo se han desarrollado sobre
todo dos nuevos modelos europeos. En las naciones latinas el modelo laicista: un Estado
netamente separado de los organismos religiosos, que son relegados al ámbito privado. El
mismo Estado rechaza cualquier fundamento religioso y se sabe fundado solamente sobre
la razón y sus intuiciones. Frente a la flaqueza de la razón, estos sistemas se han revelado
frágiles y se convierten con facilidad en víctimas de las dictaduras; sobreviven,
propiamente, sólo porque partes de la vieja conciencia moral continúan subsistiendo aun
sin los fundamentos precedentes, permitiendo así un consenso moral básico. Por otra
parte, en el mundo germánico, existen de manera diferenciada los modelos de Iglesia de
Estado del protestantismo liberal. En ellos una religión cristiana iluminada, esencialmente
concebida como moral ..y con formas de culto resguardadas por el Estado-- garantiza un
consenso moral y un fundamento religioso amplio, al que cada religión que no es del
Estado debe adecuarse. Este modelo en Gran Bretaña, en los estados escandinavos y en un
primer momento en la Alemania dominada por los prusianos aseguró durante mucho
tiempo una cohesión estatal y social. En Alemania, sin embargo, la caída del cristianismo de
Estado prusiano creó un vacío, que después se ofreció igualmente como vacío para el
surgimiento de una dictadura. Hoy en día, las iglesias de Estado han caído en todas partes,
víctimas del desgaste: de cuerpos religiosos que son derivaciones del Estado ya no proviene
ninguna fuerza moral, y el mismo Estado no puede crear una fuerza moral, sino que la debe
presuponer para después construir sobre ella.
         Entre estos dos modelos se colocan los Estados Unidos de Norteamérica, que por
una parte --formados sobre la base de las iglesias libres-- parten de un rígido dogma de
separación y por otra parte --más allá de las denominaciones individuales--, se caracterizan
por un consenso de fondo cristiano-protestante no forjado en términos confesionales.
Consenso que se vinculaba a una particular conciencia de la misión de tipo religioso frente
al resto del mundo. De este nodo, daba al factor religioso un significativo peso público, que
en cuanto fuerza pre-política y supra-política podía ser determinante para la vida política.
Ciertamente no se puede esconder que también en los Estados Unidos la disolución de la
herencia cristiana avanza incesantemente, mientras que al mismo tiempo el rápido aumento
del elemento hispánico y la presencia de tradiciones religiosas provenientes de todo el
mundo cambian el panorama. Se podría observar también que los Estados Unidos
promueven ampliamente la protestantización de América Latina y, de ese modo, la
disolución de la Iglesia católica a través de la formación de iglesias libres. Todo ello porque
tienen la convicción de que la Iglesia católica no puede asegurar un sistema político y
económico estable, ya que fracasa como educadora de las naciones. En cambio, esperan
que el modelo de las iglesias libres haga posible un consenso moral y una formación
democrática de la voluntad pública, similares a aquellos característicos de los Estados
Unidos. Para complicar todavía más el panorama, se debe admitir que actualmente la Iglesia
católica forma la comunidad religiosa más grande de los Estados Unidos. Esta Iglesia, en su
vida de fe, está decididamente del lado de la identidad católica. Sin embargo, los católicos,
por lo que se refiere a la relación entre Iglesia y política han recibido las tradiciones de las
iglesias libres, es decir, que una Iglesia que no se confunda con el Estado garantiza mejor
los fundamentos morales del todo, de forma que la promoción del ideal democrático
aparece como un deber moral profundamente conforme a la fe. En una posición similar, se
puede ver una continuación, adecuada a los tiempos, del modelo del Papa Gelasio, del que
se ha hablado anteriormente.
         Regresemos a Europa. A los dos modelos de los que he hablado anteriormente se le
añadió en el siglo XIX, un tercero: el socialismo, que rápidamente se subdividió en dos vías
diversas: la totalitaria y la democrática.
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                                       22

        El socialismo democrático fue capaz, desde el inicio, de integrarse dentro de los dos
modelos existentes, como un sano contrapeso frente a las posiciones liberales radicales,
enriqueciéndolas y corrigiéndolas. Esto se reveló como algo que iba más allá de las
confesiones: en Inglaterra era el partido de los católicos, que no podían sentirse a gusto ni
en el campo protestante-conservador, ni en el liberal. También, en la Alemania guillermina
el centro católico podía sentirse más cercano al socialismo democrático que a las fuerzas
conservadoras rígidamente prusianas y protestantes. En muchos aspectos el socialismo
democrático estaba y está cerca de la doctrina social católica; en todo caso, ha contribuido
considerablemente a la formación de una conciencia social.
        Sin embargo, el modelo totalitario se vinculaba a una filosofía de la historia
rígidamente materialista y atea: la historia se comprende deterministamente como un
proceso de progreso que pasa a través de la fase religiosa y de la liberal para alcanzar la
sociedad absoluta y definitiva, en la que la religión, como residuo del pasado, se supera y el
funcionamiento de las condiciones materiales puede garantizar la felicidad de todos. El
aparente carácter científico esconde un dogmatismo intolerante: el espíritu es producto de
la materia; la moral es producto de las circunstancias y debe definirse y practicarse de
acuerdo con los objetivos de la sociedad; todo lo que sirve para favorecer la llegada de un
Estado final feliz es moral. La inversión de los valores que habían construido Europa es
completa. Aún más, se da una fractura frente a la tradición moral de toda la humanidad: ya
no hay valores independientes de los objetivos del progreso; en un momento dado todo
puede permitirse e incluso resultar necesario, puede ser moral en el sentido nuevo del
término. Incluso el hombre puede llegar a ser un instrumento; no cuenta el individuo. Sólo
el futuro llega a ser la terrible divinidad que dispone de todos y de todo.
        Los sistemas comunistas, mientras tanto, han naufragado sobre todo por su falso
dogmatismo económico. Pero se olvida demasiado fácilmente el hecho de que han
naufragado sobre todo por su desprecio de los derechos humanos, por su subordinación de
la moral a las exigencias del sistema y a sus promesas de futuro. La verdadera y propia
catástrofe que han dejado a sus espaldas no es de naturaleza económica; consiste en el
desecamiento de las almas, en la destrucción de la conciencia moral. Veo esto como un
problema esencial del momento actual para Europa y para el mundo: nadie cuestiona el
naufragio económico, y por eso sin dudarlo los ex-comunistas se han vuelto liberales en
economía. Sin embargo, la problemática moral y religiosa, el problema de fondo, es casi
totalmente removida de la consideración.
        La problemática dejada tras de sí por el marxismo continúa existiendo hoy: la
disolución de las certezas primordiales del hombre sobre Dios, sobre sí mismo y sobre el
universo. Esta disolución de la conciencia de los valores morales intangibles es
precisamente ahora nuestro problema y puede conducir a la autodestrucción de la
conciencia europea que debemos comenzar a considerar --independientemente de la visión
del ocaso de Spengler-- como un peligro real.

4. ¿En qué punto estamos hoy?
         Así nos encontramos ante la cuestión: ¿cómo deberían continuar las cosas? En los
violentos trastornos de nuestro tiempo, ¿hay una identidad de Europa que puede tener un
futuro y por la cual podamos comprometernos con todo nuestro ser? No estoy preparado
para entrar en una discusión detallada sobre la futura Constitución europea. Sólo quisiera
indicar brevemente los elementos morales fundamentales que, en mi opinión, no deberían
faltar.
         Un primer elemento es el carácter incondicional con que la dignidad humana y los
derechos humanos deben presentarse como valores que preceden a cualquier jurisdicción
estatal. Estos derechos fundamentales no son creados por el legislador ni son conferidos a
los ciudadanos, «sino más bien existen por derecho propio, siempre han de ser respetados
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                                        23

por el legislador, a quien le son dados previamente como valores de orden superior». Esta
validez de la dignidad humana previa a cualquier actuar político y a toda decisión política
nos remite al Creador: sólo Él puede establecer valores que se fundan en la esencia del
hombre y que son intangibles. Que existan valores que no son manipulables por nadie es la
garantía verdadera y propia de nuestra libertad y de la grandeza humana; la fe cristiana ve
en esto el misterio del Creador y de la condición de imagen de Dios que Él ha conferido al
hombre.
         Ahora bien, hoy en día casi nadie negará directamente la preeminencia de la
dignidad humana y de los derechos humanos fundamentales respecto a toda decisión
política; son aún demasiado recientes los horrores del nazismo y de su teoría racista. Pero
en el ámbito concreto del así llamado progreso de la medicina, hay amenazas muy reales
para estos valores: sea que pensemos en la clonación, sea que pensemos en la conservación
de fetos humanos para la investigación y donación de órganos, sea que pensemos en todo
el ámbito de la manipulación genética -la lenta consunción de la dignidad humana que aquí
nos amenaza no puede ser desconocida por nadie. A esto se añaden, de manera creciente,
el tráfico de personas humanas, las nuevas formas de esclavitud, el negocio del tráfico de
órganos humanos para trasplantes. Siempre se aducen finalidades buenas, para justificar lo
injustificable. En estos sectores, hay algunos puntos firmes en la Carta de los derechos
fundamentales de los que podemos alegrarnos, pero en puntos importantes resulta
demasiado vaga, mientras que es propiamente en estos puntos donde se arriesga la seriedad
del principio que está en juego.
         Resumiendo: fijar por escrito el valor y la dignidad del hombre, la libertad, igualdad
y solidaridad con las afirmaciones de fondo de la democracia y del estado de derecho,
implica una imagen del hombre, una opción moral y una idea de derecho que no son para
nada obvias, pero que de hecho son factores fundamentales de identidad de Europa. Estos
principios deberían garantizarse, también, en sus consecuencias concretas y sólo se pueden
defender si se forma siempre nuevamente una conciencia moral correspondiente.
         Un segundo punto en donde aparece la identidad europea es el matrimonio y la
familia. El matrimonio monógamo, como estructura fundamental de la relación entre
hombre y mujer y, al mismo tiempo, como célula en la formación de la comunidad estatal,
se ha forjado a partir de la fe bíblica. Éste dio a Europa, tanto a la occidental como a la
oriental, su rostro particular y su particular humanidad, también y precisamente porque la
forma de fidelidad y de renuncia delineada en ella siempre debió conquistarse nuevamente,
con muchas fatigas y sufrimientos. Europa no sería Europa, si esta célula fundamental de
su edificio social desapareciese o se cambiase algo de su esencia. La Carta de los derechos
fundamentales habla de derecho al matrimonio, pero no expresa ninguna protección
jurídica y moral específica para él, y ni siquiera lo define de forma más precisa. Todos
sabemos cuán amenazados están el matrimonio y la familia tanto mediante el vaciamiento
de su indisolubilidad a través de formas cada vez más fáciles de divorcio, como por un
nuevo comportamiento que va difundiéndose cada vez más: la convivencia de hombre y
mujer sin la forma jurídica del matrimonio. En notable contraste con todo esto, existe la
petición de comunión de vida de los homosexuales, quienes ahora paradójicamente exigen
una forma jurídica, que debe equipararse más o menos al matrimonio. Con esta tendencia
se sale del complejo de la historia moral de la humanidad, que a pesar de toda la diversidad
de formas jurídicas del matrimonio, sabía siempre que éste, según su esencia, es la
particular comunión de hombre y mujer, que se abre a los hijos y así a la familia. No se
trata de discriminación, sino de la pregunta sobre qué es la persona humana en cuanto
hombre y mujer y cómo la convivencia de hombre y mujer puede formalizarse
jurídicamente. Si, por una parte, su convivencia se separa cada vez más de las formas
jurídicas, si, por otra parte, se ve la unión homosexual como participante del mismo rango
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                                       24

del matrimonio, entonces estamos ante una disolución de la imagen del hombre, cuyas
consecuencias sólo pueden ser extremadamente graves.
        Mi último punto es la cuestión religiosa. No quisiera entrar aquí en las complejas
discusiones de los últimos años, sino poner de relieve sólo un aspecto fundamental para
todas las culturas: el respeto de a lo que es sagrado para otra persona, y particularmente el
respeto por lo sagrado en el sentido más alto, por Dios. Es lícito suponer que se pueden
encontrar este respeto en quien no está dispuesto a creer en Dios. Donde se quebrante este
respeto, se pierde algo esencial en la sociedad. En la sociedad actual, gracias a Dios, se
multa a quien deshonra la fe de Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se multa
también a quien vilipendia el Corán y las convicciones de fondo del Islam. Sin embargo,
cuando se trata de Cristo y de lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de opinión
aparece como el bien supremo, cuya limitación resulta una amenaza o incluso una
destrucción de la tolerancia y la libertad en general. Sin embargo, la libertad de opinión
tiene su límite en que no puede destruir el honor y la dignidad del otro; no hay libertad para
mentir o para destruir los derechos humanos.
        Occidente siente un odio por sí mismo que es extraño y que sólo puede
considerarse como algo patológico; occidente sí intenta laudablemente abrirse, lleno de
comprensión a valores externos, pero ya no se ama a sí mismo; sólo ve de su propia
historia lo que es censurable y destructivo, al tiempo que no es capaz de percibir lo que es
grande y puro. Europa necesita de una nueva --ciertamente crítica y humilde-- aceptación
de sí misma, si quiere verdaderamente sobrevivir. A veces, la multiculturalidad, que se
estimula y favorece continua y apasionadamente, se transforma en abandono y negación de
lo que le es propio, una fuga de las cosas propias. Pero la multiculturalidad no puede
subsistir sin constantes en común, sin puntos de referencia a partir de valores propios.
Seguramente no puede subsistir sin respeto de lo que es sagrado. De ella forma parte el
andar al encuentro con respeto a los elementos sagrados del otro, pero esto podemos
hacerlo sólo si lo sagrado, Dios, no nos es extraño a nosotros mismos. Ciertamente,
podemos y debemos aprender de lo que es sagrado para los demás, pero justamente ante
los demás y por los demás, es deber nuestro nutrir en nosotros mismos el respeto ante lo
que es sagrado y mostrar el rostro de Dios que se nos ha aparecido --del Dios que tiene
compasión de los pobres y de los débiles, de las viudas y de los huérfanos, del extranjero;
del Dios que hasta tal punto es humano que él mismo se ha hecho hombre, un hombre
sufriente, que sufriendo junto a nosotros da dignidad y esperanza al dolor.
        Si no hacemos esto, no sólo renegamos de la identidad de Europa, sino que se
desvanece un servicio a los demás al que ellos tienen derecho. Para las culturas del mundo,
la profanidad absoluta que se ha ido formando en Occidente es algo profundamente
extraño. Están convencidas que un mundo sin Dios no tiene futuro. Por lo tanto,
justamente la multiculturalidad nos llama a entrar nuevamente en nosotros mismos.
        No sabemos cómo será el futuro de Europa. La Carta de los derechos
fundamentales puede ser un primer paso, un signo de que Europa busca nueva y
conscientemente su alma. En esto hace falta darle la razón a Toynbee: el destino de una
sociedad depende siempre de minorías creativas. Los cristianos creyentes deberían
concebirse a sí mismos como tal minoría creativa y contribuir a que Europa recobre
nuevamente lo mejor de su herencia y esté así al servicio de toda la humanidad.
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                                25



    DISCURSO PREPARADO POR EL PAPA BENEDICTO XVI PARA
  EL ENCUENTRO CON LA UNIVERSIDAD DE ROMA "LA SAPIENZA"



(Texto de la conferencia que el Papa Benedicto XVI iba a pronunciar durante su visita a
la "Sapienza, Universidad de Roma", el jueves 17 de enero de 2008. Visita cancelada el
15 de enero)



P   ara mí es motivo de profunda alegría encontrarme con la comunidad de la
    "Sapienza, Universidad de Roma" con ocasión de la inauguración del año
académico. Ya desde hace siglos esta universidad marca el camino y la vida de
la ciudad de Roma, haciendo fructificar las mejores energías intelectuales en
todos los campos del saber. Tanto en el tiempo en que, después de su fundación
impulsada por el Papa Bonifacio VIII, la institución dependía directamente de la
autoridad eclesiástica, como sucesivamente, cuando el Studium Urbis se
desarrolló como institución del Estado italiano, vuestra comunidad académica
ha conservado un gran nivel científico y cultural, que la sitúa entre las
universidades más prestigiosas del mundo. Desde siempre la Iglesia de Roma
mira con simpatía y admiración este centro universitario, reconociendo su
compromiso, a veces arduo y fatigoso, por la investigación y la formación de las
nuevas generaciones. En estos últimos años no han faltado momentos
significativos de colaboración y de diálogo. Quiero recordar, en particular, el
Encuentro mundial de rectores con ocasión del Jubileo de las Universidades, en
el que vuestra comunidad no sólo se encargó de la acogida y la organización,
sino sobre todo de la profética y compleja propuesta de elaborar un "nuevo
humanismo para el tercer milenio".

       En esta circunstancia, deseo expresar mi gratitud por la invitación que se
me ha hecho a venir a vuestra universidad para pronunciar una conferencia.
Desde esta perspectiva, me planteé ante todo la pregunta: ¿Qué puede y debe
decir un Papa en una ocasión como ésta? En mi conferencia en Ratisbona hablé
ciertamente como Papa, pero hablé sobre todo en calidad de ex profesor de esa
universidad, mi universidad, tratando de unir recuerdos y actualidad. En la
universidad "Sapienza", la antigua universidad de Roma, sin embargo, he sido
invitado precisamente como Obispo de Roma; por eso, debo hablar como tal. Es
cierto que en otros tiempos la "Sapienza" era la universidad del Papa; pero hoy
es una universidad laica, con la autonomía que, sobre la base de su mismo
concepto fundacional, siempre ha formado parte de su naturaleza de
universidad, la cual debe estar vinculada exclusivamente a la autoridad de la
verdad. En su libertad frente a autoridades políticas y eclesiásticas, la
universidad encuentra su función particular, precisamente también para la
sociedad moderna, que necesita una institución de este tipo.
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                          26



       Vuelvo a mi pregunta inicial: ¿Qué puede y debe decir el Papa en el
encuentro con la universidad de su ciudad? Reflexionando sobre esta pregunta,
me pareció que incluía otras dos, cuyo esclarecimiento debería llevar de por sí a
la respuesta. En efecto, es necesario preguntarse: ¿Cuál es la naturaleza y la
misión del Papado? Y también, ¿cuál es la naturaleza y la misión de la
universidad? En este lugar no quisiera entretenerme y entreteneros con largas
disquisiciones sobre la naturaleza del Papado. Baste una breve alusión. El Papa
es, ante todo, Obispo de Roma y, como tal, en virtud de la sucesión del apóstol
san Pedro, tiene una responsabilidad episcopal con respecto a toda la Iglesia
católica. La palabra "obispo" —episkopos—, que en su significado inmediato se
puede traducir por "vigilante", se fundió ya en el Nuevo Testamento con el
concepto bíblico de Pastor: es aquel que, desde un puesto de observación más
elevado, contempla el conjunto, cuidándose de elegir el camino correcto y
mantener la cohesión de todos sus componentes. En este sentido, esa
designación de la tarea orienta la mirada, ante todo, hacia el interior de la
comunidad creyente. El Obispo —el Pastor— es el hombre que cuida de esa
comunidad; el que la conserva unida, manteniéndola en el camino hacia Dios,
indicado por Jesús según la fe cristiana; y no sólo indicado, pues Él mismo es
para nosotros el camino. Pero esta comunidad, de la que cuida el Obispo, sea
grande o pequeña, vive en el mundo. Las condiciones en que se encuentra, su
camino, su ejemplo y su palabra influyen inevitablemente en todo el resto de la
comunidad humana en su conjunto. Cuanto más grande sea, tanto más
repercutirán en la humanidad entera sus buenas condiciones o su posible
degradación. Hoy vemos con mucha claridad cómo las condiciones de las
religiones y la situación de la Iglesia —sus crisis y sus renovaciones—
repercuten en el conjunto de la humanidad. Por eso el Papa, precisamente como
Pastor de su comunidad, se ha convertido cada vez más también en una voz de
la razón ética de la humanidad.

       Aquí, sin embargo, surge inmediatamente la objeción según la cual el
Papa, de hecho, no hablaría verdaderamente basándose en la razón ética, sino
que sus afirmaciones procederían de la fe y por eso no podría pretender que
valgan para quienes no comparten esta fe. Deberemos volver más adelante
sobre este tema, porque aquí se plantea la cuestión absolutamente fundamental:
¿Qué es la razón? ¿Cómo puede una afirmación —sobre todo una norma
moral— demostrarse "razonable"? En este punto, por el momento, sólo quiero
poner de relieve brevemente que John Rawls, aun negando a doctrinas
religiosas globales el carácter de la razón "pública", ve sin embargo en su razón
"no pública" al menos una razón que no podría, en nombre de una racionalidad
endurecida desde el punto de vista secularista, ser simplemente desconocida
por quienes la sostienen. Ve un criterio de esta racionalidad, entre otras cosas,
en el hecho de que esas doctrinas derivan de una tradición responsable y
Discursos Ratzinger - Benedictus XVI                                           27


motivada, en la que en el decurso de largos tiempos se han desarrollado
argumentaciones suficientemente buenas como para sostener su respectiva
doctrina. En esta afirmación me parece importante el reconocimiento de que la
experiencia y la demostración a lo largo de generaciones, el fondo histórico de
la sabiduría humana, son también un signo de su racionalidad y de su
significado duradero. Frente a una razón a-histórica que trata de construirse a sí
misma sólo en una racionalidad a-histórica, la sabiduría de la humanidad como
tal —la sabiduría de las grandes tradiciones religiosas— se debe valorar como
una realidad que no se puede impunemente tirar a la papelera de la historia de
las ideas.

        Volvemos a la pregunta inicial. El Papa habla como representante de una
comunidad creyente, en la cual durante los siglos de su existencia ha madurado
una determinada sabiduría de vida. Habla como representante de una
comunidad que custodia en sí un tesoro de conocimiento y de experiencia
éticos, que resulta importante para toda la humanidad. En este sentido, habla
como representante de una razón ética.

       Pero ahora debemos preguntarnos: ¿Y qué es la universidad?, ¿cuál es su
tarea? Es una pregunta de enorme alcance, a la cual, una vez más, sólo puedo
tratar de responder de una forma casi telegráfica con algunas observaciones.
Creo que se puede decir que el verdadero e íntimo origen de la universidad está
en el afán de conocimiento, que es propio del hombre. Quiere saber qué es todo
lo que le rodea. Quiere la verdad. En este sentido, se puede decir que el impulso
del que nació la universidad occidental fue el cuestionamiento de Sócrates.
Pienso, por ejemplo —por mencionar sólo un texto—, en la disputa con
Eutifrón, el cual defiende ante Sócrates la religión mítica y su devoción. A eso,
Sócrates contrapone la pregunta: "¿Tú crees que existe realmente entre los
dioses una guerra mutua y terribles enemistades y combates...? Eutifrón,
¿debemos decir que todo eso es efectivamente verdadero?" (6 b c). En esta
pregunta, aparentemente poco devota —pero que en Sócrates se debía a una
religiosidad más profunda y más pura, de la búsqueda del Dios
verdaderamente divino—, los cristianos de los primeros siglos se reconocieron a
sí mismos y su camino. Acogieron su fe no de modo positivista, o como una vía
de escape para deseos insatisfechos. La comprendieron como la disipación de la
niebla de la religión mítica para dejar paso al descubrimiento de aquel Dios que
es Razón creadora y al mismo tiempo Razón-Amor. Por eso, el interrogarse de
la razón sobre el Dios más grande, así como sobre la verdadera naturaleza y el
verdadero sentido del ser humano, no era para ellos una forma problemática de
falta de religiosidad, sino que era parte esencial de su modo de ser religiosos.
Por consiguiente, no necesitaban resolver o dejar a un lado el interrogante
socrático, sino que podían, más aún, debían acogerlo y reconocer como parte de
su propia identidad la búsqueda fatigosa de la razón para alcanzar el
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  • 1. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 1 Discursos II Ratzinger - Benedictus XVI FE, VERDAD Y CULTURA Discurso del Cardenal Joseph Ratzinger, en el Palacio de Congresos de Madrid, en el año 2000 Reflexiones a propósito de la encíclica "Fides et ratio" página 2 CONFERENCIA QUE PRONUNCIÓ EL CARDENAL JOSEPH RATZINGER EN LA BIBLIOTECA DEL SENADO DE LA REPÚBLICA ITALIANA SOBRE LOS FUNDAMENTOS ESPIRITUALES DE EUROPA 13 de mayo de 2004 página 15 DISCURSO PREPARADO POR EL PAPA BENEDICTO XVI PARA EL ENCUENTRO CON LA UNIVERSIDAD DE ROMA "LA SAPIENZA" (Texto de la conferencia que el Papa Benedicto XVI iba a pronunciar durante su visita a la "Sapienza, Universidad de Roma", el jueves 17 de enero de 2008. Visita cancelada el 15 de enero) página 25 DISCURSO EN LA ASAMBLEA GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS Nueva York, Viernes 18 de abril de 2008 página 33 DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI Westminster Hall - City of Westminster 17 de septiembre de 2010 página 39 DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI EN EL COLLÈGE DES BERNARDINS Encuentro con el mundo de la cultura 12 de septiembre de 2008 página 45
  • 2. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 2 FE, VERDAD Y CULTURA Discurso del Cardenal Joseph Ratzinger, en el Palacio de Congresos de Madrid, en el año 2000 Reflexiones a propósito de la encíclica "Fides et ratio" ¿D e qué se trata, en el fondo, en la encíclica "Fides et ratio"? ¿Es un documento sólo para especialistas, un intento de renovar desde la perspectiva cristiana una disciplina en crisis, la filosofía, y, por tanto, interesante sólo para filósofos, o plantea una cuestión que nos afecta a todos? Dicho de otra manera: ¿necesita la fe realmente de la filosofía, o la fe -que en palabras de San Ambrosio fue confiada a pescadores y no a dialécticos- es completamente independiente de la existencia o no existencia de una filosofía abierta en relación a ella? Si se contempla la filosofía sólo como una disciplina académica entre otras, entonces la fe es de hecho independiente de ella. Pero el Papa entiende la filosofía en un sentido mucho más amplio y conforme a su origen. La filosofía se pregunta si el hombre puede conocer la verdad, las verdades fundamentales sobre sí mismo, sobre su origen y su futuro, o si vive en una penumbra que no es posible esclarecer y tiene que recluirse, a la postre, en la cuestión de lo útil. Lo propio de la fe cristiana en el mundo de las religiones es que sostiene que nos dice la verdad sobre Dios, el mundo y el hombre, y que pretende ser la "religio vera", la religión de la verdad. "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida": en estas palabras de Cristo según el Evangelio de Juan (14, 6) está expresada la pretensión fundamental de la fe cristiana. De esta pretensión brota el impulso misionero de la fe: sólo si la fe cristiana es verdad, afecta a todos los hombres; si es sólo una variante cultural de las experiencias religiosas del hombre, cifradas en símbolos y nunca descifradas, entonces tiene que permanecer en su cultura y dejar a las otras en la suya. Pero esto significa lo siguiente: la cuestión de la verdad es la cuestión esencial de la fe cristiana, y, en este sentido, la fe tiene que ver inevitablemente con la filosofía. Si debiera caracterizar brevemente la intención última de la encíclica, diría que ésta quisiera rehabilitar la cuestión de la verdad en un mundo marcado por el relativismo; en la situación de la ciencia actual, que ciertamente busca verdades pero descalifica como no científica la cuestión de la verdad, la encíclica quisiera hacer valer dicha cuestión como tarea racional y científica, porque, en caso contrario, la fe pierde el aire en que respira. La encíclica quisiera sencillamente animar de nuevo a la aventura de la verdad. De este modo, habla de lo que está más allá del ámbito de la fe, pero también de lo que está en el centro del mundo de la fe. 1. Las palabras, la Palabra y la verdad Hasta qué punto no es moderno preguntar por la verdad, lo ha representado magníficamente el escritor y filósofo C. S. Lewis en un libro de éxito aparecido en los años cuarenta, "Cartas del diablo a su sobrino". Está compuesto por cartas
  • 3. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 3 ficticias de un demonio superior, Escrutopo, que imparte enseñanzas a un principiante sobre el arte de seducir al hombre, sobre el modo correcto como tiene que proceder. El demonio pequeño había expresado ante sus superiores su preocupación de que precisamente los hombres inteligentes leyesen los libros de los sabios antiguos y pudiesen de este modo descubrir las huellas de la verdad. Escrutopo le tranquiliza con la aclaración de que el punto de vista histórico del que los espíritus infernales han conseguido afortunadamente persuadir a los eruditos del mundo occidental, significa precisamente esto: "que la única cuestión que con seguridad nunca se planteará es la relativa a la verdad de lo leído; en su lugar se pregunta acerca de las repercusiones y dependencias, del desarrollo del respectivo escritor, de la historia de su influjos, y otras cuestiones análogas". Josef Pieper, que reproduce este pasaje de C. S. Lewis en su tratado sobre la interpretación, señala al respecto que las ediciones de un Platón o un Dante por ejemplo, planificadas en los países dominados por el comunismo, anteponían una introducción a cada obra editada, que quiere proporcionar al lector una comprensión histórica y así excluir la cuestión de la verdad. Una cientificidad ejercida de este modo inmuniza frente a la verdad. La cuestión de si lo dicho por el autor es o no, y en qué medida, verdadero, sería una cuestión no científica; nos sacaría del campo de lo demostrable y verificable, nos haría recaer en la ingenuidad del mundo precrítico. De este modo, se neutraliza también la lectura de la Biblia: podemos explicar cuándo y bajo qué circunstancias ha surgido un texto, y, de este modo, lo tenemos clasificado dentro de lo histórico ("Historisch"), que a la postre no nos afecta. En el trasfondo de este modo de interpretación histórica hay una filosofía, una actitud apriórica ante la realidad que nos dice: no tiene sentido preguntar sobre lo que es; sólo podemos preguntar sobre lo que podemos hacer con las cosas. La cuestión no es la verdad, sino la praxis, el dominio de las cosas para nuestro provecho. Ante tal reducción aparentemente iluminadora del pensamiento humano surge sin más la pregunta: ¿qué es propiamente lo que nos aprovecha? Y ¿para qué nos aprovecha? ¿Para qué existimos nosotros mismos? El observador profundo verá en esta moderna actitud fundamental una falsa humildad y, al mismo tiempo, una falsa soberbia: la falsa humildad, que niega al hombre la capacidad para la verdad, y la falsa soberbia, con la que se sitúa sobre las cosas, sobre la verdad misma, en cuanto erige en meta de su pensamiento la ampliación de su poder, el dominio sobre las cosas. Lo que en Lewis aparece en forma de ironía, lo podemos encontrar hoy presentado científicamente en la crítica literaria. En ella se descarta abiertamente la cuestión de la verdad como no científica. El exégeta alemán Mario Reiser ha llamado la atención sobre un pasaje de Umberto Eco en su novela de éxito "El nombre de la rosa", donde dice: "La única verdad consiste en aprender a liberarse de la pasión enfermiza por la verdad". El fundamento para esta renuncia inequívoca a la verdad estriba en lo que hoy se denomina el "giro lingüístico": no se puede remontar más allá del lenguaje y sus representaciones, la razón está condicionada por el lenguaje y ligada al lenguaje. Ya en el año mil novecientos uno F. Mauthner había acuñado la siguiente frase: "lo que se denomina pensamiento es puro lenguaje". M. Reiser comenta, en este contexto, el abandono de la convicción de que se puede remitir con medios lingüísticos a lo supralingüístico. El relevante exégeta protestante U. Luz afirma -totalmente en consonancia con lo que hemos oído de Escrutopo al principio- que la crítica histórica ha abdicado en la Edad
  • 4. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 4 Moderna de la cuestión de la verdad. Él se cree obligado a aceptar y reconocer como correcta esta capitulación: que ahora ya no hay una verdad a buscar más allá del texto, sino posiciones sobre la verdad que concurren entre ellas, ofertas de verdad que hay que defender ahora con discurso público en el mercado de las visiones del mundo. Quien medita sobre estos modos de ver las cosas, sentirá que le viene casi inevitablemente a su memoria un pasaje profundo del "Fedro", de Platón. En él Sócrates cuenta a Fedro una historia que ha escuchado de los antiguos, los cuales tenían conocimiento de lo verdadero. Una vez Thot, el "padre de las letras" y el "dios del tiempo", visitó al rey egipcio Thamus de Tebas. Instruyó al soberano sobre diversas artes inventadas por él, y especialmente sobre el arte de escribir por él concebido. Ponderando su propio invento, dijo al rey: "Este conocimiento, oh rey, hará a los egipcios más sabios y vigorizará su memoria; es el elixir de la memoria y de la sabiduría". Pero el rey no se deja impresionar. Él prevé lo contrario como consecuencia del conocimiento de la escritura: "Esto producirá olvido en las almas de los que lo aprendan por descuidar el ejercicio de la memoria, ya que ahora, fiándose a la escritura exterior, recordarán de un modo externo; no desde su propio interior y desde sí mismos. Por consiguiente, tú has inventado un medio no para el recordar, sino para el caer en la cuenta, y de la sabiduría tú aportas a tus aprendices sólo la representación, no la cosa misma. Pues ahora son eruditos en muchas cosas, pero sin verdadera instrucción, y así pensarán ser entendidos en muchas cosas, cuando en realidad no entienden de nada, y son gente con la que es difícil tratar, puesto que no son verdaderos sabios, sino sólo sabios en apariencia". Quien piensa hoy en cómo programas de televisión de todo el mundo inundan al hombre con informaciones y le hacen así sabio en apariencia; quien piensa en las enormes posibilidades del ordenador y de Internet, que le permiten al que consulta, por ejemplo, tener inmediatamente a disposición todos los textos de un Padre de la Iglesia en los que aparece una palabra, sin haber penetrado en cambio en su pensamiento, ése no considerará exageradas estas prevenciones. Platón no rechaza la escritura en cuanto tal, como tampoco nosotros rechazamos las nuevas posibilidades de la información, sino que hacemos de ellas un uso agradecido. Pero pone una señal de aviso, cuya seriedad está comprobada a diario por las consecuencias del giro lingüístico, como también por muchas circunstancias que nos son familiares a todos. H. Schade muestra el núcleo de lo que Platón tiene que decirnos hoy cuando escribe: "Es del predominio de un método filológico y de la pérdida de realidad que se sigue, de lo que nos previene Platón". Cuando la escritura, lo escrito, se convierte en barrera frente al contenido, entonces se vuelve un antiarte, que no hace al hombre más sabio, sino que le extravía en una sabiduría falsa y enferma. Por eso, frente al giro lingüístico, A. Kreiner advierte con razón: "El abandono del convencimiento de que se puede remitir con medios lingüísticos a contenidos extralingüísticos equivale al abandono de un discurso de algún modo aún lleno de sentido". Sobre la misma cuestión el Papa advierte en la encíclica lo siguiente: "La interpretación de esta Palabra (de Dios) no puede llevarnos de interpretación en interpretación, sin llegar nunca a descubrir una afirmación simplemente verdadera". El hombre no está aprisionado en el cuarto de espejos de las interpretaciones; puede y debe buscar el
  • 5. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 5 acceso a lo real, que está tras las palabras y se le muestra en las palabras y a través de ellas. Aquí hemos arribado al punto central de la discusión de la fe cristiana con un tipo determinado de la cultura moderna, que le gustaría pasar por ser la cultura moderna sin más, pero que, afortunadamente, es sólo una variedad de ella. Se pone de manifiesto, por ejemplo, muy claramente en la crítica que el filósofo italiano Paolo Flores d´Arcais ha hecho a la encíclica. Justo porque la encíclica insiste en la necesidad de la cuestión de la verdad, comenta él que "la cultura católica oficial (es decir, la encíclica) no tiene ya nada que decir a la cultura ‘en cuanto tal’...". Pero esto significa también que la pregunta por la verdad está fuera de la cultura "en cuanto tal". Y entonces ¿no es esta cultura "en cuanto tal" más bien una anticultura? ¿Y no es su presunción de ser la cultura sin más una presunción arrogante y que desprecia al hombre?Que se trata justamente de este punto, se pone de relieve, cuando Flores d´ Arcais reprocha a la encíclica del Papa consecuencias mortíferas para la democracia, e identifica su enseñanza con el tipo "fundamentalista" del Islam. Argumenta remitiendo al hecho de que el Papa ha calificado como carentes de validez auténticamente jurídica las leyes que permiten el aborto y la eutanasia. Quien se opone de este modo a un Parlamento elegido e intenta ejercer el poder secular con pretensiones eclesiales, muestra que el sello de un dogmatismo católico permanece esencialmente estampado en su pensamiento. Tales afirmaciones presuponen que no puede haber ninguna otra instancia por encima de las decisiones de una mayoría. La mayoría coyuntural se convierte en un absoluto. Porque de hecho vuelve a existir lo absoluto, lo inapelable. Estamos expuestos al dominio del positivismo y a la absolutización de lo coyuntural, de lo manipulable. Si el hombre queda fuera de la verdad, entonces ya sólo puede dominar sobre él lo coyuntural, lo arbitrario. Por eso no es "fundamentalismo", sino un deber de la Humanidad proteger al hombre contra la dictadura de lo coyuntural convertido en absoluto y devolverle su dignidad, que justamente consiste en que ninguna instancia humana puede dominar sobre él, porque está abierto a la verdad misma. Precisamente por su insistencia en la capacidad del hombre para la verdad, la encíclica es una apología sumamente necesaria de la grandeza del hombre contra lo que pretende presentarse como la cultura "tout court". Naturalmente es difícil volver a dar carta de ciudadanía a la cuestión de la verdad en el debate público, debido al canon metodológico que se ha impuesto hoy como sello acreditativo de la cientificidad. Por eso, es necesario un debate fundamental sobre la esencia de la ciencia, sobre la verdad y el método, sobre el cometido de la filosofía y sus posibles caminos. El Papa no ha considerado que sea tarea suya tratar en la encíclica la cuestión, totalmente práctica, de si la verdad puede llegar a ser nuevamente científica y cómo. Pero muestra por qué nosotros debemos acometer esta tarea. No quería realizar él mismo la tarea de los filósofos, pero ha cumplido la tarea de la denuncia admonitoria que se opone a una tendencia autodestructiva de la cultura "en cuanto tal". Justamente esta denuncia admonitoria es un acto auténticamente filosófico, revive en el presente el origen socrático de la filosofía y muestra con ello la potencia filosófica que se encierra en la fe bíblica. A la esencia de la filosofía se opone un tipo de cientificidad, que le cierra el paso a la cuestión de la verdad, o la hace imposible. Tal
  • 6. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 6 autoenclaustramiento, tal empequeñecimiento de la razón no puede ser la norma de la filosofía, y la ciencia en su conjunto no puede acabar haciendo imposibles las preguntas propias del hombre, sin las que ella misma quedaría como un activismo vacío y, a la postre, peligroso. No puede ser tarea de la filosofía someterse a un canon metodológico, que tiene su legitimidad en sectores particulares del pensamiento. Su tarea tiene que ser justamente pensar la cientificidad como un todo, concebir críticamente su esencia y, de un modo racionalmente responsable, ir más allá de ello hacia lo que le da sentido. La filosofía tiene que preguntarse siempre sobre el hombre, y, por consiguiente, cuestionarse siempre sobre la vida y la muerte, sobre Dios y la eternidad. Para ello tendrá que servirse hoy, antes que nada, de la aporía de aquel tipo de cientificidad que aparta al hombre de tales cuestiones y, a partir de las aporías que nuestra sociedad pone a la vista, intentar abrir siempre de nuevo el camino hacia lo necesario y lo que se torna necesidad. En la historia de la filosofía moderna no han faltado tales tentativas, y también en el presente hay suficientes ensayos esperanzadores, para abrir de nuevo la puerta a la cuestión de la verdad, la puerta más allá del lenguaje que gira sobre sí mismo. En este sentido la llamada de la encíclica es sin duda crítica ante nuestra situación cultural actual, pero al mismo tiempo está en una unión profunda con elementos esenciales del esfuerzo intelectual de la Edad Moderna. Nunca es anacrónica la confianza en buscar la verdad y en encontrarla. Es justamente ella la que mantiene al hombre en su dignidad, rompe los particularismos y unifica a los hombres, más allá de los límites culturales, por su dignidad común. 2.- Cultura y verdad a) La esencia de la cultura Se podría definir lo tratado hasta ahora como la disputa entre la fe cristiana expresada en la encíclica y un tipo concreto de cultura moderna, por lo cual nuestras reflexiones dejaron entre paréntesis el lado científico-técnico de la cultura. El punto de mira estaba dirigido a lo relativo a las ciencias humanas en nuestra cultura. No sería difícil mostrar que su desorientación ante la cuestión de la verdad, que entre tanto se ha convertido en ira frente a ella, descansa, en última instancia, sobre su pretensión de alcanzar el mismo canon metodológico y la misma clase de seguridad, que se da en el campo empírico. La renuncia metodológica de la ciencia natural a lo verificable se convierte en el documento acreditativo de la cientificidad, más aún, de la racionalidad misma. Esta reducción metodológica, que está llena de sentido, más aún, que es necesaria en el ámbito de la ciencia empírica, se convierte así en un muro ante la cuestión de la verdad: en el fondo se trata del problema de la verdad y del método, de la universalidad de un canon metodológico estrictamente empírico. Frente a ese canon, el Papa defiende la multiplicidad de caminos del espíritu humano, la amplitud de la racionalidad, que tiene que conocer diversos métodos según la índole del objeto. Lo no material no puede ser abordado con métodos que corresponden a lo material; así podría resumirse, a grandes rasgos, la denuncia del Papa frente a una forma unilateral de racionalidad. La disputa con la cultura moderna, la disputa sobre la verdad y el método, es la primera veta fundamental del tejido de nuestra encíclica. Pero la cuestión
  • 7. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 7 sobre la verdad y la cultura se presenta aún bajo otro aspecto, que se remite substancialmente al ámbito propiamente religioso. Hoy se contrapone de buen grado la relatividad de las culturas a la pretensión universal de lo cristiano, que se funda en la universalidad de la verdad. El tema resuena ya durante el siglo dieciocho, en Gotthold Ephraim Lessing, que presenta las tres grandes religiones en la parábola de los tres anillos, de los que uno tiene que ser el auténtico y verdadero, pero cuya autenticidad ya no es verificable. La cuestión de la verdad es irresoluble y se sustituye por la cuestión del efecto curativo y purificador de la religión. Luego, a comienzos de nuestro siglo, Ernst Troeltsch reflexionó expresamente sobre la cuestión de la religión y la cultura, de la verdad y la cultura. Al principio aún consideraba al cristianismo como la revelación entera de la religiosidad personalista, como la única ruptura completa con los límites y condiciones de la religión natural. Pero, en el curso de su camino intelectual, la determinación cultural de la religión le fue cerrando cada vez más la mirada sobre la verdad y subordinando todas las religiones a la relatividad de las culturas. A la postre, la validez del cristianismo se convierte para él en un asunto europeo: para él el cristianismo es la forma de religión adecuada a Europa, mientras atribuye ahora al budismo y al brahmanismo una autonomía absoluta. En la práctica se elimina la cuestión de la verdad, y los límites de las culturas se hacen insalvables. Por eso, una encíclica que está dedicada por entero a la aventura de la verdad, debía plantear también la cuestión de la relación entre verdad y cultura. Debía preguntar si puede darse una comunión de las culturas en la única verdad, si puede decirse la verdad para todos los hombres, trascendiendo las diversas formas culturales, o si a la postre hay que presentirla sólo asintóticamente tras formas culturales diversas e incluso opuestas. A un concepto estático de cultura, que presupone formas culturales fijas que a la postre se mantienen constantes y sólo pueden coexistir unas con otras, pero no comunicarse entre ellas, el Papa ha opuesto en la encíclica una comprensión dinámica y comunicativa de la cultura. Subraya que las culturas, "cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia". Por eso, como expresión del único ser del hombre, las culturas están caracterizadas por la dinámica del hombre que trasciende todos los límites. Por eso, las culturas no están fijadas de una vez para siempre en una forma. Les es propia la capacidad de progresar y transformarse, y también el peligro de decadencia. Están abocadas al encuentro y fecundación mutua. Puesto que la apertura interior del hombre a Dios las impregna tanto más cuanto mayores y más genuinas son, por ello llevan impresa la predisposición para la revelación de Dios. La Revelación no les es extraña, sino que responde a una espera interior en las culturas mismas. Theodor Haecker ha hablado, a propósito de esto, del carácter de adviento de las culturas precristianas, y entre tanto muchas investigaciones de historia de las religiones han podido mostrar de manera concreta este remitir de las culturas al Logos de Dios, que se ha encarnado en Jesucristo. En este orden de cosas, el Papa se vale de la tabla de las naciones contenida en el relato pascual de los Hechos de los Apóstoles (2, 7-14), en el que se nos narra cómo es perceptible y comunicable el testimonio de la fe en Cristo mediante todas las lenguas y en todas las lenguas, es decir, en todas las culturas que se expresan en la lengua. En todas ellas la palabra
  • 8. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 8 humana se hace portadora del hablar propio de Dios, de su propio Logos. La encíclica añade: "El anuncio del Evangelio en diversas culturas, aunque exige de cada destinatario la fe, no les impide conservar una identidad cultural propia. Ello no crea división alguna, porque el pueblo de los bautizados se distingue por una universalidad que sabe acoger cada cultura, favoreciendo el proceso de lo que en ella hay de implícito hacia su plena explicitación en la verdad". A partir de esto, y respecto a la relación general de la fe cristiana con las culturas precristianas, el Papa desarrolla modélicamente en el ejemplo de la cultura india los principios a observar en el encuentro de estas culturas con la fe. Llama brevemente la atención, en primer lugar, sobre el gran auge espiritual del pensamiento indio, que lucha por liberar el espíritu de las condiciones espacio- temporales y ejercita así la apertura metafísica del hombre, que luego ha sido conformada especulativamente en importantes sistemas filosóficos. Con estas indicaciones se pone de relieve la tendencia universal de las grandes culturas, su superación del tiempo y del espacio, y así también su avance hacia el ser del hombre y hacia sus supremas posibilidades. Aquí radica la capacidad de diálogo entre las culturas, en este caso entre la cultura india y las culturas que han crecido en el ámbito de la fe cristiana. El primer criterio se colige por sí mismo, por así decir, del contacto interior con la cultura india. Consiste en la "universalidad del espíritu humano, cuyas exigencias fundamentales son idénticas en las culturas más diversas". De él se sigue un segundo criterio: "Cuando la Iglesia entra en contacto con grandes culturas a las que anteriormente no había llegado, no puede olvidar lo que ha adquirido en la inculturación en el pensamiento grecolatino. Rechazar esta herencia sería ir en contra del designio providencial de Dios..." Finalmente señala la encíclica un tercer criterio, que se sigue de las reflexiones precedentes sobre la esencia de la cultura: "Hay que evitar confundir la legítima reivindicación de lo específico y original del pensamiento indio con la idea de que una tradición cultural deba encerrarse en su diferencia y afirmarse en su oposición a otras tradiciones, lo cual es contrario a la naturaleza misma del espíritu humano". b) La superación de las culturas en la Biblia y en la historia de la fe Si el Papa insiste en el carácter irrenunciable de la herencia cultural forjada en el pasado, que ha llegado a ser un vehículo para la verdad común de Dios y del hombre, entonces surge espontáneamente la cuestión de si no se canoniza así un eurocentrismo de la fe, que no parece superarse por el hecho de que, a lo largo de la Historia, pueden introducirse, o ya se han introducido, nuevas herencias en la identidad de la fe constante y que afecta a todos. La cuestión es insoslayable: Hasta qué punto es griega o latina la fe, que por lo demás no ha surgido en el mundo griego o latino, sino en el mundo semita del antiguo Oriente, en el que estaban y están en contacto Asia, África y Europa. La encíclica toma postura, especialmente en su segundo capítulo, sobre el desarrollo del pensamiento filosófico en el interior de la Biblia, y en el cuarto capítulo, con la presentación del encuentro decisivo de esta sabiduría de la razón desarrollada en la fe con la sabiduría griega de la filosofía. Quisiera añadir brevemente lo siguiente: Ya en la Biblia se elabora un acervo de pensamiento religioso y filosófico variado a partir de mundos culturales diversos. La Palabra de Dios se desarrolla en un proceso de encuentros con la búsqueda humana de una respuesta a sus últimas
  • 9. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 9 preguntas. Dicha Palabra no es algo caído del cielo como un meteorito, sino que es precisamente una síntesis de culturas. Vista más en lo hondo, nos permite reconocer un proceso en el que Dios lucha con el hombre y le abre lentamente a su Palabra más profunda, a sí mismo: al Hijo, que es el Logos. La Biblia no es mera expresión de la cultura del pueblo de Israel, sino que está continuamente en disputa con el intento, totalmente natural de este pueblo, de ser él mismo e instalarse en su propia cultura. La fe en Dios y el sí a la voluntad de Dios le van desarraigando continuamente de sus propias representaciones y aspiraciones. Él sale constantemente al paso frente a la religiosidad propia de Israel y a su propia cultura religiosa, que quería expresarse en el culto de los lugares altos, en el culto de la diosa celeste, en la pretensión de poder de la propia monarquía. Empezando por la cólera de Dios y de Moisés contra el culto al becerro de oro en el Sinaí, hasta los últimos profetas postexílicos, de lo que siempre se trata es de que Israel se desarraigue de su propia identidad cultural, de que debe abandonar, por así decir, el culto a la propia nacionalidad, el culto a la raza y a la tierra, para inclinarse ante el Dios totalmente otro y no apropiable, que ha creado cielo y tierra, y es el Dios de todos los pueblos. La fe de Israel significa una permanente autosuperación de la propia cultura en la apertura y horizonte de la verdad común. Los libros del Antiguo Testamento pueden parecer, desde muchos puntos de vista, menos piadosos, menos poéticos, menos inspirados que importantes pasajes de los libros sagrados de otros pueblos. Pero, en cambio, tienen su singularidad en la índole combativa de la fe contra lo propio, en este desarraigo de lo propio que comienza con la peregrinación de Abraham. La liberación de la ley que Pablo alcanza por su encuentro con Jesucristo resucitado, lleva esta orientación fundamental del Antiguo Testamento hasta su consecuencia lógica: significa la universalización plena de esta fe, que se separa del orden nacional. Ahora son invitados todos los pueblos a entrar en este proceso de superación de lo propio, que ha comenzado en primer lugar en Israel; son invitados a convertirse al Dios, que, desapropiándose de sí mismo en Jesucristo, ha abatido "el muro de la enemistad" entre nosotros (Ef 2, 14) y nos congrega en la autoentrega de la cruz. Así, pues, en su esencia la fe en Jesucristo es un permanente abrirse, irrupción de Dios en el mundo humano y apertura correspondiente del hombre a Dios, que congrega al mismo tiempo a los hombres. Todo lo propio pertenece ahora a todos, y todo lo ajeno llega a ser también al mismo tiempo lo propio nuestro, y todo ello abarcado por la palabra del padre al hijo mayor: "Todo lo mío es tuyo" (Lc 15, 31), que vuelve a aparecer en la oración sacerdotal de Jesús como modo de dirigirse del Hijo al Padre: "Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío" (Jn 17, 10). Este patrón determina también el encuentro del mensaje revelado con la cultura griega, que, por cierto, no empieza sólo con la evangelización cristiana, sino que se había desarrollado ya dentro de los escritos del Antiguo Testamento, sobre todo mediante su traducción al griego y a partir de ahí en el judaísmo primitivo. Este encuentro era posible, porque ya se había abierto camino en el mundo griego un acontecimiento semejante de autrotrascendencia. Los Padres no han vertido sin más al Evangelio una cultura griega que se mantenía en sí y se poseía a sí misma. Ellos pudieron asumir el diálogo con la filosofía griega y convertirla en instrumento del Evangelio allí donde en el mundo griego se había iniciado, mediante la búsqueda de Dios, una autocrítica de la propia cultura y del propio pensamiento. La fe une los diversos pueblos -comenzando por los germanos y los
  • 10. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 10 eslavos, que en los tiempos de la invasión de los bárbaros entraron en contacto con el mensaje cristiano, hasta los pueblos de Asia, África y América- no a la cultura griega en cuanto tal, sino a su autosuperación, que era el verdadero punto de contacto para la interpretación del mensaje cristiano. A partir de ahí la fe los introduce en la dinámica de la autosuperación. Hace poco Richard Schäffler ha dicho certeramente al respecto que la predicación cristiana ha exigido desde el principio a los pueblos de Europa (que, por lo demás, no existía como tal antes de la evangelización cristiana), "la renuncia a todos los respectivos "dioses" autóctonos de los europeos, mucho antes de que entraran en el campo de su visión las culturas extraeuropeas". A partir de ahí hay que entender por qué la predicación cristiana entró en contacto con la filosofía, y no con las religiones. Cuando se intentó esto último, cuando, por ejemplo, se quiso interpretar a Cristo como el verdadero Dionisio, Esculapio o Hércules, tales intentos cayeron rápidamente en desuso. Que no se entrara en contacto con las religiones, sino con la filosofía, tiene que ver con el hecho de que no se canonizó una cultura, sino que se podía entrar a ella por donde había comenzado ella misma a salir de sí misma, por donde había iniciado el camino de apertura a la verdad común y había dejado atrás la instalación en lo meramente propio. Esto constituye también hoy una indicación fundamental para la cuestión de los contactos y del trasvase a otros pueblos y culturas. Ciertamente, la fe no puede entrar en contacto con filosofías que excluyen la cuestión de la verdad, pero sí con movimientos que se esfuerzan por salir de la cárcel del relativismo. Tampoco puede asumir directamente las antiguas religiones. En cambio, las religiones pueden proporcionar formas y creaciones de diverso tipo, pero sobre todo actitudes -el respeto, la humildad, la abnegación, la bondad, el amor al prójimo, la esperanza en la vida eterna. Esto me parece - dicho entre paréntesis- que es también importante para la cuestión del significado salvífico de las religiones. No salvan, por así decir, en cuanto sistemas cerrados y por la fidelidad al sistema, sino que colaboran a la salvación en la medida en que llevan a los hombres a "preguntar por Dios" (como lo expresa el Antiguo Testamento), "buscar su rostro", "buscar el Reino de Dios y su justicia". 3.- Religión, verdad y salvación Permítanme detenerme un momento aún en este punto, porque toca una cuestión fundamental de la existencia humana, que con razón representa también una cuestión capital en el actual debate teológico. Pues se trata del mismo impulso del que ha partido la filosofía, y al que tiene que volver siempre; en él se tocan necesariamente filosofía y teología, si éstas se mantienen fieles a su cometido. Es la cuestión de cómo se salva el hombre, cómo se justifica. En el pasado se ha pensado preferentemente en la muerte y en lo que viene después de la muerte; hoy, cuando se ve el más allá como inseguro y por ello se lo continúa excluyendo de las cuestiones actuales, hay que continuar buscando lo recto y justo en el tiempo, y no puede preterirse el problema de cómo hay que habérselas con la muerte. Curiosamente, en el debate acerca de la relación del cristianismo y las religiones universales el punto de discusión que propiamente se ha mantenido es cómo se relacionan las religiones y la salvación eterna. La cuestión de cómo puede ser salvado el hombre, se ha planteado aún en sentido más bien clásico. Y ahora se ha impuesto de modo bastante general esta tesis: las religiones son todas ellas caminos de salvación. Quizás no el camino ordinario, pero al menos sí caminos
  • 11. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 11 "extraordinarios" de salvación: por todas las religiones se llega a la salvación; esto se ha convertido en la visión corriente. Esta respuesta corresponde no sólo a la idea de tolerancia y respeto del otro que hoy se nos impone. Corresponde también a la imagen moderna de Dios: Dios no puede rechazar a hombres sólo porque no conocen el cristianismo y, en consecuencia, han crecido en otra religión. El aceptará su vida religiosa lo mismo que la nuestra. Aunque esta tesis - reforzada entre tanto con muchos otros argumentos- es clara a primera vista, sin embargo suscita interrogantes. Pues las religiones particulares no exigen sólo cosas distintas, sino también opuestas. Ante el creciente número de hombres no ligados por lo religioso, esta teoría universal de la salvación se ha extendido también a formas de existencia no religiosas pero vividas coherentemente. Entonces comienza a ser válido que lo contradictorio es considerado como conducente a la misma meta; en pocas palabras: estamos nuevamente ante la cuestión del relativismo. Se presupone subrepticiamente que en el fondo todos los contenidos son igualmente válidos. Qué es lo que propiamente vale, no lo sabemos. Cada uno tiene que recorrer su camino, ser feliz a su manera, como decía Federico II de Prusia. Así, a caballo de las teorías de la salvación, otra vez se cuela inevitablemente el relativismo por la puerta trasera: la cuestión de la verdad se separa de la cuestión de las religiones y de la salvación. La verdad es sustituida por la buena intención; la religión se mantiene en lo subjetivo, porque no se puede conocer lo objetivamente bueno y verdadero. a) La diferencia de las religiones y sus peligros ¿Nos tenemos que conformar con esto? ¿Es inevitable la alternativa entre rigorismo dogmático y relativismo humanitario? Pienso que en las teorías reseñadas no se han pensado suficientemente tres cosas. En primer lugar, las religiones (y entretanto también el agnosticismo y el ateísmo) son consideradas todas ellas como iguales. Pero precisamente esto no es así. De hecho, hay formas religiosas degeneradas y enfermas, que no elevan al hombre, sino que lo alienan: la crítica marxista de la religión no carecía totalmente de base. Y también las religiones a las que hay que reconocer una grandeza moral y que están en camino hacia la verdad, pueden enfermar en ciertos trechos del camino. En el hinduismo (que propiamente es un nombre colectivo para religiones diversas) hay elementos grandiosos, pero también aspectos negativos; el entrelazamiento con el sistema de castas, la quema de viudas, que se había formado a partir de representaciones inicialmente simbólicas; habría que mencionar las aberraciones del Saktismo, por dar sólo un par de indicaciones. Pero también el Islam, con toda la grandeza que representa, está continuamente expuesto al peligro de perder el equilibrio, dar espacio a la violencia y dejar que la religión se deslice hacia lo externo y ritualista. Y naturalmente hay también, como todos nosotros bien sabemos, formas enfermas de lo cristiano. Por ejemplo, cuando los cruzados, en la conquista de la ciudad santa de Jerusalén en la que Cristo murió por todos los hombres, causaban ellos mismos un baño de sangre entre musulmanes y judíos. Esto significa que la religión exige discernimiento, discernimiento entre las formas de las religiones y discernimiento en el interior de la religión misma, según la medida de su propio nivel. Con el indiferentismo de los contenidos y de las ideas, que todas las religiones sean distintas y sin embargo iguales, no se puede ir adelante. El relativismo es peligroso, concretamente para la formación del ser humano en lo particular y en la
  • 12. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 12 comunidad. La renuncia a la verdad no sana al hombre. No puede pasarse por alto cuánto mal ha sucedido en la Historia en nombre de opiniones e intenciones buenas. b) La cuestión de la salvación Con ello tocamos ya el segundo punto que ordinariamente es desatendido. Cuando se habla del significado salvífico de las religiones, sorprendentemente se piensa, la mayoría de las veces, sólo en que todas posibilitan la vida eterna, con lo cual se acaba neutralizando el pensamiento en la vida eterna, pues uno llega de todos modos a ella. Pero así se empequeñece inconvenientemente la cuestión de la salvación. El cielo comienza en la tierra. La salvación en el más allá supone la vida correspondiente en el más acá. Uno, pues, no puede preguntarse sólo quién va al cielo y desentenderse simultáneamente de la cuestión del cielo. Hay que preguntar qué es el cielo y cómo viene a la tierra. La salvación del más allá debe reflejarse en una forma de vida, que hace aquí humano al hombre y, de este modo, conforme a Dios. Esto significa nuevamente que, en la cuestión de la salvación, hay que mirar más allá de las religiones mismas y a ese horizonte pertenecen reglas de vida recta y justa, que no pueden ser relativizadas arbitrariamente. Yo diría, pues, que la salvación comienza con la vida recta y justa del hombre en este mundo, que abarca siempre los dos polos de lo particular y de la comunidad. Hay formas de comportamiento que nunca pueden servir para hacer recto y justo al hombre, y otras, que siempre pertenecen al ser recto y justo del hombre. Esto significa que la salvación no está en las religiones como tales, sino que depende también de hasta qué punto llevan a los hombres, junto con ellas, al bien, a la búsqueda de Dios, de la verdad y del bien. Por eso, la cuestión de la salvación conlleva siempre un elemento de crítica religiosa, aunque también puede aliarse positivamente con las religiones. En todo caso, tiene que ver con la unidad del bien, con la unidad de lo verdadero, con la unidad de Dios y del hombre. c) La conciencia y la capacidad del hombre para la verdad Este título lleva al tercer punto que quería abordar aquí. La unidad del hombre tiene un órgano: la conciencia. Fue una osadía de san Pablo afirmar que todos los hombres tienen la capacidad de escuchar la conciencia, separar así la cuestión de la salvación del conocimiento y observancia de la Thorá, y situarla sobre la exigencia común de la conciencia en la que el único Dios habla, y dice a cada uno lo verdaderamente esencial de la Thorá: "Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguando su conciencia..." (Rom 2, 14 ss). Pablo no dice: Si los gentiles se mantienen firmes en su religión, eso es bueno ante el juicio de Dios. Al contrario, él condena gran parte de las prácticas religiosas de aquel tiempo. Remite a otra fuente, a lo que todos llevan escrito en el corazón, al único bien del único Dios. De todos modos, aquí se enfrentan hoy dos conceptos contrarios de conciencia, que la mayoría de las veces sencillamente se entrometen el uno en el otro. Para Pablo la conciencia es el órgano de la trasparencia del único Dios en todos los hombres, que son un hombre. En cambio, actualmente la conciencia aparece como expresión del carácter absoluto del sujeto, sobre el que no puede haber, en el campo moral, ninguna instancia superior. Lo bueno como tal no es cognoscible. El Dios único no
  • 13. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 13 es cognoscible. En lo que afecta a la moral y a la religión, la última instancia es el sujeto. Esto es lógico, si la verdad como tal es inaccesible. Así, en el concepto moderno de conciencia, ésta es la canonización del relativismo, de la imposibilidad de normas morales y religiosas comunes, mientras que, por el contrario, para Pablo y la tradición cristiana había sido la garantía para la unidad del hombre y para la cognoscibilidad de Dios, para la obligatoriedad común del mismo y único bien. El hecho de que en todos los tiempos ha habido y hay santos gentiles, se basa en que en todos lugares y en todos tiempos - aunque muchas veces con gran esfuerzo y sólo parcialmente- era perceptible la voz del corazón, y la Thora de Dios se nos hacía perceptible como obligación en nosotros mismos, en nuestro ser creatural y así se nos hacía posible superar lo meramente subjetivo, en la relación de unos con otros y en la relación con Dios. Y esto es salvación. Resta por saber lo que Dios hace con los pobres fragmentos de nuestro ascenso hacia el bien, hacia Él mismo, su misterio, que no debíamos arrogarnos el querer controlar. Reflexiones conclusivas Al final de mis reflexiones quisiera llamar nuevamente la atención sobre una indicación metodológica que da el Papa para la relación de la teología y la filosofía, de la fe y la razón, porque con ella se toca la cuestión práctica de cómo podía ponerse en marcha, en el sentido de la encíclica, una renovación del pensamiento filosófico y teológico. La encíclica habla de un movimiento circular entre teología y filosofía, y lo entiende en el sentido de que la teología tiene que partir siempre en primer lugar de la Palabra de Dios; pero, puesto que esta Palabra es verdad, hay que ponerla en relación con la búsqueda humana de la verdad, con la lucha de la razón por la verdad y ponerla así en diálogo con la filosofía. La búsqueda de la verdad por parte del creyente se realiza, según esto, en un movimiento, en el que siempre se están confrontando la escucha de la Palabra proclamada y la búsqueda de la razón. De este modo, por una parte, la fe se profundiza y purifica, y, por otra, el pensamiento también se enriquece, porque se le abren nuevos horizontes. Me parece que se puede ampliar algo más esta idea de la circularidad: tampoco la filosofía como tal debería cerrarse en lo meramente propio e ideado por ella. Así como debe estar atenta a los conocimientos empíricos, que maduran en las diversas ciencias, así también debería considerar la sagrada tradición de las religiones, y en especial el mensaje de la Biblia, como una fuente de conocimiento del que ella se deja fecundar. De hecho, no hay ninguna gran filosofía que no haya recibido de la tradición religiosa luces y orientaciones, ya pensemos en la filosofía de Grecia y de la India, o en la filosofía que se ha desarrollado en el ámbito del cristianismo, o también en las filosofías modernas, que estaban convencidas de la autonomía de la razón y consideraban esta autonomía como criterio último del pensar, pero que se mantuvieron deudoras de los grandes temas del pensamiento que la fe cristiana había ido dando a la filosofía: Kant, Fichte, Hegel, Schelling no serían imaginables sin los antecedentes de la fe, e incluso Marx, en el corazón de su radical reinterpretación, vive del horizonte de esperanza que había asumido de la tradición judía. Cuando la filosofía apaga totalmente este diálogo con el pensamiento de la fe, acaba -como Jaspers formuló una vez- en una "seriedad que se va vaciando de contenido". Al final se ve impelida a renunciar a la cuestión de la verdad, y esto significa darse a sí misma por perdida. Pues una filosofía que ya no pregunta quiénes somos, para qué somos, si existe Dios y la vida eterna, ha abdicado como filosofía.
  • 14. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 14 Quisiera concluir con la mención de un comentario a la encíclica, que ha aparecido en el semanario alemán "Die Zeit", en otras ocasiones más bien lejano a la Iglesia. El comentarista Jan Ross sintetiza con mucha precisión el núcleo de la instrucción papal, cuando dice que el destronamiento de la teología y de la metafísica "no ha hecho al pensamiento sólo más libre, sino también más angosto". Sí, él no teme hablar de "entontecimiento por increencia". "Cuando la razón se apartó de las cuestiones últimas, se hizo apática y aburrida, dejó de ser competente para los enigmas vitales del bien y del mal, de muerte e inmortalidad". La voz del Papa -prosigue este comentarista- ha dado ánimo "a muchos hombres y a pueblos enteros; en los oídos de muchos ha sonado también dura y cortante, e incluso ha suscitado odio, pero si enmudece, será un momento de silencio espantoso" (fin de la cita). De hecho, si se deja de hablar de Dios y del hombre, del pecado y la gracia, de la muerte y la vida eterna, entonces todo grito y todo ruido que haya será sólo un intento inútil para hacer olvidar el enmudecerse de lo propiamente humano. El Papa ha salido al paso ante el peligro de tal enmudecimiento con su parresía, con la franqueza intrépida de la fe, y ha cumplido un servicio no sólo para la Iglesia, sino también para la Humanidad. Debemos estarle agradecidos por ello.
  • 15. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 15 CONFERENCIA QUE PRONUNCIÓ EL CARDENAL JOSEPH RATZINGER EN LA BIBLIOTECA DEL SENADO DE LA REPÚBLICA ITALIANA SOBRE LOS FUNDAMENTOS ESPIRITUALES DE EUROPA 13 de mayo de 2004 E uropa. ¿Qué es exactamente? Esta pregunta de siempre, fue planteada expresamente por el cardenal Józef Glemp en uno de los círculos lingüísticos del Sínodo de obispos sobre Europa: ¿dónde comienza, dónde termina Europa? ¿Por qué, por ejemplo, Siberia no pertenece a Europa aunque también la habitan europeos, que tienen un modo de pensar y de vivir completamente europeo? ¿Dónde se pierden las fronteras de Europa en el sur de la comunidad de los pueblos de Rusia? ¿Dónde está su límite en el Atlántico? ¿Qué islas pertenecen a Europa, y cuáles, en cambio, no? Y, ¿por qué? En estos encuentros se manifiesta claramente que sólo de modo secundario Europa es un concepto geográfico. Europa no es un continente netamente determinado en términos geográficos, sino más bien es un concepto cultural e histórico. 1. El surgimiento de Europa Esto se percibe con bastante evidencia si intentamos remontarnos a los orígenes de Europa. Quien habla del origen de Europa, cita normalmente a Heródoto (484-425 a.C. aproximadamente), quien, de hecho, es el primero en definir Europa como concepto geográfico; y lo hace así: «Los persas consideran Asia como su propiedad y los pueblos bárbaros que habitan en ella, mientras estiman que Europa y el mundo griego es un país distinto». No hace referencia a las fronteras de Europa, pero está claro que tierras que hoy son el núcleo de Europa estaban completamente fuera del campo visual del historiador antiguo. De hecho, con la formación de los estados helenísticos y del imperio romano, se había formado un continente que se transformó en la base de la sucesiva Europa, pero que tenía otras fronteras: eran las tierras alrededor del Mediterráneo, que gracias a sus vínculos culturales, gracias al tráfico y al comercio, gracias al sistema político común, formaban un verdadero y particular continente. Sólo el avance triunfal del Islam en el siglo VII y al inicio del siglo VIII trazó una frontera a lo largo del Mediterráneo; por así decirlo, la partió en dos, de tal manera que todo lo que hasta entonces era un continente se subdividía ahora en tres continentes: Asia, África y Europa. En oriente, la transformación del mundo antiguo se realizó más lentamente que en occidente: el imperio romano, con Constantinopla como punto central, resistió hasta el siglo XV, aunque fue quedando cada vez más al margen. Mientras tanto, en torno al año 700, la parte meridional del Mediterráneo queda completamente fuera de lo que hasta ese entonces era un continente cultural. Al mismo tiempo se lleva a cabo una mayor extensión hacia el norte. El límite, que hasta entonces había sido un confín continental, desaparece y se abre hacia un nuevo espacio histórico que ahora abrazaría Galia, Germania, Bretaña como tierras-núcleo propiamente dichas, y se extiende cada vez más hacia Escandinavia. En este proceso de cambio de los confines, la continuidad ideal con el precedente continente mediterráneo, medido geográficamente de un modo nuevo, tiene como garantía un modelo de teología de la historia: partiendo del libro de Daniel, se consideraba al Imperio Romano renovado y transformado por la fe cristiana como el último y permanente reino de la historia del mundo en general y, por tanto, se definía la trabazón de pueblos y estados que estaba en vías de formación como el permanente «Sacrum Imperium Romanum».
  • 16. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 16 Este proceso de una nueva identificación histórica y cultural se realizó de manera totalmente consciente bajo el reino de Carlomagno. Aquí surge nuevamente el antiguo nombre de Europa, con un significado diverso: este vocablo se utilizaba incluso como definición del reino de Carlomagno, y expresaba, al mismo tiempo, la consciencia de la continuidad y de la novedad con que la nueva trabazón de estados se presentaba: como una fuerza con futuro. Con futuro porque se concebía en continuidad con lo que había sido la historia del mundo hasta entonces y anclada últimamente en lo que permanece para siempre. Esta autocomprensión que se estaba formando se expresa al mismo tiempo en la consciencia de la definitividad, así como la de una misión. Es verdad que el concepto de Europa casi desaparece nuevamente después del fin del reino carolingio y se conserva solamente en el lenguaje de los doctos; en el lenguaje popular sólo se usa al inicio de la época moderna --aunque en relación con el peligro de los Turcos, como modalidad de autoidentificación--, para imponerse en general en el siglo XVIII. Independientemente de esta historia del término, la constitución del reino de los francos como el imperio romano jamás desaparecido y entonces renacido, significa, de hecho, el paso decisivo hacia lo que nosotros entendemos hoy cuando hablamos de Europa. Ciertamente no podemos olvidar que hay también una segunda raíz de la Europa, de una Europa no occidental: el imperio romano de hecho, como ya he mencionado, había resistido en Bizancio contra las tempestades de la migración de los pueblos y de la invasión islámica. Bizancio se percibía a sí misma como la verdadera Roma; es un hecho que aquí el imperio no había decaído jamás, razón por la cual seguía reivindicando la otra mitad del imperio, la occidental. También este imperio romano de oriente se extendió ulteriormente hacia el norte, abarcando al mundo eslavo, y se creó un mundo propio, greco-romano, que se diferencia respecto a la Europa latina del occidente en virtud de la diversidad de su liturgia, de una constitución eclesiástica diferente, de una escritura diversa, y en virtud de la renuncia al latín como lengua común enseñada. Ciertamente hay también suficientes elementos unificadores, que pueden hacer de los dos mundos un único, común continente: en primer lugar, la herencia común de la Biblia y de la Iglesia antigua, que, por otra parte, en ambos mundos hace referencia a una realidad que está más allá de sí misma, hacia un origen que ahora se encuentra fuera de Europa, es decir, en Palestina; en segundo lugar, la misma idea común de Imperio, la común comprensión de fondo de la Iglesia y, por tanto, también la comunión en las ideas fundamentales del derecho y de los instrumentos jurídicos; por último, yo mencionaría también el monaquismo, que en los grandes movimientos de la historia se ha mantenido como el vehículo esencial, no sólo de la continuidad cultural, sino, sobre todo, de los valores fundamentales religiosos y morales, de las orientaciones últimas del hombre, y en cuanto fuerza pre-política y super-política se transformó en el vehículo de los renacimientos siempre necesarios. Entre las dos Europas, a pesar de la común y esencial herencia eclesial, hay sin embargo una profunda diferencia, cuya importancia ha quedado subrayada especialmente por Endre von Ivanka: en Bizancio, Imperio e Iglesia aparecen casi identificados el uno con el otro; el emperador también es el jefe de la Iglesia. Él se considera a sí mismo como representante de Cristo, y en unión con la figura de Melquisedec, que era al mismo tiempo rey y sacerdote (Gén 14 18), lleva desde el siglo VI el título oficial de «rey y sacerdote». Dado que a partir de Constantino el emperador había escapado de Roma, en la antigua capital del imperio pudo desarrollarse la posición autónoma del obispo de Roma, como sucesor de Pedro y pastor supremo de la Iglesia; aquí ya desde el inicio de la era constantiniana se enseñó una dualidad de potestad: emperador y papa tienen de hecho
  • 17. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 17 potestades separadas, ninguno dispone de la totalidad. El papa Gelasio I (492-496) formuló la visión de occidente en su famosa carta al emperador Anastasio y, todavía más claramente, en su cuarto tratado, donde ante la tipología bizantina de Melquisedec subraya que la unidad de las potestades está exclusivamente en Cristo: «él, de hecho, a causa de la debilidad humana (¡soberbia!) Ha separado para los tiempos sucesivos los dos ministerios de manera que ninguno se ensoberbezca» (c. 11). Para las cosas de la vida eterna los emperadores cristianos tienen necesidad de los sacerdotes (pontífices) y éstos, a su vez, se atienen para el curso temporal de las cosas, a las disposiciones imperiales. Los sacerdotes deben seguir en las cosas mundanas las leyes del emperador, puesto por querer divino, mientras éste debe someterse en las cosas divinas al sacerdote. Con esto se introdujo la separación y distinción de las potestades, que fue de máxima importancia para el desarrollo sucesivo de Europa, y que, por así decirlo, puso los fundamentos de lo que es propiamente típico de Occidente. Ya que de ambas partes, ante tales delimitaciones, siempre permaneció vivo el impulso a la totalidad, la codicia de imponer el poder propio sobre el del otro, este principio de separación se convirtió también en fuente de sufrimientos infinitos. La manera en que se debe vivir correctamente y concretar política y religiosamente este principio sigue siendo un problema fundamental, incluso para la Europa de hoy y de mañana. 2. El viraje hacia la época moderna Si a partir de cuanto he dicho hasta ahora podemos considerar el surgimiento del imperio carolingio de una parte, y la continuación del imperio romano en Bizancio y su misión hacia los pueblos eslavos por otra, como el verdadero y propio nacimiento del continente Europa, el inicio de la época moderna significa para ambas Europas un viraje, un cambio radical que concierne tanto a la esencia de este continente como a sus contornos geográficos. En 1453 Constantinopla fue conquistada por los turcos. O. Hiltbrunner comenta este acontecimiento de manera lacónica: «los últimos... doctos emigraron... hacia Italia y transmitieron a los humanistas del Renacimiento el conocimiento de los textos originales griegos; sin embargo, oriente se hundió en la ausencia de cultura». Esta afirmación puede ser un poco burda, ya que, de hecho, también el reino de la dinastía de los Osman tenía su cultura; pero es cierto que la cultura greco-cristiana europea de Bizancio tuvo su fin con esta invasión. De este modo, una de las dos alas de Europa estuvo a punto de desaparecer, pero la herencia bizantina no estaba muerta: Moscú se declara a sí misma como la tercera Roma, funda entonces un propio patriarcado sobre la base de la idea de una segunda «translatio imperii» y se presenta, por tanto, como una nueva metamorfosis del «Sacrum Imperium » --como una forma propia de Europa, que, sin embargo, permaneció unida con occidente y se orientó cada vez más hacia él, hasta el punto de que Pedro el Grande intentó convertirla en un país occidental--. Este movimiento hacia el norte de la Europa bizantina implicó también un amplio movimiento hacia oriente de las fronteras del continente. El establecimiento de los Urales como frontera es sumamente arbitrario. De cualquier forma, el mundo que quedaba a su oriente se convirtió cada vez más en una especie de subestructura de Europa --ni Asia ni Europa--; esencialmente forjado por Europa, pero sin participar de su carácter de sujeto: objeto, pero no vehículo de su historia. Quizás con esto se define la esencia de un estado colonial. Por tanto, al inicio de la época moderna, podemos hablar, en la Europa bizantina, no occidental, de un doble acontecimiento: por una parte se da la disolución del antiguo Bizancio con su continuidad histórica en relación con el Imperio Romano; por otra parte, esta segunda Europa obtuvo con Moscú un nuevo centro y amplió sus confines hacia oriente, para erigir en Siberia una especie de pre-estructura colonial.
  • 18. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 18 Contemporáneamente, también podemos constatar en occidente un doble proceso con un significado histórico notable. Gran parte del mundo germánico se separa de Roma; surge una nueva forma iluminada de cristianismo, de modo que, por medio de occidente, se crea a partir de entonces una línea de separación que forma también claramente una frontera cultural, un confín entre dos diversos modos de pensar y relacionarse. Ciertamente, también dentro del mundo protestante hay una fractura: en primer lugar entre luteranos y reformados, a los cuales se asocian los metodistas y presbiterianos, mientras la Iglesia anglicana busca formar un camino intermedio entre católicos y evangélicos; a esto se añade también la diferencia entre el cristianismo bajo la forma de una iglesia de Estado, que llega a ser un distintivo de Europa, e iglesias libres, que encuentran su espacio de refugio en Norteamérica, tema éste del que debemos volver a hablar. Pongamos atención, en primer lugar, al segundo acontecimiento, que caracteriza esencialmente la situación de la época moderna, diferenciándola de la que era la Europa latina: el descubrimiento de América. A la extensión de Europa hacia el este, gracias a la progresiva extensión de Rusia hacia Asia, corresponde la radical salida de Europa más allá de sus confines geográficos hacia el mundo que está más allá del océano, que ahora se llama América. La subdivisión de Europa en una mitad latino-católica y una mitad germánico- protestante se transfirió y repercutió sobre esta parte de tierra ocupada por Europa. También América fue al inicio una Europa ampliada, una colonia, pero ella también se crea --contemporáneamente a la agitación europea provocada por la Revolución Francesa-- su propio carácter de sujeto: desde el siglo XIX en adelante, aunque forjada en sus aspectos profundos por su nacimiento europeo, América se presenta ante Europa como un sujeto propio. En este intento de conocer la identidad más profunda e interior de Europa a través de una mirada histórica, hemos tomado en consideración dos virajes históricos fundamentales: el primero es la disolución del viejo continente mediterráneo, por obra del continente del «Sacrum Imperium», colocado más hacia el norte, en el que se forma Europa a partir de la época carolingia como mundo occidental-latino, junto a éste está la continuación de la vieja Roma en Bizancio, con su extensión hacia el mundo eslavo. Como segundo paso, hemos observado la caída de Bizancio y, por una parte, el consiguiente traslado hacia el norte y hacia el este de la idea cristiana de imperio de una parte de Europa, y, por otra parte, la división interna de Europa en un mundo germánico-protestante y un mundo latino-católico. Además de esto, se encuentra la expansión hacia América, a la que se trasfiere esta división y que, al final, se constituye como un sujeto histórico propio que está ante Europa. Ahora debemos considerar un tercer viraje, cuyo faro más visible lo constituye la Revolución francesa. Es verdad que el «Sacrum Imperium» como realidad política se estaba disolviendo desde el final de la Edad Media y se había vuelto cada vez más frágil, incluso como válida e indiscutible interpretación de la historia; pero sólo entonces este marco espiritual se fragmenta también formalmente, este marco espiritual sin el cual Europa no habría podido formarse. Es un proceso de considerable importancia, tanto desde el punto de vista político como ideal. Desde el punto de vista ideal, esto significa que se rechaza el fundamento sacro de la historia y de la existencia estatal: la historia ya no se mide de acuerdo con una idea de Dios precedente a ella y que le da forma; el Estado es considerado, a partir de entonces, en términos puramente seculares, fundado en la racionalidad y en la voluntad de los ciudadanos. Por primera vez en absoluto surge en la historia el Estado puramente secular, que abandona y deja a un lado la garantía divina y la normativa divina del elemento político, considerándolo como una visión mitológica del mundo y declara al mismo Dios como una cuestión privada, que no es parte de la vida pública y de la formación de la voluntad común. Ésta es concebida únicamente como un asunto de la razón, para la cual Dios no
  • 19. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 19 aparece claramente cognoscible: religión y fe en Dios pertenecen al ámbito del sentimiento, no al de la razón. Dios y su voluntad cesan de ser relevantes en la vida pública. De este modo surge, con el fin del siglo XVIII y el inicio del siglo XIX, un nuevo tipo de cisma, cuya gravedad percibimos cada vez más netamente. En alemán, este proceso no tiene ningún término, ya que se ha desarrollado más lentamente. En las lenguas latinas es caracterizado como división entre cristianos y laicos. En los últimos dos siglos esta laceración ha penetrado en las naciones latinas como una fractura profunda, mientras el cristianismo protestante, al inicio, tuvo una vida fácil al conceder dentro de sí espacio a las ideas liberales e ilustradas, sin destruir el marco de un amplio consenso cristiano. El aspecto de política realista de la disolución de la antigua idea de imperio consiste en esto: las naciones, los estados, que son identificables como tales gracias a la formación de ámbitos lingüísticos unitarios, aparecen definitivamente como los únicos y verdaderos portadores de la historia, y, por tanto, obtienen un rango que antes no les correspondía. El dramatismo explosivo de este sujeto histórico, plural, se muestra en el hecho de que las grandes naciones europeas se consideraban depositarias de una misión universal, que necesariamente debía llevar a conflictos entre ellas, cuyo impacto mortal lo hemos experimentado dolorosamente en el siglo recién pasado. 3. La universalización de la cultura europea y su crisis Finalmente debemos considerar un proceso ulterior, con el cual la historia de los últimos siglos avanza claramente hacia un mundo nuevo. Si la vieja Europa precedente a la época moderna, en sus dos mitades había conocido esencialmente sólo un adversario, con el cual debía confrontarse para la vida y para la muerte, es decir, el mundo islámico; si el viraje de la época moderna había llevado a la extensión hacia América y hacia partes de Asia sin grandes sujetos culturales propios, ahora tiene lugar la salida hacia los dos continentes hasta ahora tocados sólo marginalmente: África y Asia, que trataron de transformarse en sucursales de Europa, en colonias. Hasta cierto punto, esto también se logró, pues ahora también Asia y África siguen el ideal del mundo forjado por la técnica y el bienestar, de tal modo que también allí las antiguas tradiciones religiosas entran en crisis y estratos de pensamiento puramente secular dominan siempre más la vida pública. Pero hay también un efecto contrario: el renacimiento del Islam no está solamente unido a la nueva riqueza material de los países islámicos, sino que también se alimenta por la conciencia de que el Islam es capaz de ofrecer una base espiritual válida para la vida de los pueblos, una base que parece haberse escapado de la mano de la vieja Europa, que, no obstante su duradera potencia política y económica, se ve, cada vez más, como condenada al declino y al obscurecimiento. Las grandes tradiciones religiosas de Asia, sobre todo su componente mística, que encuentra expresión en el budismo, se elevan también como potencias espirituales contra una Europa que reniega de sus fundamentos religiosos y morales. El optimismo acerca de la victoria del elemento europeo, que Arnold Toynbee podía sostener todavía al inicio de los años sesenta, aparece hoy extrañamente superado: «de 28 culturas que nosotros hemos identificado... 18 están muertas y nueve de las restantes; de hecho, todas menos la nuestra muestran que están golpeadas de muerte». ¿Quién repetiría hoy todavía las mismas palabras? Y, en general, ¿qué es nuestra cultura, la que todavía permanece? La cultura europea, ¿es quizás la civilización de la técnica y del comercio difundida victoriosamente por el mundo entero? ¿O no es esta civilización más bien la nacida de manera post-europea por el fin de las antiguas culturas europeas? Yo veo aquí una sincronía paradójica: con la victoria del mundo técnico-secular post-europeo, con la universalización de su modelo de vida y de su manera de pensar, se da en todo el mundo --especialmente en los mundos estrictamente no-europeos de Asia y
  • 20. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 20 África-- la impresión de que el mundo de valores de Europa, su cultura y su fe, aquello sobre lo que se basa su identidad, ha llegado al final y esté saliendo del escenario; da la impresión de que ha llegado la hora de los sistemas de valores de otros mundos, de la América precolombina, del Islam, de la mística asiática. Europa, justo en esta hora de su máximo éxito, parece haberse vaciado por dentro, paralizada en cierto sentido por una crisis de su sistema circulatorio, una crisis que pone en riesgo su vida, dependiendo por así decirlo, de trasplantes, que sin embargo no pueden eliminar su identidad. A esta disminución interior de las fuerzas espirituales importantes corresponde el hecho de que también étnicamente Europa parece que recorre el camino de la desaparición. Hay una extraña falta de deseo de futuro. Los hijos, que son el futuro, son vistos como una amenaza para el presente; se piensa que nos quitan algo de nuestra vida. No se les experimenta como una esperanza, sino como un límite para el presente. Se impone la comparación con el Imperio Romano en declive: funcionaba todavía como gran armazón histórico, pero en la práctica vivía ya de quienes debían disolverlo, porque a él mismo ya no le quedaba ninguna energía vital. Con esto hemos llegado a los problemas del presente. En cuanto al posible futuro de Europa hay dos diagnósticos contrapuestos. Por una parte, está la tesis de Oswald Spengler, quien creía poder fijar una especie de ley natural para las grandes expresiones culturales: existe un momento de nacimiento, crecimiento gradual, florecimiento, lento entorpecimiento, envejecimiento y muerte. Spengler enriquece su tesis --de modo impresionante--, con documentación entresacada de la historia de las culturas, documentación en la que se puede entrever esta ley del decurso natural. Su tesis era que Occidente ha alcanzado su época final, que este continente cultural está corriendo inexorablemente al encuentro con la muerte, a pesar de todos los intentos de rechazarla. Naturalmente, Europa puede transmitir sus dones a una nueva cultura emergente, como ya ha sucedido en los precedentes ocasos de una cultura, pero como sujeto, ella tiene ya su tiempo de vida a las espaldas. Esta tesis --definida como «biologista»-- ha encontrado opositores apasionados en el tiempo de entreguerras, especialmente en el ámbito católico; Arnold Toynbee se opuso a ella de manera impresionante, aunque con postulados que encuentran actualmente poca resonancia. Toynbee muestra la diferencia entre progreso técnico-material de una parte y progreso real de otra. Define este último como espiritualización. Admite que Occidente --el mundo occidental-- se encuentra en una crisis, y su causa sería el hecho de que se ha pasado de la religión al culto a la técnica, a la nación, al militarismo. La crisis, para él, significa al final secularismo. Si se conoce la causa de la crisis, se puede indicar también el camino hacia la curación: se debe introducir nuevamente el factor religioso, del que forma parte, según él, la herencia religiosa de todas las culturas, pero, especialmente, lo «que ha quedado del cristianismo occidental». Aquí se contrapone a la visión «biologista» una visión «voluntarista», que apunta a la fuerza de las minorías creativas y a las personalidades singulares y excepcionales. La pregunta que se plantea es: ¿es justo este diagnóstico? Y si lo es, ¿está en nuestras manos introducir nuevamente el momento religioso, en una síntesis de cristianismo residual y herencia religiosa de la humanidad? En todo caso, la cuestión entre Spengler y Toynbee permanece abierta porque no podemos ver el futuro. Pero independientemente de todo eso, se impone la tarea de preguntarnos qué es lo que puede garantizar el futuro y mantener viva la identidad interior de Europa a través de todas las metamorfosis históricas. O más simplemente: qué podría ofrecer --tanto para hoy como mañana-- la dignidad humana y una existencia conforme a ella.
  • 21. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 21 Para encontrar una respuesta debemos echar de nuevo un vistazo a nuestro presente teniendo en cuenta sus raíces históricas. Anteriormente nos habíamos detenido en la Revolución Francesa y en el siglo XIX. Durante este tiempo se han desarrollado sobre todo dos nuevos modelos europeos. En las naciones latinas el modelo laicista: un Estado netamente separado de los organismos religiosos, que son relegados al ámbito privado. El mismo Estado rechaza cualquier fundamento religioso y se sabe fundado solamente sobre la razón y sus intuiciones. Frente a la flaqueza de la razón, estos sistemas se han revelado frágiles y se convierten con facilidad en víctimas de las dictaduras; sobreviven, propiamente, sólo porque partes de la vieja conciencia moral continúan subsistiendo aun sin los fundamentos precedentes, permitiendo así un consenso moral básico. Por otra parte, en el mundo germánico, existen de manera diferenciada los modelos de Iglesia de Estado del protestantismo liberal. En ellos una religión cristiana iluminada, esencialmente concebida como moral ..y con formas de culto resguardadas por el Estado-- garantiza un consenso moral y un fundamento religioso amplio, al que cada religión que no es del Estado debe adecuarse. Este modelo en Gran Bretaña, en los estados escandinavos y en un primer momento en la Alemania dominada por los prusianos aseguró durante mucho tiempo una cohesión estatal y social. En Alemania, sin embargo, la caída del cristianismo de Estado prusiano creó un vacío, que después se ofreció igualmente como vacío para el surgimiento de una dictadura. Hoy en día, las iglesias de Estado han caído en todas partes, víctimas del desgaste: de cuerpos religiosos que son derivaciones del Estado ya no proviene ninguna fuerza moral, y el mismo Estado no puede crear una fuerza moral, sino que la debe presuponer para después construir sobre ella. Entre estos dos modelos se colocan los Estados Unidos de Norteamérica, que por una parte --formados sobre la base de las iglesias libres-- parten de un rígido dogma de separación y por otra parte --más allá de las denominaciones individuales--, se caracterizan por un consenso de fondo cristiano-protestante no forjado en términos confesionales. Consenso que se vinculaba a una particular conciencia de la misión de tipo religioso frente al resto del mundo. De este nodo, daba al factor religioso un significativo peso público, que en cuanto fuerza pre-política y supra-política podía ser determinante para la vida política. Ciertamente no se puede esconder que también en los Estados Unidos la disolución de la herencia cristiana avanza incesantemente, mientras que al mismo tiempo el rápido aumento del elemento hispánico y la presencia de tradiciones religiosas provenientes de todo el mundo cambian el panorama. Se podría observar también que los Estados Unidos promueven ampliamente la protestantización de América Latina y, de ese modo, la disolución de la Iglesia católica a través de la formación de iglesias libres. Todo ello porque tienen la convicción de que la Iglesia católica no puede asegurar un sistema político y económico estable, ya que fracasa como educadora de las naciones. En cambio, esperan que el modelo de las iglesias libres haga posible un consenso moral y una formación democrática de la voluntad pública, similares a aquellos característicos de los Estados Unidos. Para complicar todavía más el panorama, se debe admitir que actualmente la Iglesia católica forma la comunidad religiosa más grande de los Estados Unidos. Esta Iglesia, en su vida de fe, está decididamente del lado de la identidad católica. Sin embargo, los católicos, por lo que se refiere a la relación entre Iglesia y política han recibido las tradiciones de las iglesias libres, es decir, que una Iglesia que no se confunda con el Estado garantiza mejor los fundamentos morales del todo, de forma que la promoción del ideal democrático aparece como un deber moral profundamente conforme a la fe. En una posición similar, se puede ver una continuación, adecuada a los tiempos, del modelo del Papa Gelasio, del que se ha hablado anteriormente. Regresemos a Europa. A los dos modelos de los que he hablado anteriormente se le añadió en el siglo XIX, un tercero: el socialismo, que rápidamente se subdividió en dos vías diversas: la totalitaria y la democrática.
  • 22. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 22 El socialismo democrático fue capaz, desde el inicio, de integrarse dentro de los dos modelos existentes, como un sano contrapeso frente a las posiciones liberales radicales, enriqueciéndolas y corrigiéndolas. Esto se reveló como algo que iba más allá de las confesiones: en Inglaterra era el partido de los católicos, que no podían sentirse a gusto ni en el campo protestante-conservador, ni en el liberal. También, en la Alemania guillermina el centro católico podía sentirse más cercano al socialismo democrático que a las fuerzas conservadoras rígidamente prusianas y protestantes. En muchos aspectos el socialismo democrático estaba y está cerca de la doctrina social católica; en todo caso, ha contribuido considerablemente a la formación de una conciencia social. Sin embargo, el modelo totalitario se vinculaba a una filosofía de la historia rígidamente materialista y atea: la historia se comprende deterministamente como un proceso de progreso que pasa a través de la fase religiosa y de la liberal para alcanzar la sociedad absoluta y definitiva, en la que la religión, como residuo del pasado, se supera y el funcionamiento de las condiciones materiales puede garantizar la felicidad de todos. El aparente carácter científico esconde un dogmatismo intolerante: el espíritu es producto de la materia; la moral es producto de las circunstancias y debe definirse y practicarse de acuerdo con los objetivos de la sociedad; todo lo que sirve para favorecer la llegada de un Estado final feliz es moral. La inversión de los valores que habían construido Europa es completa. Aún más, se da una fractura frente a la tradición moral de toda la humanidad: ya no hay valores independientes de los objetivos del progreso; en un momento dado todo puede permitirse e incluso resultar necesario, puede ser moral en el sentido nuevo del término. Incluso el hombre puede llegar a ser un instrumento; no cuenta el individuo. Sólo el futuro llega a ser la terrible divinidad que dispone de todos y de todo. Los sistemas comunistas, mientras tanto, han naufragado sobre todo por su falso dogmatismo económico. Pero se olvida demasiado fácilmente el hecho de que han naufragado sobre todo por su desprecio de los derechos humanos, por su subordinación de la moral a las exigencias del sistema y a sus promesas de futuro. La verdadera y propia catástrofe que han dejado a sus espaldas no es de naturaleza económica; consiste en el desecamiento de las almas, en la destrucción de la conciencia moral. Veo esto como un problema esencial del momento actual para Europa y para el mundo: nadie cuestiona el naufragio económico, y por eso sin dudarlo los ex-comunistas se han vuelto liberales en economía. Sin embargo, la problemática moral y religiosa, el problema de fondo, es casi totalmente removida de la consideración. La problemática dejada tras de sí por el marxismo continúa existiendo hoy: la disolución de las certezas primordiales del hombre sobre Dios, sobre sí mismo y sobre el universo. Esta disolución de la conciencia de los valores morales intangibles es precisamente ahora nuestro problema y puede conducir a la autodestrucción de la conciencia europea que debemos comenzar a considerar --independientemente de la visión del ocaso de Spengler-- como un peligro real. 4. ¿En qué punto estamos hoy? Así nos encontramos ante la cuestión: ¿cómo deberían continuar las cosas? En los violentos trastornos de nuestro tiempo, ¿hay una identidad de Europa que puede tener un futuro y por la cual podamos comprometernos con todo nuestro ser? No estoy preparado para entrar en una discusión detallada sobre la futura Constitución europea. Sólo quisiera indicar brevemente los elementos morales fundamentales que, en mi opinión, no deberían faltar. Un primer elemento es el carácter incondicional con que la dignidad humana y los derechos humanos deben presentarse como valores que preceden a cualquier jurisdicción estatal. Estos derechos fundamentales no son creados por el legislador ni son conferidos a los ciudadanos, «sino más bien existen por derecho propio, siempre han de ser respetados
  • 23. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 23 por el legislador, a quien le son dados previamente como valores de orden superior». Esta validez de la dignidad humana previa a cualquier actuar político y a toda decisión política nos remite al Creador: sólo Él puede establecer valores que se fundan en la esencia del hombre y que son intangibles. Que existan valores que no son manipulables por nadie es la garantía verdadera y propia de nuestra libertad y de la grandeza humana; la fe cristiana ve en esto el misterio del Creador y de la condición de imagen de Dios que Él ha conferido al hombre. Ahora bien, hoy en día casi nadie negará directamente la preeminencia de la dignidad humana y de los derechos humanos fundamentales respecto a toda decisión política; son aún demasiado recientes los horrores del nazismo y de su teoría racista. Pero en el ámbito concreto del así llamado progreso de la medicina, hay amenazas muy reales para estos valores: sea que pensemos en la clonación, sea que pensemos en la conservación de fetos humanos para la investigación y donación de órganos, sea que pensemos en todo el ámbito de la manipulación genética -la lenta consunción de la dignidad humana que aquí nos amenaza no puede ser desconocida por nadie. A esto se añaden, de manera creciente, el tráfico de personas humanas, las nuevas formas de esclavitud, el negocio del tráfico de órganos humanos para trasplantes. Siempre se aducen finalidades buenas, para justificar lo injustificable. En estos sectores, hay algunos puntos firmes en la Carta de los derechos fundamentales de los que podemos alegrarnos, pero en puntos importantes resulta demasiado vaga, mientras que es propiamente en estos puntos donde se arriesga la seriedad del principio que está en juego. Resumiendo: fijar por escrito el valor y la dignidad del hombre, la libertad, igualdad y solidaridad con las afirmaciones de fondo de la democracia y del estado de derecho, implica una imagen del hombre, una opción moral y una idea de derecho que no son para nada obvias, pero que de hecho son factores fundamentales de identidad de Europa. Estos principios deberían garantizarse, también, en sus consecuencias concretas y sólo se pueden defender si se forma siempre nuevamente una conciencia moral correspondiente. Un segundo punto en donde aparece la identidad europea es el matrimonio y la familia. El matrimonio monógamo, como estructura fundamental de la relación entre hombre y mujer y, al mismo tiempo, como célula en la formación de la comunidad estatal, se ha forjado a partir de la fe bíblica. Éste dio a Europa, tanto a la occidental como a la oriental, su rostro particular y su particular humanidad, también y precisamente porque la forma de fidelidad y de renuncia delineada en ella siempre debió conquistarse nuevamente, con muchas fatigas y sufrimientos. Europa no sería Europa, si esta célula fundamental de su edificio social desapareciese o se cambiase algo de su esencia. La Carta de los derechos fundamentales habla de derecho al matrimonio, pero no expresa ninguna protección jurídica y moral específica para él, y ni siquiera lo define de forma más precisa. Todos sabemos cuán amenazados están el matrimonio y la familia tanto mediante el vaciamiento de su indisolubilidad a través de formas cada vez más fáciles de divorcio, como por un nuevo comportamiento que va difundiéndose cada vez más: la convivencia de hombre y mujer sin la forma jurídica del matrimonio. En notable contraste con todo esto, existe la petición de comunión de vida de los homosexuales, quienes ahora paradójicamente exigen una forma jurídica, que debe equipararse más o menos al matrimonio. Con esta tendencia se sale del complejo de la historia moral de la humanidad, que a pesar de toda la diversidad de formas jurídicas del matrimonio, sabía siempre que éste, según su esencia, es la particular comunión de hombre y mujer, que se abre a los hijos y así a la familia. No se trata de discriminación, sino de la pregunta sobre qué es la persona humana en cuanto hombre y mujer y cómo la convivencia de hombre y mujer puede formalizarse jurídicamente. Si, por una parte, su convivencia se separa cada vez más de las formas jurídicas, si, por otra parte, se ve la unión homosexual como participante del mismo rango
  • 24. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 24 del matrimonio, entonces estamos ante una disolución de la imagen del hombre, cuyas consecuencias sólo pueden ser extremadamente graves. Mi último punto es la cuestión religiosa. No quisiera entrar aquí en las complejas discusiones de los últimos años, sino poner de relieve sólo un aspecto fundamental para todas las culturas: el respeto de a lo que es sagrado para otra persona, y particularmente el respeto por lo sagrado en el sentido más alto, por Dios. Es lícito suponer que se pueden encontrar este respeto en quien no está dispuesto a creer en Dios. Donde se quebrante este respeto, se pierde algo esencial en la sociedad. En la sociedad actual, gracias a Dios, se multa a quien deshonra la fe de Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se multa también a quien vilipendia el Corán y las convicciones de fondo del Islam. Sin embargo, cuando se trata de Cristo y de lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de opinión aparece como el bien supremo, cuya limitación resulta una amenaza o incluso una destrucción de la tolerancia y la libertad en general. Sin embargo, la libertad de opinión tiene su límite en que no puede destruir el honor y la dignidad del otro; no hay libertad para mentir o para destruir los derechos humanos. Occidente siente un odio por sí mismo que es extraño y que sólo puede considerarse como algo patológico; occidente sí intenta laudablemente abrirse, lleno de comprensión a valores externos, pero ya no se ama a sí mismo; sólo ve de su propia historia lo que es censurable y destructivo, al tiempo que no es capaz de percibir lo que es grande y puro. Europa necesita de una nueva --ciertamente crítica y humilde-- aceptación de sí misma, si quiere verdaderamente sobrevivir. A veces, la multiculturalidad, que se estimula y favorece continua y apasionadamente, se transforma en abandono y negación de lo que le es propio, una fuga de las cosas propias. Pero la multiculturalidad no puede subsistir sin constantes en común, sin puntos de referencia a partir de valores propios. Seguramente no puede subsistir sin respeto de lo que es sagrado. De ella forma parte el andar al encuentro con respeto a los elementos sagrados del otro, pero esto podemos hacerlo sólo si lo sagrado, Dios, no nos es extraño a nosotros mismos. Ciertamente, podemos y debemos aprender de lo que es sagrado para los demás, pero justamente ante los demás y por los demás, es deber nuestro nutrir en nosotros mismos el respeto ante lo que es sagrado y mostrar el rostro de Dios que se nos ha aparecido --del Dios que tiene compasión de los pobres y de los débiles, de las viudas y de los huérfanos, del extranjero; del Dios que hasta tal punto es humano que él mismo se ha hecho hombre, un hombre sufriente, que sufriendo junto a nosotros da dignidad y esperanza al dolor. Si no hacemos esto, no sólo renegamos de la identidad de Europa, sino que se desvanece un servicio a los demás al que ellos tienen derecho. Para las culturas del mundo, la profanidad absoluta que se ha ido formando en Occidente es algo profundamente extraño. Están convencidas que un mundo sin Dios no tiene futuro. Por lo tanto, justamente la multiculturalidad nos llama a entrar nuevamente en nosotros mismos. No sabemos cómo será el futuro de Europa. La Carta de los derechos fundamentales puede ser un primer paso, un signo de que Europa busca nueva y conscientemente su alma. En esto hace falta darle la razón a Toynbee: el destino de una sociedad depende siempre de minorías creativas. Los cristianos creyentes deberían concebirse a sí mismos como tal minoría creativa y contribuir a que Europa recobre nuevamente lo mejor de su herencia y esté así al servicio de toda la humanidad.
  • 25. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 25 DISCURSO PREPARADO POR EL PAPA BENEDICTO XVI PARA EL ENCUENTRO CON LA UNIVERSIDAD DE ROMA "LA SAPIENZA" (Texto de la conferencia que el Papa Benedicto XVI iba a pronunciar durante su visita a la "Sapienza, Universidad de Roma", el jueves 17 de enero de 2008. Visita cancelada el 15 de enero) P ara mí es motivo de profunda alegría encontrarme con la comunidad de la "Sapienza, Universidad de Roma" con ocasión de la inauguración del año académico. Ya desde hace siglos esta universidad marca el camino y la vida de la ciudad de Roma, haciendo fructificar las mejores energías intelectuales en todos los campos del saber. Tanto en el tiempo en que, después de su fundación impulsada por el Papa Bonifacio VIII, la institución dependía directamente de la autoridad eclesiástica, como sucesivamente, cuando el Studium Urbis se desarrolló como institución del Estado italiano, vuestra comunidad académica ha conservado un gran nivel científico y cultural, que la sitúa entre las universidades más prestigiosas del mundo. Desde siempre la Iglesia de Roma mira con simpatía y admiración este centro universitario, reconociendo su compromiso, a veces arduo y fatigoso, por la investigación y la formación de las nuevas generaciones. En estos últimos años no han faltado momentos significativos de colaboración y de diálogo. Quiero recordar, en particular, el Encuentro mundial de rectores con ocasión del Jubileo de las Universidades, en el que vuestra comunidad no sólo se encargó de la acogida y la organización, sino sobre todo de la profética y compleja propuesta de elaborar un "nuevo humanismo para el tercer milenio". En esta circunstancia, deseo expresar mi gratitud por la invitación que se me ha hecho a venir a vuestra universidad para pronunciar una conferencia. Desde esta perspectiva, me planteé ante todo la pregunta: ¿Qué puede y debe decir un Papa en una ocasión como ésta? En mi conferencia en Ratisbona hablé ciertamente como Papa, pero hablé sobre todo en calidad de ex profesor de esa universidad, mi universidad, tratando de unir recuerdos y actualidad. En la universidad "Sapienza", la antigua universidad de Roma, sin embargo, he sido invitado precisamente como Obispo de Roma; por eso, debo hablar como tal. Es cierto que en otros tiempos la "Sapienza" era la universidad del Papa; pero hoy es una universidad laica, con la autonomía que, sobre la base de su mismo concepto fundacional, siempre ha formado parte de su naturaleza de universidad, la cual debe estar vinculada exclusivamente a la autoridad de la verdad. En su libertad frente a autoridades políticas y eclesiásticas, la universidad encuentra su función particular, precisamente también para la sociedad moderna, que necesita una institución de este tipo.
  • 26. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 26 Vuelvo a mi pregunta inicial: ¿Qué puede y debe decir el Papa en el encuentro con la universidad de su ciudad? Reflexionando sobre esta pregunta, me pareció que incluía otras dos, cuyo esclarecimiento debería llevar de por sí a la respuesta. En efecto, es necesario preguntarse: ¿Cuál es la naturaleza y la misión del Papado? Y también, ¿cuál es la naturaleza y la misión de la universidad? En este lugar no quisiera entretenerme y entreteneros con largas disquisiciones sobre la naturaleza del Papado. Baste una breve alusión. El Papa es, ante todo, Obispo de Roma y, como tal, en virtud de la sucesión del apóstol san Pedro, tiene una responsabilidad episcopal con respecto a toda la Iglesia católica. La palabra "obispo" —episkopos—, que en su significado inmediato se puede traducir por "vigilante", se fundió ya en el Nuevo Testamento con el concepto bíblico de Pastor: es aquel que, desde un puesto de observación más elevado, contempla el conjunto, cuidándose de elegir el camino correcto y mantener la cohesión de todos sus componentes. En este sentido, esa designación de la tarea orienta la mirada, ante todo, hacia el interior de la comunidad creyente. El Obispo —el Pastor— es el hombre que cuida de esa comunidad; el que la conserva unida, manteniéndola en el camino hacia Dios, indicado por Jesús según la fe cristiana; y no sólo indicado, pues Él mismo es para nosotros el camino. Pero esta comunidad, de la que cuida el Obispo, sea grande o pequeña, vive en el mundo. Las condiciones en que se encuentra, su camino, su ejemplo y su palabra influyen inevitablemente en todo el resto de la comunidad humana en su conjunto. Cuanto más grande sea, tanto más repercutirán en la humanidad entera sus buenas condiciones o su posible degradación. Hoy vemos con mucha claridad cómo las condiciones de las religiones y la situación de la Iglesia —sus crisis y sus renovaciones— repercuten en el conjunto de la humanidad. Por eso el Papa, precisamente como Pastor de su comunidad, se ha convertido cada vez más también en una voz de la razón ética de la humanidad. Aquí, sin embargo, surge inmediatamente la objeción según la cual el Papa, de hecho, no hablaría verdaderamente basándose en la razón ética, sino que sus afirmaciones procederían de la fe y por eso no podría pretender que valgan para quienes no comparten esta fe. Deberemos volver más adelante sobre este tema, porque aquí se plantea la cuestión absolutamente fundamental: ¿Qué es la razón? ¿Cómo puede una afirmación —sobre todo una norma moral— demostrarse "razonable"? En este punto, por el momento, sólo quiero poner de relieve brevemente que John Rawls, aun negando a doctrinas religiosas globales el carácter de la razón "pública", ve sin embargo en su razón "no pública" al menos una razón que no podría, en nombre de una racionalidad endurecida desde el punto de vista secularista, ser simplemente desconocida por quienes la sostienen. Ve un criterio de esta racionalidad, entre otras cosas, en el hecho de que esas doctrinas derivan de una tradición responsable y
  • 27. Discursos Ratzinger - Benedictus XVI 27 motivada, en la que en el decurso de largos tiempos se han desarrollado argumentaciones suficientemente buenas como para sostener su respectiva doctrina. En esta afirmación me parece importante el reconocimiento de que la experiencia y la demostración a lo largo de generaciones, el fondo histórico de la sabiduría humana, son también un signo de su racionalidad y de su significado duradero. Frente a una razón a-histórica que trata de construirse a sí misma sólo en una racionalidad a-histórica, la sabiduría de la humanidad como tal —la sabiduría de las grandes tradiciones religiosas— se debe valorar como una realidad que no se puede impunemente tirar a la papelera de la historia de las ideas. Volvemos a la pregunta inicial. El Papa habla como representante de una comunidad creyente, en la cual durante los siglos de su existencia ha madurado una determinada sabiduría de vida. Habla como representante de una comunidad que custodia en sí un tesoro de conocimiento y de experiencia éticos, que resulta importante para toda la humanidad. En este sentido, habla como representante de una razón ética. Pero ahora debemos preguntarnos: ¿Y qué es la universidad?, ¿cuál es su tarea? Es una pregunta de enorme alcance, a la cual, una vez más, sólo puedo tratar de responder de una forma casi telegráfica con algunas observaciones. Creo que se puede decir que el verdadero e íntimo origen de la universidad está en el afán de conocimiento, que es propio del hombre. Quiere saber qué es todo lo que le rodea. Quiere la verdad. En este sentido, se puede decir que el impulso del que nació la universidad occidental fue el cuestionamiento de Sócrates. Pienso, por ejemplo —por mencionar sólo un texto—, en la disputa con Eutifrón, el cual defiende ante Sócrates la religión mítica y su devoción. A eso, Sócrates contrapone la pregunta: "¿Tú crees que existe realmente entre los dioses una guerra mutua y terribles enemistades y combates...? Eutifrón, ¿debemos decir que todo eso es efectivamente verdadero?" (6 b c). En esta pregunta, aparentemente poco devota —pero que en Sócrates se debía a una religiosidad más profunda y más pura, de la búsqueda del Dios verdaderamente divino—, los cristianos de los primeros siglos se reconocieron a sí mismos y su camino. Acogieron su fe no de modo positivista, o como una vía de escape para deseos insatisfechos. La comprendieron como la disipación de la niebla de la religión mítica para dejar paso al descubrimiento de aquel Dios que es Razón creadora y al mismo tiempo Razón-Amor. Por eso, el interrogarse de la razón sobre el Dios más grande, así como sobre la verdadera naturaleza y el verdadero sentido del ser humano, no era para ellos una forma problemática de falta de religiosidad, sino que era parte esencial de su modo de ser religiosos. Por consiguiente, no necesitaban resolver o dejar a un lado el interrogante socrático, sino que podían, más aún, debían acogerlo y reconocer como parte de su propia identidad la búsqueda fatigosa de la razón para alcanzar el