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UNIVERSIDAD DE GUANAJUATO
   FACULTAD DE MEDICINA DE LEÓN




     BIOÉTICA
Material de apoyo didáctico recopilado y traducido por el
              Dr. Gabriel Cortés Gallo, 1992.
LA BIOÉTICA MÉDICA

         Desde los orígenes de la medicina occidental, es decir, desde los escritos que la tradición
atribuyó al médico griego Hipócrates de Cos, la ética médica ha venido utilizando para discernir
entre lo bueno y lo malo un criterio de carácter “naturalista”. Al margen de que incurra o no en lo
que desde principios de siglo viene conociéndose con el nombre de “falacia naturalista”, es lo cierto
que tal criterio ha solido identificar lo bueno con el “orden” natural, y considerar malo su desorden.
La naturaleza es obra de Dios, dirían los teólogos cristianos de la Edad Media, y en consecuencia,
el orden natural es formalmente bueno. Esto explicaría por qué toda la cultura medieval giró en
torno a la idea de “orden”. Este orden abarca no sólo las cosas que solemos llamar naturales, sino
también a los hombres, a la sociedad y a la historia. Por lo primero se consideraba malo, por
ejemplo, todo uso desordenado o no natural del cuerpo o de cualquiera de sus órganos. Lo
segundo llevó a pensar que la relación médico-enfermo, en tanto que la relación social y humana,
había de efectuarse también según orden. Este orden no era unívoco, ya que en él, el médico
considerado sujeto agente y el enfermo sujeto paciente. El deber del médico era “hacer el bien” al
paciente, y el de este aceptarlo. La moral de la relación médico-enfermo había de ser, pues, una
“típica moral de beneficencia”. Lo que el médico pretendía lograr era un bien “objetivo”, la
restitución del orden natural, razón por la que debía imponérselo al enfermo, aun en contra de la
voluntad de éste. Cierto que el enfermo no podía considerar bueno aquello que el médico
propugnaba como tal, pero se debería a un error “subjetivo” que, obviamente, no podía tener los
mismos derechos que la verdad “objetiva”. En consecuencia, en la relación médico-enfermo el
médico no era sólo agente técnico, sino también moral, y el enfermo un paciente necesitado de
ayuda técnica y ética. El conocedor del orden natural, en caso de la enfermedad, era el médico,
que podía y debía proceder por ello, aun en contra del parecer del paciente. Fue la esencia del
“paternalismo”, una constante en toda la ética médica del “orden” natural.

         En pocos documentos literarios se ve esto tan claro como en la República de Platón, el
libro que, por otra parte, ha configurado la politología occidental durante más de un milenio. Para
Platón […] toda sociedad política bien constituida ha de estar formada por varios tipos de
personas. En primer lugar por aquellos que se dedican al cultivo de las llamadas artes serviles o
mecánicas (agricultura, industria fabril, carpintería, albañilería, etc.). De estos dice Platón que son,
como consecuencia de su propio trabajo, deformes de salude innobles de espíritu. En ellos no hay
salud ni moralidad posibles. Por eso su estatuto político no puede ser el de las personas libres,
sino el de los siervos esclavos. Carecen pues, de las libertades políticas y civiles. Lo contrario les
sucede a aquellos otros hombres que dentro de la ciudad se dedican al cultivo de las artes
liberales o escolares (aritmética, geometría, música, astronomía), y que Platón identifica con es
estamento de los guardianes. Estos han de cumplir en la ciudad una doble función, la de
defenderla de las amenazas exteriores (para lo cual deben ser sanos y fuertes de cuerpo) y la de
poner orden y paz en las disputas internas (lo que no puede conseguirse más que con una buena
educación moral y un exquisito sentido de las cuatro virtudes cardinales: la prudencia, la justicia, la
fortaleza y la templanza). Si los artesanos eran de condición enfermiza y poco moral, éstos han de
considerarse, por el contrario, como sanos de cuerpo y de alma. Por eso pueden ser hombres
libres y gozar de libertades. De entre los mejores de ellos saldrán los gobernantes, que para
Platón han de tener la categoría de hombres perfectos. De ahí que el gobernante de la República
le sea inherente la condición de filósofo, y por tanto el dominio de la ciencia más elevada, la
dialéctica. Mediante ella, el filósofo puede diferenciar lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo,
lo justo de lo injusto, y transmitirlo, en tanto que monarca, a la comunidad. El gobernante platónico
“impone” los valores a los demás miembros del cuerpo social. Es un soberano absoluto y
absolutista, todo lo contrario de un gobernante democrático. Los seres humanos, los habitantes de
la ciudad, no son sujetos primarios de derechos y libertades políticas, algunas de las cuales
delegan en el soberano; muy al contrario, el gobernante lo es por naturaleza, y las libertades de
que gozan los ciudadanos les vienen impuestas desde arriba. El orden moral, en concreto, es la
consecuencia de la percepción privilegiada que el monarca tiene del mundo de las ideas, sobre
todo de la idea de bien. La función del gobernante no es otra que la de mediar entre el mundo de
las ideas y el de los hombres. Por extraño que parezca, pues, el orden moral no surge de la libre
aceptación sino de la imposición. Es bien sabido que en la tradición socrática ambos conceptos no

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son antagónicos, ya que quien percibe el bien no puede no aceptarlo. Lo libre no se opone a lo
necesario. Obligando a sus súbditos a cumplir con el orden moral impuesto, el gobernante
platónico no hace otra cosa que proporcionar la libertad de todos y cada uno de los individuos. Tal
es la justificación moral del absolutismo político. Y si el término de monarca o gobernante se
sustituye por el de médico, y el de súbdito por el de enfermo, se tiene una imagen rigurosamente
fiel de lo que tradicionalmente ha sido el despotismo ilustrado del médico. El médico ha sido
siempre al cuerpo lo que el monarca a la república: hasta las revoluciones democráticas modernas,
un soberano absoluto y absolutista, siempre oscilante entre el paternalismo de las relaciones
familiares y la tiranía de las relaciones esclavistas.

        Este universo intelectual no cambió de modo sustancial hasta bien entrado el mundo
moderno. Si la reforma protestante pretendió y consiguió algo, fue sustituir la idea de “orden” por la
de “autonomía”; o también la del orden “natural” por la del orden “moral” o de la “libertad”. Surgió
así el segundo gran paradigma moral de la historia de Occidente. Su historia se confunde con la
del progresivo descubrimiento de los derechos humanos, desde Locke hasta nuestros días. Según
fue imponiéndose esa mentalidad, las viejas relaciones humanas establecidas conforme a la idea
medieval del orden jerárquico, empezaron a verse como excesivamente verticales, monárquicas y
paternalistas. Como alternativa a ellas, se propusieron otras de carácter más horizontal,
democrático y simétrico. Con este espíritu se realizaron las grandes revoluciones democráticas del
mundo moderno, primero la inglesa, después la norteamericana, más tarde la revolución francesa.

         Es imposible entender el sentido de la bioética médica si se desliga de este contexto. La
bioética es una consecuencia necesaria de los principios que vienen informando la vida espiritual
de los países occidentales desde hace dos siglos. Si a partir de la Ilustración ha venido
afirmándose el carácter autónomo y absoluto del individuo humano, tanto en el orden religioso
(principio de la libertad religiosa) como en el político (principio de la democracia inorgánica), es
lógico que esto llevara a la formulación de lo que podemos denominar “principio de libertad moral”,
que puede formularse así: todo ser humano es agente moral autónomo, y como tal debe ser
respetado por todos los que mantiene posiciones morales distintas. Lo mismo que le pluralismo
religioso y el pluralismo político son derechos humanos, así también debe aceptarse como un
derecho el pluralismo moral. Ninguna moral puede imponerse a los seres humanos en contra de
los dictados de su propia conciencia. El santuario de la moral individual es insobornable.

         El pluralismo, la democracia, los derechos humanos civiles y políticos han sido conquistas
de la modernidad. También lo ha sido la ética en sentido estricto, es decir, lo moral como contra
distinto de lo físico. No puede extrañar por ello, que el desarrollo de la ética haya estado unido al
de la democracia y los derechos humanos. Todas las revoluciones democráticas, las que han
tenido lugar en el mundo occidental a partir del siglo XVIII, se hicieron para defender estos
principios. Ahora bien, lo curioso es que este movimiento pluralista y democrático, que se instaló
en la vida civil de las sociedades occidentales hace ya siglos, no ha llegado a la medicina hasta
muy recientemente. La relación entre el médico y el paciente ha venido obedeciendo más a las
pautas señaladas por Platón que a las de corte democrático. En la relación médico-enfermo se ha
venido considerando que éste, el enfermo, no es sólo un incompetente físico sino también moral, y
que por ello debe ser conducido en ambos campos por su médico. La relación médico-enfermo ha
sido tradicionalmente, por ello, paternalista y absoluta. El pluralismo, la democracia y los derechos
humanos; es decir, la ética, entendida está en sentido moderno, no ha llegado a ella hasta los
últimos años. Fue en la década de los setenta cuando los enfermos empezaron a tener conciencia
plena de su condición de agentes morales autónomos, libres y responsables, que no quieren
establecer con sus médicos relaciones como las de los padres con sus hijos, sino como la de
personas adultas que mutuamente se necesitan y respetan. La relación médica ha pasado así a
basarse en el principio de autonomía y de libertad de todos los sujetos implicados en ella, los
médicos, los enfermos, etc.

         Adviértase lo que esto significa. Cuando todos los seres humanos que componen un grupo
social viven de forma adulta y autónoma, hay muchas probabilidades de que no sólo en el mundo
de la política, sino también en el de la moral y el de la religión, mantengan posiciones diferentes.

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De aquí derivan dos consecuencias. Primera, que una sociedad basada en la libertad y la
autonomía de todos sus miembros ha de ser por necesidad plural y pluralista; es decir, que sus
miembros no solo tendrán opiniones políticas, religiosas, morales, etc., distintas, sino que además
se comprometerán a respetar las de todos los demás, a condición de que también éstos respeten
las suyas. Y segunda, que además de plural esta sociedad habrá de ser secularizada, ya que
resultará prácticamente imposible lograr la uniformidad en materia religiosa.

         Volvamos desde aquí la vista a la ética médica. Durante muchos siglos en que prevaleció
la filosofía griega del orden natural, que pronto cristianizaron los teólogos, la ética médica la
hicieron los moralistas y la aplicaron los confesores. Al médico se le daba todo hecho, pidiéndole –
o exigiéndole- que lo cumpliera. Tampoco se entendía muy bien que los casos concretos pudieran
provocar conflictos graves, sustantivos, ya que una vez establecidos los principios generales, de
carácter inmutable, lo único que podían variar eran las circunstancias. Dicho en otros términos, a lo
largo de todos esos siglos no existió verdadera “ética médica”, si por ella se entiende la moral
autónoma de los médicos y los enfermos; existió otra cosa, en principio heterónoma, que podemos
denominar “ética de la medicina”. Esto explica por qué los médicos no han sido por lo general
componentes en cuestiones de “ética”, quedando reducida su actividad al ámbito de la “ascética”
(cómo formar al buen médico o al médico virtuoso) y de “etiqueta” (qué normas de corrección y
urbanidad deben presidir el ejercicio de la medicina). La historia de la llamada ética médica es
buena prueba de ello.

         El panorama actual es muy distinto. En una sociedad en que todos sus individuos son,
mientras no se demuestre lo contario, agentes morales autónomos, con criterios distintos sobre lo
que es bueno y lo que es malo, la relación médica, en tanto que relación interpersonal, puede no
ser ya accidentalmente conflictiva, sino esencialmente conflictiva. Pongamos uno de los ejemplos
más típico. Un testigo de Jehová sufre un accidente de automóvil y llega a un centro de urgencia
afectado de un grave shock hipovolémico. A la vista de ello, el médico de urgencia decide, desde
un criterio de moralidad tan coherente y de tanta raigambre en la profesión médica como es el de
beneficencia, practicarle una transfusión sanguínea. La esposa del paciente, que se halla al lado
de este, advierte que su marido es testigo de Jehová y ha dicho reiteradas veces que no desea
recibir sangre de otras personas, aunque peligre su vida. Al manifestar su opinión, la mujer del
paciente está pidiendo que se respete el criterio de moralidad de éste, lo comparta o no el médico.
Frente al criterio moral de beneficencia, que esgrime el médico, la mujer de nuestro ejemplo
defiende la autonomía, según el cual todo ser humano es, mientras no se demuestre lo contario,
agente moral autónomo y responsable absoluto de sus acciones. He aquí pues, como la relación
médica más simple, aquella que se establece entre un médico y un enfermo, se ha convertido en
autónoma, plural, secularizada y conflictiva.

          El conflicto sube de grado si se tiene en cuenta que en la relación sanitaria pueden
intervenir, además del médico y el paciente, la enfermera, la dirección del hospital, la seguridad
social, la familia, el juez, etc. Todos estos agentes o factores de la relación médico-paciente
pueden reducirse a tres, el médico, el enfermo y la sociedad. Cada uno de ellos tiene una
significación moral específica. El enfermo actúa guiado por el principio moral de “autonomía”; el
médico por el de “beneficencia” y la sociedad por el de “justicia”. Naturalmente, la familia se rige en
relación al enfermo por el principio de beneficencia, y en este sentido actúa moralmente de un
modo muy parecido al del médico, en tanto que la dirección del hospital, los gestores del seguro de
enfermedad y el propio juez, tendrán que mirar sobre todo por la salvaguarda del principio de
justicia. Esto demuestra, por lo demás, que en la relación médico-enfermo están siempre presentes
estas tres dimensiones, y que es bueno que así sea. Si el médico y la familia se pasaran con
armas y bagajes de la beneficencia a la justicia, la relación sanitaria sufriría de modo irremisible,
como sucedería también si el enfermo renunciara a actuar como sujeto moral autónomo. Los tres
factores son esenciales. Lo cual significa que siempre hayan de resultar, complementarios entre
sí, y por lo tanto no conflictivos. La realidad es más bien la opuesta. Nunca es posible respetar
completamente la autonomía sin que se sufra la beneficencia, respetar ésta sin que se resienta la
justicia, etc. de ahí la necesidad de tener siempre presente los tres principios, ponderando su peso
en casa situación concreta. Como diría David Ross, estos tres principios funcionan a modo de

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deberes primarios, que es preciso ponderar en cada situación concreta. Solo entonces se verá
cómo pueden articularse entre sí, dando lugar a deberes concretos o efectivos. Así, por ejemplo, a
pesar de que todos consideramos necesario respetar escrupulosamente la autonomía de las
personas, creemos que en los casos de guerra justa el Estado puede obligar a los individuos a que
den su vida (es decir, su autonomía) en favor de los demás. Aquí se ve bien como un deber
primario, el de respetar la autonomía de las personas, puede no coincidir con el deber concreto y
efectivo, precisamente como consecuencia de la necesidad de respetar otro deber primario, el de
justicia, que en este caso concreto parece ser de rango superior.

         La ética médica ha de hacer lo posible por respetar escrupulosamente y al mismo tiempo la
autonomía, la beneficencia y la justicia. Está obligada a hacerlo así, y sin embargo sabe que este
objetivo es en la práctica muy difícil, y a veces rigurosamente imposible. Así las cosas, es evidente
que la urgencia de los problemas concretos y cotidianos no puedes liberarnos de la exigencia de
rigor sino que, al muy contrario, nos obliga a extremar las precauciones y fundamentar del modo
más estricto posible los criterios de decisión. Cuando las cuestiones con tan graves que en ella se
decide la visa de los individuos y las sociedades, como con frecuencia suceden en medicina,
entonces es preciso aguzar la racionalidad al máximo y dedicar todo el tiempo necesario a los
problemas de fundamentación.




Referencia:
Gracias D. La bioética médica. Washington: Organización Panamericana de la Salud, 1990: 3-7.




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INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA ÉTICA

        La revolución biológica ha otorgado nuevos poderes a la medicina; es posible mantener
vivas las células de una persona virtualmente por un tiempo indefinido mediante tejidos,
respiradores, marcapasos y nutrimentos artificiales. Pueden implantarse electrodos en el cerebro
para evocar movimientos, reprimir impulsos agresivos y aliviar dolor otrora intratable; se ha creado
vida humana en el laboratorio, y pronto dicha vida podrá ser llevada hasta el nacimiento. Los
problemas médicos que antes solo eran especulaciones futurísticas y entretenidas, ahora son
realidades.

        Hubo un tiempo en que los temas de ética médica eran simples: ¿qué tanto prescribir por
teléfono?, ¿Qué tanto dividir los honorarios con las personas que nos refieren pacientes? Estas
preguntas siguen siendo importantes y ayudan a definir el papel del médico. Actualmente, sin
embargo, la revolución biológica nos ha forzado a enfrentarnos con otros conjuntos de problemas
con un nuevo sentido de urgencia, aunque los temas éticos exóticos ocupan la primera plana, los
menos dramáticos son aun los más importantes. ¿Cuándo ocultar la verdad a un paciente?,
¿Cuándo violar la confidencia?, ¿Por qué es importante el consentimiento del paciente?, ¿Cómo
puede el moribundo ser tratado humanamente?

         Ahora que el típico medico tratando al típico paciente tiene por lo menos una probabilidad
del 50% de beneficiarlo, el riesgo es mayor. Debido a que los errores morales pueden ser
literalmente desastres de vida o muerte, la ética médica no puede ser más tiempo considerada
como postre en el banquete de la educación médica. Los médicos ya no pueden ser educados
como genios técnicos e incapaces morales; aun mas, la ética médica no puede limitarse a la ética
de los médicos, no debe dejarse solo al profesional médico.

         La ética médica, como campo, presenta un problema fundamental. Siendo una rama de la
ética aplicada, se vuelve interesante irrelevante solo cuando abandona el contexto efímero de la
teoría y de la especulación abstracta, y se enfoca a preguntas prácticas que surgen de los
problemas reales y cotidianos de las salud y la enfermedad. Mucho de la ética médica,
especialmente dentro de la profesión en sí, se orienta a cuestiones prácticas y a lo que se debe
hacer en caso particular. La medicina, más que los negocios y la ley, está orientada a los casos.
Aún si aquellos que deben resolver los dilemas éticos en medicina- incluyendo pacientes,
familiares, médicos, enfermeras, administradores de hospitales y políticos- tratan cada caso como
algo completamente fresco y nuevo, habrán perdido la mejor forma de alcanzar soluciones:
comprendiendo los principios de la ética y enfrentando cada situación nueva desde el punto de
vista ético sistemático.

       Debe empezarse por reconocer el hecho de que uno no puede en abstracto hacer ética,
especialmente ética médica. En la vida real, los casos de carne y hueso son los que generan las
preguntas fundamentales.

        Para tomar una posición ética sistemática y completa, deben contestarse cinco preguntas.
Cada una tiene varias respuestas plausibles, que se han desarrollado en cerca de dos mil años de
pensamiento occidental. Para decisiones cotidianas no es indispensable contrastarlas todas, de
hecho, el hacerlo lo paralizaría al decisor, sea lego o profesional. La mayoría de las decisiones
médicas son ordinarias, como por ejemplo seleccionar entre aspirina y no dar medicamentos para
una jaqueca, escoger entre cura abierta o cerrada para una herida, y no siempre demanda un
análisis ético completo. Otras decisiones, como en el caso de una cirugía urgente, no son tan
ordinarias, pero la solución moral es tan obvia, que en un momento de crisis las alternativas
palidecen en contraste con los requerimientos inmediatos de una acción rápida. Todavía, tanto en
situaciones ordinarias como de urgencia, sólo es posible actuar sin estar inmovilizando por
problemas de valores o de otra índole, debido a que disponemos de reglas o guías generales que
han surgido de la reflexión y de la experiencia. Si el dilema ético es suficientemente serio, será
necesario enfrentarlo – por lo menos de manera implícita- con las cinco preguntas fundamentales.


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¿QUÉ ES LO QUE HACE CORRECTO A UN ACTO CORRECTO?

        El significado de los términos “correcto o equivocado” debe entenderse por lo menos en el
punto en que se reconozca la presencia sutil y permeada de juicios de valor ético o de otro tipo. El
lenguaje evaluativo es más frecuente de lo que se piensa en medicina y biología. Es lógicamente
imposible elegir entre varios cursos de acción- escoger un enfoque médico sobre otro- sin apelar,
por lo menos de manera implícita, al algún conjunto de valores. De esta manera, cualquier decisión
médica – no importa qué tan trivial – requiere evaluación. La clave está en aprender a distinguir el
lenguaje evaluativo cuando ocurre. Tales palabras incluyen: tener que, deber, preferir, desear y
otros verbos relacionados. También incluye caracterizaciones como: preferible, deseable bueno y
malo, al igual que correcto o equivocado.

        También es necesario diferenciar una evaluación moral de una que no lo es. Esto puede
ser más difícil puesto que frecuentemente esta separación no surge del propio lenguaje. Decir que
el aborto antes de las 24 semanas de gestación es correcto puede corresponder a una inmoralidad
o una legalidad. Decir que la morfina es deseable puede ser que su uso sea moral o que produce
el placer y es posiblemente inmoral. La tarea principal es discernir la dimensión de los valores y
separarlos de otros hechos fisiológicos o psicológicos.

         Una pregunta relacionada es ¿Quién debe de decidir? Si lo correcto es cuestión de gusto
personal, parece razonable que el decisor sea distinto de si se trata de un asunto de conocimiento
científico o de aprobación divino. Habiendo aprendido la diferencia entre las dimensiones actuales
y evaluativas de un caso de ética médica, nos encontramos constantemente con el problema de
quién debe de decidir, esto es, donde debe de recibir el locus de la toma de decisiones. Los
avances tecnológicos en biología y medicina nos han mistificado tanto, que frecuentemente
asumimos que el propio decisor es el único que conoce mejor los hechos médicos. Esto puede ser
verdad si no hay desacuerdo entre los valores, pero no es lo frecuente. La selección entre
diferentes decisiones depende, por lo menos en parte, de lo que significa el término ético, o más
genéricamente de lo que hace correcto un acto correcto. Se han ofrecido algunas respuestas. Una,
refleja el cinismo de una persona que reconoce que distintas sociedades parecen alcanzar
diferentes conclusiones acerca de si un determinado acto es correcto o erróneo. En esta
perspectiva, decir que un acto es correcto, es decir que está de acuerdo con los valores con los
valores de quien habla por la sociedad o simplemente que es aprobado por ellos. Algunas
sociedades practican y aprueban el infanticidio, mientras que otras lo consideran junto con el
aborto, una de las más grandes ofensas morales. Esta posición, llamada relativismo social, explica
lo correcto o incorrecto en la base de si el acto encaja o no con las costumbres y usos sociales. El
problema con este punto de vista es que parece sensato decir que un acto puede ser incorrecto
aun a pesar de ser aprobado por la sociedad.

         Una segunda respuesta a la pregunta, intenta corregir este problema. De acuerdo con esta
postura, decir que un acto correcto significa que es aprobado por la propia persona. Esta posición
llamada relativismo personal, reduce el significado ético a las preferencias personales. Sin
embargo, también crea problemas, porque el comportamiento visto inmoral por unos, es aprobado
por otros. El control natal, la eutanasia y la investigación con niños para el beneficio de otros, son
algunos ejemplos médicos. Pero tales diferencias en los juicios pueden tener una explicación
distinta de la que sustenta que los términos éticos se refieren a las preferencias de las personas.
Los que aprueban los experimentos en niños, pueden creer que hay una esperanza razonable para
que dicho experimento le salve al niño su propia vida, mientras que los críticos pueden ver esto
simplemente como beneficio a otros. El que apoya la eutanasia es un caso particular, puede creer
que la persona moribunda sufre intensos dolores, mientras que el oponente puede pensar que esa
persona solo presenta contracciones musculares reflejas y que no sufre. Este tipo de desacuerdo
factual fue un tema en la interpretación de los movimientos musculares en respuesta a estímulos
externos en el caso de Karen Quinlan, en el cual los padres pedían suspender tratamientos
extraordinarios en una mujer en coma irreversible. Señalar que dos personas están en desacuerdo
moral, simplemente porque el acto es juzgado como bueno por una y equivocado por otra, requiere


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probar que ambos ven los hechos en la misma forma. Las diferencias de circunstancias o
creencias acerca de los hechos, puede ser causa fácil de muchos conflictos morales.

         La comprensión de los términos éticos o relativistas personales o sociales, parece crear
conflicto con la noción exacta de llamarle a un acto correcto o equivocado. Ciertamente, estos
relativismos minimizan la disputa ética. En este caso, el único propósito del debate es intercambiar
las preferencias personales o sociales, o clasificar las creencias sobre los hechos. Ambas
posiciones son potencialmente conservadoras. La batalla ética del comportamiento inmoral, es
débil y poco importante si lo correcto o incorrecto significa solamente expresiones de gustos; no
hay razones suficientes para cambiar el comportamiento propio solo para conciliar intereses
sociales o de otras personas.

         En contraste con los relativismos personales y sociales, hay otro grupo más universal de
respuestas. Estas posiciones, en conjunto llamadas universalismo, sostienen en principio, que los
actos llamados moralmente buenos o malos, son buenos o son malos independientemente de los
prejuicios morales sociales. Ciertamente algunas decisiones involucran meramente gustos
personales: los sabores de los helados, la longitud del pelo que varía con el tiempo y lugar de la
persona, pero estos son cuestiones de preferencias y no de moral. Nadie considera que la elección
de vainilla es moralmente buena y la de chocolate moralmente equivocada. Pero otras evoluciones
rebasan los estándares de gustos personales o sociales, hacia un patrón de referencia más
universal. Cuando estos se refieren a actos o a rasgos de carácter –opuestos a digamos, pintura o
música- entonces se consideran evaluaciones morales. Cuando se asume que existe un estándar
universal, parece más sensato disputar que tanto un acto es bueno o malo.

        La naturaleza del estándar universal es discutida aun entre los universalistas o
absolutistas. Para los teológicamente orientados, puede ser un estándar divino. De acuerdo con
esta postura, decir que la estimulación eléctrica del cerebro para el dolor intratable es correcta, es
decir que Dios la aprueba. A esta posición se le denomina absolutismo teológico.

         Aun entre los universales, otro punto de vista toma la observación empírica como modelo.
El estándar en este caso, es la naturaleza o realidad externa. El problema de si un acto es correcto
o incorrecto, radica en conocer cuál es su naturaleza. El absolutismo empírico, como se le llama,
ve el problema, en forma análoga al conocimiento de hechos científicos. Como en las ciencias
empíricas, la ética requiere que la gente observe y registre sus percepciones; solo que en la ética
se observan y registran las percepciones de correcto o incorrecto con requerimientos morales.
Como en las ciencias empíricas, también se usan dispositivos para evitar errores de observación,
pero tampoco se tiene la certeza de que los sentidos no engañan. Algunos observadores pueden
diferir en lo que perciben con su “sentido moral”, pero los problemas son estructuralmente
similares. Mientras que los astrónomos tratan de discernir la naturaleza real del universo y los
químicos la de los átomos, la ética trata de discernir lo correcto e incorrecto según el orden
natural, puesto que como en la ley de la gravedad de los físicos, se piensa que las leyes morales
están inexplicablemente enraizadas en la naturaleza.

        Otra forma de universalismo o absolutismo rechaza los modelos teológico y empírico.
Supone que lo correcto o equivocado no son empíricamente conocibles, pero son propiedades no
naturales conocidas solo por intuición (intuicionismo o no naturalismo). Aunque para ellos los
correcto o incorrecto no se conoce empíricamente, sigue siendo universal. Todas las personas
tendrían en principio, las mismas instituciones sobre un acto en particular, suponiendo que intuyen
apropiadamente.

         Hay más respuestas, el llamado no cognoscitivismo, emotivismo o prescriptivismo, popular
a mediados del siglo XX, ve las expresiones éticas como sentimientos claros sobre un acto
particular.




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Por último, sin embargo, si una disputa ética sobre un caso es suficientemente seria y no
puede resolverse a ningún otro nivel, debe enfrentarse. Si uno dice que es malo decir la verdad a
un moribundo porque le produce ansiedad, y otro dice que es bueno o correcto porque el
consentimiento de un tratamiento es un imperativo moral, debe encontrarse un cambio para
adjudicar la disputa entre los dos principios. Entonces, debe uno preguntarse qué es lo que hace
que un acto sea correcto y como puede resolverse el conflicto.

                           ¿PARA QUIÉN ES EL DEBER MORAL?

         Especialmente en medicina esta pregunta es crucial. El problema es de lealtad. El deber
del médico ha sido tradicionalmente hacer lo que consideran que beneficiara al paciente. Muy
relacionado está el problema de cómo el medico resolverá un conflicto entre dos sujetos cuando
ambos necesitan el cuidado. El problema no es solo del médico. Los padres con un niño que
requiere trato especial deben decidir entre distribuir tiempo y recursos iguales para todos sus hijos,
o preferencialmente para el que requiere cuidado especial. Los gobiernos deben decidir sobre un
deber especial para con su pueblo excluyendo a los extranjeros. Todos deben decidir si los niños
de generaciones futuras deben ser tomados en consideración para decidir sobre planeación
familiar, niveles de radiación o ingeniería genética.

        El mismo problema de lealtad surge al evaluar el estado del feto o el del enfermo terminal
comatoso: ¿Podemos incluirlos entre las criaturas con equipamiento genético humano, excluirlos
de la esfera de lo moralmente significativo o comprometerse sin la posición de que tienen algunos
derechos morales, pero no los de otros seres humanos?

                        ¿QUÉ TIPO DE ACTOS SON CORRECTOS?

         A esto se le llama el problema de la ética normativa. Cuestiona si existen algunos
principios o normas generales que describan las características que hacen a las acciones correctas
o equivocadas. ¿Qué clase de actos son apropiados por Dios, las personas o la sociedad? ¿Qué
tipo de actos están de acuerdo con la naturaleza o se intuye que son correctos?

        La ética normativa occidental está dominada por dos escuelas de pensamiento. Una, mira
a la consecuencia de los actos, la otra, a lo que se toma como inherentemente correcto o
incorrecto. La primera señal que los actos son correctos en la medida que producen buenas
consecuencias, e incorrectos si las producen malas. Los términos evaluativos en esta postura,
llamada utilitarismo o consecuencialismo son: bueno y malo. Esta es la posición defendida por
John Stuart Mill, Epicuro, Santo Tomas de Aquino y la economía capitalista. Santo Tomas, por
ejemplo, argumenta que el primer principio de la ley natural es que “debe promoverse y hacerse el
bien y evitarse el mal”. Puesto que Santo Tomás sostiene como centro de la iglesia católica
romana la tradición de la “ley natural”, señala que este pensamiento no es opuesto o incompatible
con el consciencialismo.

        El utilitarismo clásico determina la clase de actos que son correctos por sustracción de las
consecuencias buenas menos las malas para cada persona y luego las suma para encontrar el
bien total neto. Se toma también en cuenta la certeza y duración de los beneficios.

       Aunque en teoría la formula utilitaria tiene la ventaja de la simplicidad (de hecho,
determinar los daños y beneficios es extraordinariamente difícil, si no imposible), tiene algunos
problemas reales.

        Considera indiferente para quien es el beneficio o el daño, aunque reconoce que el mismo
factor – sea dinero, tratamiento médico o cuidado de enfermería – puede no ser igualmente
benéfico para todos.




                                                  8
Normalmente, aquellos que tienen menos se beneficiaran más con la misma cantidad de
dinero; aquellos que están más enfermos – hasta cierto límite – se piensa que se beneficiaran más
con la atención médica. Pero no siempre es este el caso, de acuerdo con esta posición, si el dinero
gastado en una persona rica puede producir mayor efecto que la misma cantidad en un pobre, la
utilidad se maximizaría. Entonces, si el beneficio total neto de tratar a una persona relativamente
sana pero poderosa, se piensa que es mayor que el de tratar a un enfermo receptor de seguro
médico, el primero debe recibir el tratamiento sin ningún debate ético.

          La ética médica tradicional, orientada a beneficiar a los pacientes, combina la respuesta
utilitaria a la pregunta ¿Qué tipo de actos son correctos? Con la contestación específica a la
segunda cuestión de ¿a quién se debe el deber moral? La lealtad es hacia el paciente y el objetivo
es hacer lo que más le beneficie. Esta ética es entonces, una clase especial de utilitarismo,
evitando muchos de los problemas de su forma clásica. Un experimento que daña severamente a
un pequeño número de niños, pero que beneficia a muchos, es moralmente aceptable de acuerdo
con el utilitarismo clásico; otro experimento que dañe poco pero que no es bueno para un adulto
hospitalizado, aunque produzca un gran beneficio a la sociedad, es inmoral de acuerdo con la
interpretación estricta de la ética centrada en el beneficio del paciente.

        En contra de estas posiciones que están orientadas a las consecuencias, el otro grupo
importante de respuestas asevera que lo correcto o incorrecto inherente al acto mismo,
independientemente de las consecuencias. Esta postura, colectivamente conocida como
formalismo o deontología, sostiene que las características de lo correcto o incorrecto pueden ser
independientes de las consecuencias. Kant defendió tenazmente esta postura. También aparece
en la ley hebrea, doctrina que sostiene que el hombre está equipado con ciertos derechos
inalienables y que se requiere del consentimiento informado del paciente, para promover la
autodeterminación, aunque este consentimiento no siempre promueva las mejores consecuencias.

       Distintos formalistas tienen diferentes listas de caracterizas o principios éticos que piensan
que son moralmente importantes independientemente de las consecuencias.

        Otra posición tradicional de la ética, se desvía aún más del utilitarismo clásico. El principio
de “Primum Non Nocere”, esta generalmente limitado al paciente, como el principio hipocrático de
beneficencia, pero da un peso especial a la evasión del daño, por encima y más allá, del peso
dado a los bienes que puedan producirse.

         El principio ético dominante en el cuidado de la salud es el de justicia. Tomada en el
sentido de la distribución de beneficios y daños, la justicia es apoyada por muchos como una
característica que hace bueno un acto aun su las consecuencias no son mejores. El problema es el
de si las consecuencias no son mejores. El problema es el de si es moramente preferible tener un
beneficio total neto en la sociedad aunque no esté equitativamente distribuido, o lograr un beneficio
total un poco más bajo, pero mejor distribuido. Puesto en términos de salud, la cuestión es si es
preferible tener mejores indicadores de salud, tales como la esperanza de vida al nacer, aun si
esto significa una atención médica discriminatoria como excluir al pobre y crómicamente enfermo,
o aceptar peores indicadores pero con una distribución de la atención medica más pareja. Por
supuesto, los indicadores pueden mejorar aun si la atención se concentra en los pobres y crónicos.
Si es así, quedaran satisfechos los principios tanto de utilidad como de justicia. El utilitariano
puede ser muy sofisticado al tomar en cuenta la distribución. Argumentando que los beneficios
netos tienden a ser mayores cuando los beneficios se distribuyen más uniformemente (por
reducción de los beneficios marginal). Independientemente, reclama que la única razón para
distribuir los bienes – tales como el cuidado de la salud- en forma uniforme, es maximizar el bien
total. Los formalistas que sostienen que la justica es una característica que hace que un acto sea
bueno independientemente de su utilidad, no requieren un cálculo preciso de beneficios y daños
antes de concluir que la distribución dispareja de bienes esta en principio “prima facie” equivocada,
lo que significa, erróneo en relación a la justicia.




                                                  9
Otra de las características que los formalistas creen que hace que un acto sea bueno,
independientemente de las consecuencias, es el deber de cumplir promesas y contratos (fidelidad).
Kant y otros han sostenido que al balancearlo, puede ser correcto por otras consideraciones
prevalentes. Los utilitarianos sostienen que romper una promesa, puede tener frecuentemente
malas consecuencias. Si se volviera una práctica común, el acto de prometer sería inútil. Los
formalistas, aunque aceptan este peligro, argumentan que hay algo básicamente equivocado en el
romper una promesa, y que con solo saberlo, no se necesita mirar a las consecuencias. Los
formalistas pueden, junto con los utilitarianos, aceptar que mirar a las consecuencias puede revelar
aún más razones para oponerse a romper promesas, pero que no es necesario saberlo, porque el
romper una promesa es “prima facie” equivocado.

        La relación médico-paciente es esencialmente un contrato. Tiene promesas implícitas y
frecuentemente explicitas. Podría ser probablemente mejor, que hubiese más elementos explícitos.
Una de estas promesas es que la información proporcionada es confidencial y que no podrá ser
comunicada a otros sin la autorización del paciente. El principio de confidencialidad en la ética
médica, es realmente una especificación del principio de guardar promesas de la ética general.

         Otro principio que muchos formalistas sostienen independientemente de las
consecuencias, es el de veracidad. Como con otros principios, los utilitarios argumentan que es un
principio operacional para garantizar el máximo beneficio. Cuando el decir la verdad hace más mal
que bien, de acuerdo con los utilitarios, no obliga decirla. Los médicos que sostienen que el
principio ético de que el deber del médico es el de beneficiar a los pacientes, apoyan
agresivamente esta posición. Para ellos, el decir su condición a un paciente terminal puede ser
cruel y por lo tanto erróneo. En contraste, para uno que sostiene la veracidad como un principio
ético correcto por sí mismo, el problema de qué decirle al paciente es mucho más complejo.

          Hay otros principios en la lista de los formalistas tales como el de gratitud, la reparación del
daño y el automejoramiento. La ética normativa que cuestiona la clase de actos que son correctos,
se enfoca primariamente en los principios de utilidad máxima, evasión del daño, preservación de la
justicia, mantenimiento de las promesas y veracidad.

         La respuesta no requiere ser una cosa o la otra, una postura conocida como formalismo
mixto sostiene que tanto las consecuencias como las características propias del acto son
relevantes para decidir cuál es correcto. En efecto, adicionan en su lista la producción de buenos
efectos.

         Cualquier formalista, incluyendo los mixtos, debe tener algún método para resolver los
conflictos entre principios. Uno es su ordenamiento jerárquico, del más al menos importante, de tal
forma que el primero tiene prioridad. Para los que pregonan que es imposible jerarquizar los
principios, otro método consiste en balancearlos por confrontación cuando entran en conflicto en
un caso específico. Esto requiere un sistema intuitivo de ponderación y es frecuentemente
insatisfactorio cuando no se pueden sopesar en forma precisa. El problema, sin embargo, no es
diferente del de los utilitarianos que requieren de asignar un peso específico a los diferentes
beneficios que se prevén de distintos cursos de acción, aun cuando estos bienes nos son
cualitativamente iguales. Utilitarios, formalistas y mixtos tienen el problema de resolver reclamos
éticos conflictivos, a menos que reconozcan un solo principio ético o un solo tipo de bien como
moralmente relevante. Esto casi siempre se encuentra imposible.




                                                   10
¿CÓMO SE APLICAN LAS REGLAS EN UNA SITUACIÓN ESPECÍFICA?

       Esta pregunta se sustenta en el hecho de que cada caso que genera un problema ético, es
de alguna manera, una situación única.

        Los principios éticos de BENEFICENCIA, NO MALEFICENCIA, JUSTICIA, FIDELIDAD Y
VERACIDAD son extremadamente generales. Son un pequeño conjunto de todas las
características generales que hacen que un acto sea correcto y su aplicación a un caso específico
requiere de un gran soporte.

        Como puente al caso en particular, pueden usarse un conjunto de reglas intermedias más
específicas. Los Diez Mandamientos son un ejemplo, al igual que las reglas para obtener el
consentimiento informado, para evitar el aborto después de las 24 semanas de gestación y obtener
dos firmas médicas antes de realizar un internamiento psiquiátrico. Estas reglas intermedias,
probablemente causan más problemas en la ética que cualquier otro componente de la teoría. Al
mismo tiempo, son probablemente más útiles como guías cotidianas que cualquier otra cosa.

        El problema surge en parte por malentendidos sobre la naturaleza y función de estas
reglas. Sólo pueden tener dos funciones:

    a) Pueden ser conclusiones sumarias conductoras, que tendemos a alcanzar en problemas
       morales de cierta clase. Por ejemplo, la regla para obtener el consentimiento informado,
       simplemente es un señalamiento rápido de la conclusión de que las cosas van mejor desde
       el punto de vista moral si se solicita. Algunos códigos de experimentación en humanos
       explícitamente declaran que el consentimiento informado puede omitirse, o simplemente
       obtenerse en forma verbal, si en el caso particular parece más apropiado. Algunas veces
       se prescriben procedimientos especiales para desviarse de las reglas, como cuando se
       pide la opinión de otro médico para evitar el consentimiento informado. Cundo las reglas
       tienen esta función de sumarizar la experiencia de situaciones similares, se les conoce
       como reglas de dedo, reglas guía o reglas de resumen.

    b) En contraste, las reglas pueden funcionar para especificar la conducta que se requiere,
       independientemente del juicio personal, para una situación particular. Las reglas contra el
       aborto de un feto viable o contra el matar a un paciente moribundo, son mucho más
       estrictas que los simples resúmenes de experiencias pasadas. Estas reglas más
       restrictivas se tienen apegadas a características de buen juicio moral, de manera que sólo
       pueden ser violadas con gran alarma, si es que se violan alguna vez. A este tipo de reglas
       se les llama reglas de práctica.

        El conflicto entre los que toman las reglas más seriamente y los que consideran que la
situación es la determinante más crítica de la rectitud moral, ha sido una de las mayores
controversias a partir de la segunda mitad del presente siglo. Se le denomina en ocasiones la
situación del debate de reglas. En un extremo se encuentra el rigorista que insiste que las reglas
nunca deben violarse, y por otro está el situacionalista que demanda que las reglas nunca se
apliquen porque cada situación es diferente y única. Probablemente ambos extremos conduzcan al
absurdo. El rigorista se inmoviliza cuando dos reglas entran en conflicto y al situacionalista le
ocurre cuando trata cada caso como completamente nuevo, sin ayuda de la experiencia de otras
instancias idénticas o por lo menos similares.

        La ética médica tiene un problema crítico con el debate de reglas, porque la medicina
tiende a ser una actividad altamente individualizada; los médicos están en un extremo de la
sociedad, queriendo tratar cada caso como único y encuentran inapropiadas las reglas para
resolver los dilemas éticos. En el otro extremo están las personas involucradas con la ética médica
– los abogados, los sacerdotes y los propios pacientes – quienes las encuentran más útiles y que
han aprendido de sus grupos familiares, ocupacionales y religiosos que las reglas pueden ser


                                                11
terriblemente importantes. Si esto es así, hay conflicto en los casos problemáticos sobre los cuales
pueden aplicarse las reglas.

         Puede parecer tonto aplicar rígidamente las reglas cuando cada caso tiene obviamente
aspectos peculiares. Más allá de la razón de eficiencia, el argumento primario para el uso de las
normas deriva de la naturaleza del hombre y de sus habilidades para el razonamiento moral. Si el
hombre es un ser limitado y falible, puede cometer errores serios al determinar en fresco en cada
caso lo que es moralmente requerido. Las reglas, si es que tienen algún propósito, reflejan una
larga tradición de experiencia humana con problemas morales algunas veces difíciles. Considere la
regla de que alguno debe hacer alto al observar la luz roja y proceder cuando no haya vehículos. Si
el hombre fuera perfecto en su capacidad para evaluar una circunstancia, la segunda, una
alternativa más situacional podría ser preferible. Pero como el hombre no es perfecto se opta por
la regla. Porque a la larga produce los mejores resultados, aun pensando que en ciertos casos
seria poco productiva.

          Un argumento similar puede elaborarse sobre la regla del consentimiento informado. Como
alternativa, los médicos pueden solicitarlo para la investigación solo cuando se piense que es
necesario. Puesto que hay grandes diferencias de opinión acerca de cuándo debe pedirse y debe
existir la posibilidad de que el médico no siempre juzgue correctamente, la sociedad opta por la
regla. Que tanto es una regla estricta de práctica o una regla de dedo que puede ser evitada por
una buena razón, es aun controversia importante en la ética médica.

         Otro componente moral opera más o menos al mismo nivel que las reglas. Los derechos
morales son aquellas cosas que se piensa que tienen una demanda moral justa. El reclamo de los
derechos frecuentemente tiene un eslogan de calidad: derecho a la vida, al cuidado de la salud, a
rechazar tratamientos, a determinar el tamaño de la propia familia. Son demandas del dominio de
la liberta de acción. Implican, pero normalmente no especifican, un deber correlativo de parte de
alguien más. Están, por lo tanto, cercanamente relacionadas con las reglas morales, las cuales se
generan en nombre de la protección de algún derecho. Son similares a las reglas en su nivel de
especificad, y como ellas. Frecuentemente entran en conflicto con otros. Es necesario separar los
asuntos de debate de regla, de aquellos contenidos en la pregunta de ¿Qué hace que un acto sea
correcto? Los términos universalismo o absolutismo se refieren a una respuesta a la primera
pregunta, que hay un estándar universal de referencia que es la base para determinar qué acto es
correcto. La postura de “Ley natural”, que sostiene que las características de corrección están
basadas en la naturaleza, en un tipo de universalismo o absolutismo. Esta posición es
frecuentemente confundida con el legalismo, el cual es una respuesta a la pregunta cómo aplicar
las reglas en una situación específica.

         Ambos son independientes y no deben confundirse. Es perfectamente lógico ser un
universalista en el sentido de creer que existe una respuesta correcta aun problema moral en
particular, y aun ser un situacionalista en el sentido de creer que existe una respuesta correcta a
un problema moral en particular, a aun ser un situacionalista en el sentido de creer que cada caso
es único, y que por lo tanto, no pueden aplicarse reglas. Es lógicamente consistente sostener que
el caso es único y que existe una respuesta correcta, sea en la naturaleza de las cosas, en el juicio
Divino o en las propiedades morales. También es lógico sostener la posición legalista del debate
situacional, y rechazar completamente la posición de que en principio haya un solo curso moral
correcto. Esta será la posición de un relativista moral en una sociedad totalitaria. Él puede
mantener que para que “X” sea correcto, debe ser aprobado por su sociedad, y también creer que
“su sociedad” sostiene un conjunto de reglas que nunca deben ser violadas. Los hechos son
atractivos de las reglas – su rigidez e insensibilidad a situaciones particulares – son
frecuentemente opuestos, argumentando que lo correcto o incorrecto son simplemente cuestiones
de gusto personal o social. En esto se incurre en confusión; puede ser que el situacionalismo sea
preferible a las reglas y también que los términos morales se refieran solo a gustos personales o
sociales pero los dos problemas son distintos. Por el contrario, puede ser que las normas sean
importantes, sobre todo para proteger a aquellos que son relativamente débiles y poseen valores
diferentes a los que son poderosos, como ocurre en la relación médica. También puede ser que el

                                                 12
universalismos este mas de acuerdo con nuestra comprensión del significado de los requerimientos
morales, y haga más plausible la intervención para promover la justicia moral. Si ambas son
ciertas, si las reglas son importantes y el universalismo esta más de acuerdo con nuestra
comprensión del significado del requerimiento moral, son verdaderamente independientes. El
debate de las reglas no conduce por sí mismo a la agrupación de casos especiales.

                    ¿QUÉ DEBE HACERSE EN LOS CASOS ESPECÍFICOS?

        Después de determinar que hace que un acto sea correcto, hacia quien es el deber moral,
que clase de actos son correctos y como se aplican las reglas a casos específicos, aún queda un
gran número de casos particulares que forman el gran volumen de los problemas en ética médica.
La medicina, siendo particularmente orientada por problemas, es dada a organizar los éticos
alrededor de un tipo específico de casos.

        La respuesta a la pregunta requiere la integración de las cuatro cuestiones previas si se
debe hacer un análisis exhaustivo: la primera línea de defensa moral será probablemente un
conjunto de reglas o derechos morales que se piensa que pueden ser aplicados al caso. En el
aborto, el derecho al control del propio cuerpo y al ejercicio médico que parece apropiado, se
oponen al derecho de la vida. En la experimentación con humanos son pertinentes las reglas sobre
el consentimiento informado. La asignación de hemodiálisis tiene sus propias reglas y guías. Acera
de los moribundos, las reglas de la eutanasia se oponen a las del derecho a perseguir la felicidad;
y el derecho a rechazar un tratamiento médico esta en conflicto con la regla de que el medico
puede hacer todo lo posible para preservar la vida.

         En muchos casos, el conflicto escala desde el tema de las reglas morales. Hasta el nivel
más alto y abstracto de los principios éticos. Debe determinarse por ejemplo, cuando el
consentimiento informado de diseña para maximizar los beneficios del sujeto o para facilitar la
autodeterminación. Debe también explorarse que tanto daño al paciente justifica el ocultamiento de
la información, o que tanto el principio formalista de veracidad justifica el darla.

         El problema de que debe hacerse en casos específicos también requiere de una gran
cantidad de información que no es del orden moral, de un número considerable de datos
empíricos. Los hechos de valores biológicos o psicológicos relevantes se han producido alrededor
de problemas éticos particulares. La capacidad predictiva de un electroencefalograma plano puede
ser importante para la definición de la muerte; los hechos legales son prioritarios en el rechazo de
los tratamientos; las creencias filosóficas y religiosas básicas del paciente pueden ser críticas para
la solución de algunos casos. Es imposible presentar todos los datos importantes del tipo médico,
genético, legal y psicológico que son necesarios para un análisis completo de cada caso, pero es
posible presentar los que son principales para su comprensión.




Referencia:
Veatch RM. Case Studies in medical ethics. Massachusetts: Harvard University Press, 1977. Traducción del prefacio y del
capítulo introductorio.




                                                          13
AUTONOMÍA
         Según su etimología griega, autonomía significa la facultad para gobernarse a sí mismo.
En el lenguaje contemporáneo se ha interpretado de varias formas: como un derecho moral y legal,
como un deber, un concepto y un principio. Se definirá para nuestros propósitos como la capacidad
de autogobierno, una cualidad de los seres racionales que les permite elegir y actuar de forma
razonada, sobre una base de apreciación personal de las futuras posibilidades evaluadas en
función de sus propios sistemas de valores. Desde este punto de vista, la autonomía es una
capacidad que emana la característica de los seres humanos para pensar, sentir y emitir juicios
sobre lo que consideran bueno: La existencia universal de esta capacidad no garantiza que pueda
usarse de algún modo. Existen restricciones internas y externas que pueden impedir las decisiones
y acciones autónomas. Las primeras incluyen lesiones o disfunciones cerebrales causadas por
trastornos metabólicos, drogas, traumatismos o falta de falta de lucidez mental originada en la
infancia o la niñez, retraso mental o psicosis, neurosis obsesivo-compulsivas, etc. En estos casos
el sustrato fisiológico necesario para poder usar la capacidad de autonomía está afectado, algunas
veces de forma reversible. Es posible que, aunque no exista un impedimento interno para el
ejercicio de la autonomía, su uso se vea obstaculizado por hechos externos como la coerción, el
engaño físico o emocional o la privación de información indispensable. El autónomo es un acto sin
restricciones internas ni externas, con tanta información como exige el caso y acorde con la
evaluación hecha por la persona en el momento de tomar la decisión.

         La existencia de la capacidad de autogobierno esta tan profundamente arraigada en lo que
significa ser un ser humano, que constituye un derecho moral que genera en otros el deber de
respeto. Este derecho se expresa como el principio de autonomía, es decir, como un modo de
actuar en las relaciones con los demás que permite a la persona ejercer su capacidad de
autonomía (y, por ende, su derecho moral) tanto como lo permiten las circunstancias.

        Por fundamental que parezca, el derecho moral del paciente al respeto de su autonomía no
es absoluto. Cuando ese derecho entra en conflicto con el de la integridad de otras personas
surgen varias limitaciones. Una es el derecho del médico, como persona, a su propia autonomía; el
paciente no puede violar la integridad del médico. Si el medico se opone por razones morales , por
ejemplo, el aborto, la eutanasia, al cese o a la negación de la alimentación con sólidos o líquidos o
a la inseminación artificial, no se puede esperar que respete la autonomía del paciente y reprima
su propia integridad. Tanto el medico como el paciente, están obligados a respetar la integridad de
la otra persona, y ninguno puede imponer sus valores al otro. Tal vez sea necesario retirarse
respetuosamente de la relación para que el médico o el paciente eviten cooperar en actos que
podrían comprometer su propia integridad moral. Otra limitación relativa se produce cuando la
acción podría causar daños graves, definibles y directos a la persona. Un ejemplo es el caso de un
paciente infectado con el virus de la inmunodeficiencia humana que se opone a que ese hecho se
revele a si cónyuge o compañero sexual. En este caso el medico no puede retirarse; tiene la
obligación, por justicia, de decírselo a la persona en riesgo, después de ofrecerle al paciente la
oportunidad de revelárselo. Se debe oponer resistencia a la decisión autónoma de un sustituto
idóneo, si existen pruebas convincentes de la existencia de algún conflict0 de interés que pudiera
conducir a un tratamiento excesivo o insuficiente de un niño pequeño o de un adulto que ha
perdido el uso de sus facultades. La principal obligación del médico es preservar la integridad
personal de sus pacientes. En estas circunstancias el medico no puede retirarse, sino utilizar las
medidas disponibles en una sociedad democrática para proteger los intereses del paciente. Esta
protección puede significar la referencia del caso a un comité de ética, el nombramiento de un
protector legal o la intervención de los tribunales en casos de emergencia para licitar la autonomía
de los sustituto, cuando el resultado es dudoso y cuando, es ausencia de instrucciones específicas,
el medico se ve obligado a obrar de acuerdo con los intereses médicos del paciente, al menos
hasta que se conozcan claramente los deseos de este último.
        Por otro lado, basándose en la fortaleza moral que le confiere su propio derecho a la
autonomía, el paciente puede renunciar a ella.
Referencia:
Pellegrino ED. La relación entre la autonomía y la integridad de la ética médica. En: Bioética, Temas y perspectivas. Washington:
Organización panamericana de la salud 1990: 8-17.


                                                              14
LAS PREFERENCIAS DEL PACIENTE


        Las preferencias del paciente integran el núcleo moral y legal de la relación médico-
paciente; en la mayor parte de los casos, esta relación no puede iniciarse o someterse sin la
aceptación de este último. Aunque el paciente puede necesitar la asistencia médica, es importante
para los médicos recordar que el paciente, no el medico tiene la autoridad primaria moral y legal,
para establecer dicha relación. Los pacientes, no los médicos, tienen la autoridad legal, para
terminar la relación. Los médicos que terminan una relación con un paciente que aún necesita
ayuda, tienen la obligación moral y legal de decírselo con anticipación y aun ayudarle a encontrar
otro médico.

         El respeto por las preferencias del paciente es esencial para el desarrollo de una alianza
terapéutica madura. Aunque los pacientes tienen la autoridad moral y legal, los médicos tienen un
enorme poder en estas relaciones. Pueden moldear el curso y las dimensiones morales del
cuidado médico mediante su dominancia psicológica, su conocimiento especializado y su habilidad
técnica. El poder del médico puede si se usa mal, acabar con la relación terapéutica y destruir la
frágil autonomía del paciente.

        No todos los pacientes son igualmente afectados por la enfermedad, pero todos son
potencialmente vulnerables a un nivel bajo de funcionamiento e interacción consiente. Por lo tanto,
los médicos deben ser particularmente sensibles a la psicodinámica de las preferencias de los
pacientes.




Referencia:
Jonson AR, Siegler M, Winslade WJ. Clinical Ethics, 2nd ed. New York: Mcmillan Publishing Company, 1986: 48-49.




                                                          15
CONSENTIMIENTO PREVIA INFORMACION

        Los requerimientos éticos y legales para el consentimiento previa información son (1)
información, (2) comprensión y (3) voluntariedad.

    1. La información específica que debe proporcionarse al paciente, se relaciona con el
       propósito del procedimiento, los riesgos y beneficios anticipados, los métodos alternativos
       y la expectativa de resultados. Nunca debe ocultarse información con el propósito de
       obtener el consentimiento y a preguntas directas deben de ofrecerse preguntas directas y
       veraces. Si se trata de un proyecto de investigación que requiere que una información sea
       ocultada, el sujeto debe de saber que cierta información no le será proporcionada hasta
       que el proyecto se termine, pero que no sufriera daño alguno.

    2. La comprensión de la información es un requerimiento más complejo que lo a simple vista
       parece por que la capacidad de los sujetos para entender es muy variable y, por lo tanto, el
       material debe adaptarse a su capacidad. Los profesionales de la salud son los
       responsables de asegurarse que el sujeto ha comprendido bien, sobre todo si el riesgo es
       importante. Sí el paciente no es capaz de entender, entonces a una tercera persona
       habitualmente miembro de su familia directa o una persona indicada por la ley, debe
       pedírsele que decida en el mejor en interés del paciente. Algunos sostienen que la
       comprensión de términos médicos difíciles no es posible para una persona ordinaria, pero
       se ha demostrado que sujetos no familiarizados con los términos médicos, pueden
       entender y retener explicaciones acerca de los procedimientos médicos si estas se planean
       bien y se ofrecen en términos simples.

    3. La voluntariedad implica que se comprende claramente la situación y que no se ejerce
       coerción o influencia indebida por parte del médico. Sin embargo, frecuentemente es difícil
       determinar cuándo termina una persuasión justificada y cuando empieza una influencia
       indebida. El profesional de la salud que cree que algún tratamiento en particular es mejor
       para el paciente, debe basarse en su propia convicción, pero también debe explicar al
       paciente en forma clara en que fundamenta su opinión. La voluntariedad no implica que el
       paciente se encontrara libre de cualquier presión o persuasión en un momento dado, por
       ejemplo, una persona con el apéndice inflamado está limitada en su libertad para escoger,
       pero la voluntariedad no implica que, sobre y más allá de las limitaciones que sugieren de
       las circunstancias, no se encuentra presente ninguna coerción externa o manipulación
       moral.

        Algunos piensan que el consentimiento previa información se requiere solo para proyectos
de investigación o procedimientos experimentales. De hecho, es necesario en cualquier acción que
pueda afectar la integridad fisiológica, psicológica o moral de una persona. ¿Por qué esto es tan
importante? ¿Simplemente ayuda a evitar una mala práctica, o llena una necesidad humana
importante?

        El respeto por las personas, uno de los principios éticos más importantes, se lleva a la
práctica a través del consentimiento previa información. El derecho del paciente a ser informado
surge de la convicción de que los seres humanos son responsables de sus actos y su destino.
Deben ser tratados como iguales y ayudados a que tomen por ellos mismos las decisiones
importantes de su vida, cuando esto es posible. Solo de esta forma serán capaces de alcanzar su
potencial completo como seres humanos. Aunque los profesionales de la salud ofrecen ayuda al
paciente, no adquieren el derecho de tomar decisiones por ellos ni de manipularlos.

Referencia:
O’Rourke KD, Brodeur D. Medical Ethics: Common Ground for Understending. St Louis: The Catholic Health Association of
United States. 1986: 52-53.




                                                        16
SOBRE EL CONSENTIMIENTO INFORMADO

         En los últimos años, ha sido objeto de debate la posibilidad de que el paciente influir en las
decisiones médicas. Por el momento, no existen pautas que sean consideradas válidas por todos
los médicos ni en todos los países. Las opiniones se dividen en dos grandes grupos, dependiendo
de los principios éticos fundamentales que regulan no solo la conducta del médico, sino también de
la sociedad a la que pertenece. Si se considera que el valor fundamental de la práctica médica es
el bienestar del paciente, la participación de éste en la toma de decisiones puede ser secundaria.
Si, por el contrario, el respeto al paciente es considerado como el valor ético principal, entonces es
posible que en algunas circunstancias él tome decisiones que no propician su bienestar.

        Para el paciente tome una decisión, es requisito indispensable que actúe de forma
autónoma y competente. Sin embargo, existen algunas circunstancias que impiden que sea
competente. Sin embargo, existen algunas circunstancias que impiden que sea competente para
actuar autónomamente. Tanto autonomía como competencia son conceptos que no deben tratarse
como absolutos, sino que deben particularizarse a cada caso.

       La decisión de un paciente en relación con una intervención médica se basa también en la
información que ha recibido; tampoco existe un modelo general para proporcionar esta
información.

        De allí que el significado del consentimiento del paciente a las acciones del médico varía
según el caso. No es lo mismo cuando se trata de un procedimiento normal que cuando se incluye
al paciente en una investigación clínica. En este último caso, la situación más controvertida es la
referente a la asignación aleatoria a un tratamiento en los ensayos clínicos controlados.

                               EL CONCEPTO DE AUTONOMÍA

        La conducta del médico se rige tanto por sus valores personales como los principios éticos
fundamentales del ejercicio de la medicina. Ahora bien, existen dos marcos éticos generales en la
práctica médica: en uno, el interés por la autonomía del punto de referencia es el respeto al
paciente y al ejercicio de su autonomía. En el primero las acciones se definen como correctas si
conducen al bienestar del paciente. Se trata de una ética orientada a los resultados, en la que la
autonomía tiene una importancia marginal y el paternalismo sólo es erróneo cuando no se
alcanzan los beneficios deseados para el paciente. Es claro que muchas personas prefieren ser
tratadas paternalmente y “se ponen en las manos del médico”. Para ellos, el ejercicio de la
autonomía es más una fuente de frustración y de ansiedad que de insatisfacción.

        Por otro lado, en la ética orientada hacia la acción y no hacia los resultados, el punto de
referencia son las condiciones en las que se actúa. Así, la autonomía, como condición para la
acción, requiere un valor fundamental. Para que una persona pueda hacer uso de su autonomía,
debe ser tratada con respeto. Esto significa que debe solicitarse su consentimiento para cualquier
maniobra que se vaya a efectuar y evitarse toda coerción, incluso el paternalismo.

         Sin embargo, algunas personas carecen de las capacidades cognoscitivas y volitivas
necesarias para actuar autónomamente; y en el caso de los pacientes, es posible que su estado de
salud limite aún más estas capacidades.

         Cuando la controversia sobre la autonomía se plantea en términos absolutos, es imposible
llegar a un consenso. No es posible dictar normas éticas que se apliquen a todos los pacientes en
todas las circunstancias. Por lo tanto, hay que considerar que la autonomía no es una condición de
todo o nada; más bien existen diversos grados que permiten no ejercerla, total o parcialmente.




                                                  17
Incapacidad temporal para el ejercicio de la autonomía
        Si el respeto por la autonomía es fundamental, también lo es tratar de restablecer las
capacidades que la hagan posible. Para ello la supervivencia es necesaria pero no suficiente.
Todavía es motivo de controversia si la supervivencia sin autonomía es una meta válida en la
práctica médica. Por otro lado debe realizarse una intervención terapéutica arriesgada con el fin
de restablecer algunas funciones de la autonomía, aun cuando la supervivencia sea más segura si
ésta no se realiza.

Falta de capacidad para el ejercicio de la autonomía.
        Esto puede darse sobre todo en el caso de los niños, que es el contexto original del
paternalismo. En la práctica médica, las enfermedades prolongadas y debilitantes, físicas o
mentales son las que ocasionan diversas limitaciones para la acción autónoma. La evaluación
continua es fundamental y, en su caso, tanto los padres como los médicos deberán restringir su
conducta paternalista y permitir que sus hijos o pacientes tomen algunas decisiones, dependiendo
de su evolución.

Perdida permanente de la autonomía
        En este caso, los médicos y los familiares pueden hacer uso de una noción hipotética de
consentimiento: si pudiera, ¿qué decisión tomaría? Si puede darse una respuesta, es posible que
el paciente fue, y hacia la autonomía que tuvo.

Ausencia total de autonomía
        En esta circunstancia, la noción de respeto por la autonomía no tiene significado. Aun
cuando puede plantearse hipotéticamente una pregunta similar: ¿qué habría hecho? Es pues
inevitable que la práctica médica tenga ciertos elementos paternalistas. La pregunta es más bien
quien va a ejercer el paternalismo: los familiares o el médico.

                           INFORMACIÓN Y CONSENTIMIENTO

         La aceptación o el rechazo de una intervención médica es una manifestación particular del
ejercicio de la autonomía. El consentimiento de la indicación médica se hace sobre la base de la
información que posee el paciente en relación con su enfermedad, pronóstico y opciones de
tratamiento. Surge entonces la pregunta de que debe saber el paciente. La respuesta dependerá
del marco ético en que se mueva el paciente: si su conducta se rige con el principio de
proporcionar al paciente el máximo beneficio, retendrá información si considera que esta provocará
angustia, depresión o aun acciones autodestructivas. Por el contrario, si las acciones del médico
giran alrededor del respeto por la autonomía del paciente, le proporcionará toda la información
necesaria antes de tomar una decisión.

        La información puede darse al paciente por lo menos en dos contextos: en el estrictamente
terapéutico y en el de investigación. Aunque en ocasiones franca con el paciente o a través de un
impreso o formulario escrito en el que se solicitará su consentimiento.

       Esta práctica es muy común, sobre todo en algunos países, pero es evidente que con
frecuencia no cumple el objetivo de dar información al paciente. Los pacientes leen y firman estos
impresos, pero muchas veces no recuerdan después lo que leyeron, o ni siquiera haberlo leído.

         Las críticas a la información por escrito son fundamentalmente de dos tipos. Por un lado
ésta tiende a ser cada vez más un requisito legal para evitar problemas posteriores en vez de un
ejercicio real de comunicación. De esta suerte, una vez que el paciente ha firmado su
“consentimiento informado” es menos probable que una demanda prospere, pues siempre podrá
argüirse que el paciente “sabía” a lo que iba a someterse. En situaciones de urgencia, lo que
ocurre con frecuencia es que ni el paciente (a veces inconsciente) ni los familiares (habitualmente
angustiados) tienen la capacidad cognoscitiva necesaria para leer y comprender la información que
se les proporciona.


                                                18
La segunda crítica a los impresos para el consentimiento escrito se relaciona con su
estructura y contenido. En ocasiones estos formularios emplean un lenguaje cuya comprensión
requiere que el nivel educativo del paciente sea elevado; en otras ocasiones la información que se
presenta es incompleta o bien muy extensa, y realmente no se entiende. Se ha discutido mucho
cuál sería el método más apropiado para proporcionar tal información (videograbación, folleto,
discusión en grupo, etc.), pero hasta la fecha no existen estudios que permitan establecer si hay
uno mejor que los demás.

        No es necesario polarizar todas las alternativas: ni el paciente tiene que saberlo todo, ni el
médico tiene que decidirlo todo. El acto de informar forma parte de la relación del médico paciente.
En este contexto el médico puede determinar qué información es la adecuada para el paciente con
el que está interactuando. Hay información que puede resultar no solamente innecesaria sino hasta
indeseable.

        Algunos autores sostienen que la capacidad del paciente para tomar una decisión sobre
su tratamiento debe confirmarse únicamente si hay desacuerdo entre el paciente y el médico. Ante
estas circunstancias, no muy convincentes, la competencia del paciente deberá valorarse y al
margen de las cuestiones legales, será el juicio del médico el que en última instancia determine si
el paciente es o no competente para negarse a seguir un tratamiento.

        Para que el acto de consentir sea una manifestación de autonomía, es necesario que el
paciente conozca, comprenda y aprecie su enfermedad, las alternativas terapéutica y los riesgos
que estas conllevan. Además de un adecuado funcionamiento cognoscitivo, el estado afectivo del
paciente es fundamental, ya que su alteración propicia que se distorsione.

        Se ha propuesto un modelo para determinar la necesidad y la capacidad de consentimiento
de los pacientes, de acuerdo con las características del tratamiento, el cual se resume a
continuación:

       Si para un trastorno o enfermedad determinada (que puede ser mortal) existe un
        tratamiento eficaz, sin riesgos, y no hay alternativa terapéutica, se puede aceptar un
        consentimiento tácito. Por otro lado, un paciente moribundo que sabe que el tratamiento es
        útil, es competente para rechazarlo.

       Si hay alternativas de tratamiento o existe algún riesgo en el que se propone, el paciente
        debe comprender las diferencias y los riesgos de las alternativas que existen y ser capaz
        de una decisión basada en tal comprensión. La ignorancia o la incapacidad de
        comprensión lo hacen incompetente. En estos casos es válido que el médico decida la
        opción que considere más adecuada.

       El nivel de competencia del paciente debe ser particularmente valorado cuando toma
        decisiones que parecen irracionales, son peligrosas u opuestas al juicio del médico. El
        paciente necesita apreciar la naturaleza y consecuencias de la decisión que está tomando.
        El término “apreciar” se emplea para referirse al nivel más elevado de comprensión. Para
        ser competente en la toma de una decisión aparentemente irracional, el paciente debe
        demostrar que conoce y comprende todos los detalles de su enfermedad y de las opciones
        terapéuticas y ser capaz de establecer las razones de su decisión.


        Este modelo proporciona, a grandes rasgos, algunas guías que pueden ser útiles en la
práctica. El mayor problema se presenta cuando las decisiones del paciente, aparentemente
irracionales y destructivas, no son expresiones reales de su autonomía sino producto de su
enfermedad, que el médico tiene la obligación de tratar.




                                                 19
EL CONSENTIMIENTO EN LA INVESTIGACIÓN CLÍNICA
         En las controversias sobre el consentimiento informado destacan los problemas planteados
por los llamados ensayos clínicos controlados. A veces, las consideraciones éticas y metodológicas
aparecen como diametralmente opuestas; sin embargo, es posible que esta contradicción sea sólo
aparente.

        Para establecer la eficacia o la eficiencia de un tratamiento, el mejor diseño experimental
disponible es el del ensayo clínico controlado. En este, se comparan dos o más alternativas de
tratamiento, una de las cuales puede ser un placebo. El tratamiento que un paciente va a recibir se
determina mediante un proceso aleatorio y es esto lo que plantea los principales problemas éticos:
¿Es imprescindible el consentimiento del paciente para participar en estas investigaciones?

        La asignación del tratamiento al azar o por sorteo representa una condición metodológica
muy importante, pues es la forma de controlar los efectos de unas variables sobre otras, que son
las que se están investigando.

        El debate sobre los ensayos clínicos no cuestiona su utilidad o importancia científica sino
los aspectos éticos, en la media en que pueden comprometer el deber del médico o los derechos y
bienestar del paciente.

        Para solucionar este aparente dilema entre el progreso de la medicina y el bienestar del
paciente, es necesario aplicar adecuadamente los principios éticos que rigen en la investigación de
los seres humanos: en primer lugar, que hay que proteger ante todo los derechos y el bienestar del
paciente; en segundo lugar, que el tratamiento del paciente es más importante que la investigación;
y por último, que al evaluar diversos tratamientos debe usarse el mejor diseñado posible,
eliminando maniobras inútiles y perjudiciales y evitando la pérdida de tiempo y recursos. Una
nueva maniobra siempre podrá compararse con “la mejor maniobra disponible”.

         Los pacientes siempre tienen derecho a consentir o declinar su participación en un ensayo
clínico controlado y los investigadores tienen siempre la obligación de solicitar el consentimiento. El
desacuerdo surge con respecto a lo que hay que decirles. Se han observado, por ejemplo, que el
consentimiento puede influir sobres los resultados que se obtienen en algunos estudios.

        Para que una persona participe en un ensayo clínico se requiere su consentimiento
voluntario, que sea competente y que se base en la información necesaria para decidir. La
información debe incluir la descripción de la naturaleza del estudio, el propósito, la duración, los
procedimientos, los probables riesgos y beneficios, los procedimientos alternativos, cómo se
protegerá su confidencialidad, la política de la institución en lo que se refiere a compensaciones, a
quién debe recurrir el paciente si tiene preguntas o aparecen otros síntomas, el carácter voluntario
de su participación y el derecho a retirarse del estudio cuando lo desee.

        Hay ocasiones en las que un consentimiento aparentemente voluntario es producto de
cierta manipulación. Esto sucede cuando al paciente se le hace una oferta difícil de rechazar,
cuando se le hace pensar que la atención será negada posteriormente si decide no ingresar al
protocolo de investigación, si se le proporciona la información errónea o alarmista en relación con
su pronóstico, o, simplemente, si no se le informa sobres otras opciones terapéuticas.
         Otra controversia en torno a los ensayos clínicos surge cuando se hace una solicitud de
consentimiento excesivamente rigurosa, lo cual aumenta la posibilidad de que los pacientes la
rechacen; de este modo el tiempo de la fase de reclutamiento se alarga, el número de deserciones
aumenta, la asignación aleatoria se distorsiona y ocurren errores de muestreo. Todo esto, por
supuesto, afecta la fiabilidad del ensayo clínico. Al fin y al cabo, existen diseños de investigación
alternativos. No hay, pues, ningún argumento sólido para aceptar una supuesta incompatibilidad
entre medicina científica y ética médica.
Referencia:
Lara MC, De la Fuente JR. Sobre el consentimiento informado. En: Bioética. Washington: Organización Panamericana de la Salud. 1990: 61-
65.


                                                                 20
EL PRINCIPIO DE BENEFICIENCIA

        La moralidad requiere no solo que tratemos a las personas con respeto a su autonomía y
que evitemos hacerles daño, sino también que contribuyamos a su bienestar. Estas accionen
benéficas caen dentro del principio de beneficencia. No hay límites bruscos entre no hacer el mal y
hacer el bien, pero el principio de beneficencia potencialmente demandas más que el de no
maleficencia porque requiere acciones positivas para ayudar a otros. La palabra no maleficencia se
usa en forma más amplia, para incluir la prevención del daño o su remoción. Sin embarga debido a
que la prevención y la remoción requieren de actos positivos de asistir a otros, los incorporamos
dentro de beneficencia, junto con la provisión de un beneficio. No maleficencia se restringe
nuevamente a no causar daño.

Dos principios de beneficencia
        En el idioma ordinario, beneficencia puede sugerir actos de misericordia, bondad y caridad.
Sin embargo, el concepto de una acción benéfica no debe limitarse a lo anterior porque incluye
cualquier forma de acción que beneficia a otro. En su forma más general, el principio de
beneficencia demanda una obligación de ayudar a otros más allá de sus importantes y legítimos
intereses.
        La obligación de conferir beneficios y activamente prevenir y remover daños es importante
en el contexto biomédico, pero igualmente es importante la obligación de ponderar y balancear los
posibles beneficios contra los daños que surjan de la acción. Entonces es apropiado diferenciar
dos principios: el primero requiere de la provisión de beneficios y el segundo, equilibrar los
beneficios y los daños. El primero puede llamarse el principio de beneficencia positiva; y el último
es ya familiar como versión del principio de utilidad.

         Dado que la vida moral no permite simplemente producir beneficios o prevenir o retirar
daños sin crear riesgos, el principio de equilibrio es un agregado esencial al de beneficencia
positiva. Por ejemplo, en el retener o suspender un tratamiento que mantiene la vida de pacientes
incompetentes, se nota la importancia de considerar la probabilidad de éxito y después sopesar su
probable beneficio contra los probables costos y riesgos para el paciente. Tanto los utilitarios como
los deontologistas requieren de un principio para balancear los beneficios contras los daños, los
beneficios contra los posibles beneficios alternos y los daños contra los daños alternos.

        Este principio de utilidad también puede ser llamado principio de proporcionalidad. No tiene
igual estructura que el principio de utilidad en la teoría moral utilitaria, en la cual se toma como
absoluto o preeminente. Por lo tanto, no debe ser tomado como el único principio moral o como el
que justifica y sobrepasa los demás. Es solamente un principio entre otros.

        Este principio frecuentemente esta rechazado porque parece conducir a que lo intereses
de la sociedad en conjunto, sobrepasan los intereses y derechos del individuo. En el contexto de la
investigación médica, por ejemplo, el principio parece implicar que deben realizarse experimentos
peligrosos en sujetos humanos, cuando la perspectiva de beneficio sustancial a la sociedad o a
otros individuos, rebase el daño que la investigación cauda al individuo. El utilitarismo no ofrece la
única base en que nuestros métodos y conclusiones pueden justificarse. Estos mismos métodos y
conclusiones pueden haber sido defendidos, por ejemplo, sobre la base de una teoría deontológica
de consentimiento hipotético o una de derechos individuales.



Referencia:
Beauchamp TL, Childress JF. Principles of Biomedical Ethics. 3th ed. New York: Oxford University Press, 1989: 194-195.




                                                           21
EL PRINCIPIO DE NO HACER EL MAL
                  EL CONCEPTO Y OBLIGACIÓN DE LA NO MALEFICENCIA

La distinción entre la no maleficencia y la beneficencia.

       El principio de la no maleficencia se reconoce en michas teorías de norma deontológica y
de norma utilitaria, algunas de las cuales consideran esta obligación como el fundamento de
moralidad social.

        No todos los filósofos aprecian a la no maleficencia y a la beneficencia como obligaciones
diferentes y separadas. Por ejemplo, William Frankena sostiene que el principio de beneficencia
incluye cuatro elementos:

    1.   Deber de no causar mal o daño (lo que es malo)
    2.   Deber de prevenir el mal o el daño
    3.   Deber de remover el mal o el daño
    4.   Deber de promover el bien.

         El reconoce que la cuarta obligación puede o no ser, estrictamente hablando, una
obligación moral, y arregla estos elementos en forma seriada de tal modo que, en caso de
conflicto, la primera tenga precedencia moral sobre la segunda, la segunda sobre la tercera y la
tercera sobre la cuarta. Cuando estos elementos entren en conflicto, él apela –de alguna manera
inconsistente- al principio de utilidad como máxima mediadora o heurística.

Maximizar el bien y minimizar el mal.
         La no maleficencia y la beneficencia no son fácilmente separables; sin embargo, al
reunirlas en un solo principio es oscurecer las distinciones que hacemos en el discurso de la moral
ordinario, que incorpora la convicción defendible de que ciertas obligaciones de no hacer el mal a
otros no son solamente diferentes, si no frecuentemente (aunque no siempre) más importantes que
las obligaciones de hacer cosas positivas para beneficiar a otros. Por ejemplo, a la obligación de
no empujar a alguien que no sabe andar a la alberca, parece más fuerte que la obligación de
rescatar a alguien que ha caído accidentalmente en aguas profundas. Es también moralmente
imperativo aceptar riesgos sustanciales en nuestra seguridad personal para no perjudicar a otros,
pero se requiere aceptar riesgos, por mínimos que sean, para beneficiar a otras personas. Si
tratamos de comprimir las ideas de beneficiar a otros y no causarles daño en un solo principio de
beneficencia, aún nos veremos obligados a distinguir, entre los varios elementos de este principio,
los que corresponden groseramente a lo que llamamos no maleficencia y beneficencia. Por lo
tanto, tratamos los 2 principios como distintos, aunque puedan ocasionalmente entrar en conflicto.

          En el caso de conflicto, se espera que el de no maleficencia tome prioridad muchas
ocasiones, pero no en todas. Por ejemplo, el daño causado por una herida quirúrgica en mínimo o
trivial y necesario para prevenir un mal mayor como es la muerte. Cuando nos encontremos en las
circunstancia de elegir entre evitar un mal y hacer un bien, requerimos de una regla de decisión.
Sin embargo, debido a que el peso de estos principios puede variar según las circunstancias, no
existe una regla general que favorezca siempre a evitar el mal sobre producir el bien.
          A pesar de lo anterior, es preferible distinguir los principios de no maleficencia y
beneficencia de la siguiente forma:
     No maleficencia
     1. Deber de no causar mal o daño
     Beneficencia
     2. Deber de prevenir el mal o daño
     3. Deber de remover el mal o daño
     4. Deber de hacer o promover el bien

Referencia:
Beauchamp TL, Childress JF. Principles of Biomedical Ethics. 3th ed. New York: Oxford University Press, 1989: 121-23.

                                                           22
“QUIERO MORIR”

         Elizabeth Bouvia, una mujer de 26 años de edad, víctima de parálisis cerebral cuadripléjica,
ingreso por si misma al pabellón psiquiátrico del Riverside General Hospital de Riverside California
el 3 de septiembre de 1983. Pidió que los médicos le proporcionaran analgesia y morir por
inanición. Su caso presenta un dilema ético complejo en donde entran en conflicto varios
principios.

Principios
        En este caso se conjugan aéreas de preocupación. Primero, se encuentra el principio bien
establecido de la autonomía del paciente. La ética, la medicina y la ley desde hace tiempo
respetan el derecho de los pacientes de aceptar o rechazar un tratamiento. Cumplir la decisión de
un adulto ha sido norma fundamental de la ética médica. Las interrogantes acerca del caso Bouvia
surgen de su competencia, sin embargo, ni la enfermedad crítica de su decisión son indicadores
precisos de su competencia. Que tanto la persona entiende su enfermedad, las consecuencias de
su decisión y las alternativas disponibles son los mejores indicadores. La autonomía no obstante
no es absoluta.

         Un segundo punto es el papel que la calidad de vida juega en la toma de decisiones éticas.
Elizabeth Bouvia ha señalado: “La calidad de mi vida se ha terminado”. La percepción de su total
dependencia la condujo a pedir ayuda para morir. Algunos pueden responder a su petición con
afirmaciones basadas en alguna forma en “La santidad de la vida”. La vida es sagrada y no puede
ser quitada por su dimensión transcendente o religiosa. Algunos pueden incluso incorporar la
“santidad de toda vida”- vegetal, animal y humana- como razón para no quitarla. En su forma más
extrema, tal punto de vista absolutiza el mantener el funcionamiento corporal o fisiológico. Los
argumentos sobre “calidad de vida” tienen la misma amplitud de juego. Algunos pueden
argumentar que la pérdida del movimiento, la pérdida del funcionamiento mental o la incapacidad
de tener una existencia “útil” son causas para terminar la vida. Otros en esta misma línea pueden
preguntar que tanto puede uno realizar la función más elevada de la vida, tal como el amor a dios o
al prójimo y la existencia social. Cualquier lado de esta argumentación puede conducir a una sobre
simplificación de un tema ético complejo.

         Una tercera área de preocupación recae sobre la propia percepción de la medicina. El
principio primario sobre el que se basa la práctica médica es que ante todo “no se debe causar
daño”. Todos los tratamientos debe beneficiar al paciente, y el beneficio se define no solo en
términos de curación, sino también como la atención que deben brindársele a los enfermos
moribundos. Pedirle a un profesional de la salud que participe en acciones que promuevan
acciones de destrucción innecesaria, se considera generalmente no ético. Hay muchos ejemplos:
prescripción de drogas ilícitas, matar prisioneros sentenciados a la pena capital, experimentos no
éticos en seres humanos, complicidad con los deseos de guardianes que dañan a los pacientes
por quienes toma las decisiones.

        Este principio particular, hace surgir los temas de eutanasia activa y pasiva. El punto crítico
de estos casos no es que tanto uno comete u omite un acción, sino como la acción o la omisión se
relaciona con la condición del paciente. No reanimar a una víctima de cáncer es muy diferente a
no reanimar a un individuo de 36 años en paro cardiorrespiratorio no resultante de enfermedad
terminal. De igual forma no es lo mismo administrar una sobredosis de morfina a un enfermo
terminal de cáncer pulmonar para aliviar dolor innecesario       que lleva al individuo a morir de
toxicidad, que administrársela a un paciente que tiene una enfermedad que pone en peligro su
vida, pero que no es terminal. La dudad de eutanasia en el caso de Elizabeth Bouvia son de este
tipo. De hecho, tiene una enfermedad que pone en peligro la vida, pero que en el momento no es
terminal; no está a punto de morir. ¿Es esta una forma activa y por lo tanto, no ética de eutanasia
porque uno arbitrariamente precipita su muerte, o es una eutanasia pasiva en el sentido de ayudar
a que la enfermedad tome su curso normal y respetar su muerte como un acto “normal” o “final” de
su vida?


                                                  23
El punto final es la consecuencia social de la decisión. Aunque la libertad personal y la
autonomía son aspectos importantes de la vida de un individuo, ninguna elección se hace en el
vacío total. La elección de cada persona tiene cierto efecto sobre una población más amplia. El
argumento de autonomía pura nos lleva a posiciones insostenibles en las que no existen
responsabilidades o beneficios sociales. La autonomía personal no es absoluta y ha sido
restringida por la medicina, la ley y la ética, cuando la controversia afecta a más de un individuo.

Discusión
        La sociedad a la larga, la medicina, los profesionales de la salud y otras individuos con
incapacidades se verán afectados con la decisión tomada en este caso. Otros ciudadanos
incapacitados la medicina y la sociedad tienen intereses legítimos en las decisiones de Elizabeth
Bouvia y sus ni son intromisorias ni son irrelevantes.

        La petición de Elizabeth Bouvia reta a la sociedad contemporánea. Ahora más que antes la
medicina tiene la capacidad tecnológica para mantener vivos a aquellos cuyas deficiencias físicas y
mentales pudieron terminar en muerte al nacer o en la primera infancia. Cómo estas gentes son
tratadas, cómo son respetadas sus decisiones, y cómo la sociedad se adapta a estas necesidades
son cuestiones cruciales. Cómo su caso se maneje, es crucial para la dirección futura que nuestra
sociedad tome al enfrentarse con los incapacitados y cómo la sociedad enfrenta el cuidado no
debe ser arbitrario.

        En suma, este caso hace surgir el asunto de la calidad de vida de una manera brusca. Un
punto de vista vitalístico o absolutista que requiere que “el respeto para la vida” signifique
exclusivamente el sostenimiento de la vida física, es insostenible. La calidad de la vida de
Elizabeth Bouvia es significativa.

        Esta calidad de vida, sin embargo, es un reto para la construcción social de la realidad, lo
cual es un elemento significativo para nuestras vidas. No es suficiente decir que existen
imperativos éticos contra la eutanasia o el suicidio. Preferentemente, la sociedad debe buscar
medios para incorporar las vidas de incapacitados físicos o psicológicos a un modelo significativo
en el caso de Elizabeth Bouvia reta no solo a la medicina en términos de atención, sino a los mitos
sociales que promueven la independencia, la autosuficiencia y el individualismo como modelos
primarios de vida humana completa.

         Finalmente, ¿Cuál preocupación debe tomar precedencia? Esta no es una pregunta fácil
de contestar. Ninguno de los reclamos merece prioridad. El caso de Elizabeth Bouvia es
complicado debido a que todos los principios deben ser respetados si la vida humana debe existir;
equilibrarlos es el arte de la ética, de la medicina y de la existencia humana.




Referencia:
O’ Rourke KD, Brodeur D. Medical Ethics: Common Ground for understanding. St. Louis: The Catholic Health Association of
the United States, 1986: 149-152.




                                                         24
Bioética médica y relación médico-paciente
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Bioética médica y relación médico-paciente

  • 1. UNIVERSIDAD DE GUANAJUATO FACULTAD DE MEDICINA DE LEÓN BIOÉTICA Material de apoyo didáctico recopilado y traducido por el Dr. Gabriel Cortés Gallo, 1992.
  • 2. LA BIOÉTICA MÉDICA Desde los orígenes de la medicina occidental, es decir, desde los escritos que la tradición atribuyó al médico griego Hipócrates de Cos, la ética médica ha venido utilizando para discernir entre lo bueno y lo malo un criterio de carácter “naturalista”. Al margen de que incurra o no en lo que desde principios de siglo viene conociéndose con el nombre de “falacia naturalista”, es lo cierto que tal criterio ha solido identificar lo bueno con el “orden” natural, y considerar malo su desorden. La naturaleza es obra de Dios, dirían los teólogos cristianos de la Edad Media, y en consecuencia, el orden natural es formalmente bueno. Esto explicaría por qué toda la cultura medieval giró en torno a la idea de “orden”. Este orden abarca no sólo las cosas que solemos llamar naturales, sino también a los hombres, a la sociedad y a la historia. Por lo primero se consideraba malo, por ejemplo, todo uso desordenado o no natural del cuerpo o de cualquiera de sus órganos. Lo segundo llevó a pensar que la relación médico-enfermo, en tanto que la relación social y humana, había de efectuarse también según orden. Este orden no era unívoco, ya que en él, el médico considerado sujeto agente y el enfermo sujeto paciente. El deber del médico era “hacer el bien” al paciente, y el de este aceptarlo. La moral de la relación médico-enfermo había de ser, pues, una “típica moral de beneficencia”. Lo que el médico pretendía lograr era un bien “objetivo”, la restitución del orden natural, razón por la que debía imponérselo al enfermo, aun en contra de la voluntad de éste. Cierto que el enfermo no podía considerar bueno aquello que el médico propugnaba como tal, pero se debería a un error “subjetivo” que, obviamente, no podía tener los mismos derechos que la verdad “objetiva”. En consecuencia, en la relación médico-enfermo el médico no era sólo agente técnico, sino también moral, y el enfermo un paciente necesitado de ayuda técnica y ética. El conocedor del orden natural, en caso de la enfermedad, era el médico, que podía y debía proceder por ello, aun en contra del parecer del paciente. Fue la esencia del “paternalismo”, una constante en toda la ética médica del “orden” natural. En pocos documentos literarios se ve esto tan claro como en la República de Platón, el libro que, por otra parte, ha configurado la politología occidental durante más de un milenio. Para Platón […] toda sociedad política bien constituida ha de estar formada por varios tipos de personas. En primer lugar por aquellos que se dedican al cultivo de las llamadas artes serviles o mecánicas (agricultura, industria fabril, carpintería, albañilería, etc.). De estos dice Platón que son, como consecuencia de su propio trabajo, deformes de salude innobles de espíritu. En ellos no hay salud ni moralidad posibles. Por eso su estatuto político no puede ser el de las personas libres, sino el de los siervos esclavos. Carecen pues, de las libertades políticas y civiles. Lo contrario les sucede a aquellos otros hombres que dentro de la ciudad se dedican al cultivo de las artes liberales o escolares (aritmética, geometría, música, astronomía), y que Platón identifica con es estamento de los guardianes. Estos han de cumplir en la ciudad una doble función, la de defenderla de las amenazas exteriores (para lo cual deben ser sanos y fuertes de cuerpo) y la de poner orden y paz en las disputas internas (lo que no puede conseguirse más que con una buena educación moral y un exquisito sentido de las cuatro virtudes cardinales: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza). Si los artesanos eran de condición enfermiza y poco moral, éstos han de considerarse, por el contrario, como sanos de cuerpo y de alma. Por eso pueden ser hombres libres y gozar de libertades. De entre los mejores de ellos saldrán los gobernantes, que para Platón han de tener la categoría de hombres perfectos. De ahí que el gobernante de la República le sea inherente la condición de filósofo, y por tanto el dominio de la ciencia más elevada, la dialéctica. Mediante ella, el filósofo puede diferenciar lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, y transmitirlo, en tanto que monarca, a la comunidad. El gobernante platónico “impone” los valores a los demás miembros del cuerpo social. Es un soberano absoluto y absolutista, todo lo contrario de un gobernante democrático. Los seres humanos, los habitantes de la ciudad, no son sujetos primarios de derechos y libertades políticas, algunas de las cuales delegan en el soberano; muy al contrario, el gobernante lo es por naturaleza, y las libertades de que gozan los ciudadanos les vienen impuestas desde arriba. El orden moral, en concreto, es la consecuencia de la percepción privilegiada que el monarca tiene del mundo de las ideas, sobre todo de la idea de bien. La función del gobernante no es otra que la de mediar entre el mundo de las ideas y el de los hombres. Por extraño que parezca, pues, el orden moral no surge de la libre aceptación sino de la imposición. Es bien sabido que en la tradición socrática ambos conceptos no 1
  • 3. son antagónicos, ya que quien percibe el bien no puede no aceptarlo. Lo libre no se opone a lo necesario. Obligando a sus súbditos a cumplir con el orden moral impuesto, el gobernante platónico no hace otra cosa que proporcionar la libertad de todos y cada uno de los individuos. Tal es la justificación moral del absolutismo político. Y si el término de monarca o gobernante se sustituye por el de médico, y el de súbdito por el de enfermo, se tiene una imagen rigurosamente fiel de lo que tradicionalmente ha sido el despotismo ilustrado del médico. El médico ha sido siempre al cuerpo lo que el monarca a la república: hasta las revoluciones democráticas modernas, un soberano absoluto y absolutista, siempre oscilante entre el paternalismo de las relaciones familiares y la tiranía de las relaciones esclavistas. Este universo intelectual no cambió de modo sustancial hasta bien entrado el mundo moderno. Si la reforma protestante pretendió y consiguió algo, fue sustituir la idea de “orden” por la de “autonomía”; o también la del orden “natural” por la del orden “moral” o de la “libertad”. Surgió así el segundo gran paradigma moral de la historia de Occidente. Su historia se confunde con la del progresivo descubrimiento de los derechos humanos, desde Locke hasta nuestros días. Según fue imponiéndose esa mentalidad, las viejas relaciones humanas establecidas conforme a la idea medieval del orden jerárquico, empezaron a verse como excesivamente verticales, monárquicas y paternalistas. Como alternativa a ellas, se propusieron otras de carácter más horizontal, democrático y simétrico. Con este espíritu se realizaron las grandes revoluciones democráticas del mundo moderno, primero la inglesa, después la norteamericana, más tarde la revolución francesa. Es imposible entender el sentido de la bioética médica si se desliga de este contexto. La bioética es una consecuencia necesaria de los principios que vienen informando la vida espiritual de los países occidentales desde hace dos siglos. Si a partir de la Ilustración ha venido afirmándose el carácter autónomo y absoluto del individuo humano, tanto en el orden religioso (principio de la libertad religiosa) como en el político (principio de la democracia inorgánica), es lógico que esto llevara a la formulación de lo que podemos denominar “principio de libertad moral”, que puede formularse así: todo ser humano es agente moral autónomo, y como tal debe ser respetado por todos los que mantiene posiciones morales distintas. Lo mismo que le pluralismo religioso y el pluralismo político son derechos humanos, así también debe aceptarse como un derecho el pluralismo moral. Ninguna moral puede imponerse a los seres humanos en contra de los dictados de su propia conciencia. El santuario de la moral individual es insobornable. El pluralismo, la democracia, los derechos humanos civiles y políticos han sido conquistas de la modernidad. También lo ha sido la ética en sentido estricto, es decir, lo moral como contra distinto de lo físico. No puede extrañar por ello, que el desarrollo de la ética haya estado unido al de la democracia y los derechos humanos. Todas las revoluciones democráticas, las que han tenido lugar en el mundo occidental a partir del siglo XVIII, se hicieron para defender estos principios. Ahora bien, lo curioso es que este movimiento pluralista y democrático, que se instaló en la vida civil de las sociedades occidentales hace ya siglos, no ha llegado a la medicina hasta muy recientemente. La relación entre el médico y el paciente ha venido obedeciendo más a las pautas señaladas por Platón que a las de corte democrático. En la relación médico-enfermo se ha venido considerando que éste, el enfermo, no es sólo un incompetente físico sino también moral, y que por ello debe ser conducido en ambos campos por su médico. La relación médico-enfermo ha sido tradicionalmente, por ello, paternalista y absoluta. El pluralismo, la democracia y los derechos humanos; es decir, la ética, entendida está en sentido moderno, no ha llegado a ella hasta los últimos años. Fue en la década de los setenta cuando los enfermos empezaron a tener conciencia plena de su condición de agentes morales autónomos, libres y responsables, que no quieren establecer con sus médicos relaciones como las de los padres con sus hijos, sino como la de personas adultas que mutuamente se necesitan y respetan. La relación médica ha pasado así a basarse en el principio de autonomía y de libertad de todos los sujetos implicados en ella, los médicos, los enfermos, etc. Adviértase lo que esto significa. Cuando todos los seres humanos que componen un grupo social viven de forma adulta y autónoma, hay muchas probabilidades de que no sólo en el mundo de la política, sino también en el de la moral y el de la religión, mantengan posiciones diferentes. 2
  • 4. De aquí derivan dos consecuencias. Primera, que una sociedad basada en la libertad y la autonomía de todos sus miembros ha de ser por necesidad plural y pluralista; es decir, que sus miembros no solo tendrán opiniones políticas, religiosas, morales, etc., distintas, sino que además se comprometerán a respetar las de todos los demás, a condición de que también éstos respeten las suyas. Y segunda, que además de plural esta sociedad habrá de ser secularizada, ya que resultará prácticamente imposible lograr la uniformidad en materia religiosa. Volvamos desde aquí la vista a la ética médica. Durante muchos siglos en que prevaleció la filosofía griega del orden natural, que pronto cristianizaron los teólogos, la ética médica la hicieron los moralistas y la aplicaron los confesores. Al médico se le daba todo hecho, pidiéndole – o exigiéndole- que lo cumpliera. Tampoco se entendía muy bien que los casos concretos pudieran provocar conflictos graves, sustantivos, ya que una vez establecidos los principios generales, de carácter inmutable, lo único que podían variar eran las circunstancias. Dicho en otros términos, a lo largo de todos esos siglos no existió verdadera “ética médica”, si por ella se entiende la moral autónoma de los médicos y los enfermos; existió otra cosa, en principio heterónoma, que podemos denominar “ética de la medicina”. Esto explica por qué los médicos no han sido por lo general componentes en cuestiones de “ética”, quedando reducida su actividad al ámbito de la “ascética” (cómo formar al buen médico o al médico virtuoso) y de “etiqueta” (qué normas de corrección y urbanidad deben presidir el ejercicio de la medicina). La historia de la llamada ética médica es buena prueba de ello. El panorama actual es muy distinto. En una sociedad en que todos sus individuos son, mientras no se demuestre lo contario, agentes morales autónomos, con criterios distintos sobre lo que es bueno y lo que es malo, la relación médica, en tanto que relación interpersonal, puede no ser ya accidentalmente conflictiva, sino esencialmente conflictiva. Pongamos uno de los ejemplos más típico. Un testigo de Jehová sufre un accidente de automóvil y llega a un centro de urgencia afectado de un grave shock hipovolémico. A la vista de ello, el médico de urgencia decide, desde un criterio de moralidad tan coherente y de tanta raigambre en la profesión médica como es el de beneficencia, practicarle una transfusión sanguínea. La esposa del paciente, que se halla al lado de este, advierte que su marido es testigo de Jehová y ha dicho reiteradas veces que no desea recibir sangre de otras personas, aunque peligre su vida. Al manifestar su opinión, la mujer del paciente está pidiendo que se respete el criterio de moralidad de éste, lo comparta o no el médico. Frente al criterio moral de beneficencia, que esgrime el médico, la mujer de nuestro ejemplo defiende la autonomía, según el cual todo ser humano es, mientras no se demuestre lo contario, agente moral autónomo y responsable absoluto de sus acciones. He aquí pues, como la relación médica más simple, aquella que se establece entre un médico y un enfermo, se ha convertido en autónoma, plural, secularizada y conflictiva. El conflicto sube de grado si se tiene en cuenta que en la relación sanitaria pueden intervenir, además del médico y el paciente, la enfermera, la dirección del hospital, la seguridad social, la familia, el juez, etc. Todos estos agentes o factores de la relación médico-paciente pueden reducirse a tres, el médico, el enfermo y la sociedad. Cada uno de ellos tiene una significación moral específica. El enfermo actúa guiado por el principio moral de “autonomía”; el médico por el de “beneficencia” y la sociedad por el de “justicia”. Naturalmente, la familia se rige en relación al enfermo por el principio de beneficencia, y en este sentido actúa moralmente de un modo muy parecido al del médico, en tanto que la dirección del hospital, los gestores del seguro de enfermedad y el propio juez, tendrán que mirar sobre todo por la salvaguarda del principio de justicia. Esto demuestra, por lo demás, que en la relación médico-enfermo están siempre presentes estas tres dimensiones, y que es bueno que así sea. Si el médico y la familia se pasaran con armas y bagajes de la beneficencia a la justicia, la relación sanitaria sufriría de modo irremisible, como sucedería también si el enfermo renunciara a actuar como sujeto moral autónomo. Los tres factores son esenciales. Lo cual significa que siempre hayan de resultar, complementarios entre sí, y por lo tanto no conflictivos. La realidad es más bien la opuesta. Nunca es posible respetar completamente la autonomía sin que se sufra la beneficencia, respetar ésta sin que se resienta la justicia, etc. de ahí la necesidad de tener siempre presente los tres principios, ponderando su peso en casa situación concreta. Como diría David Ross, estos tres principios funcionan a modo de 3
  • 5. deberes primarios, que es preciso ponderar en cada situación concreta. Solo entonces se verá cómo pueden articularse entre sí, dando lugar a deberes concretos o efectivos. Así, por ejemplo, a pesar de que todos consideramos necesario respetar escrupulosamente la autonomía de las personas, creemos que en los casos de guerra justa el Estado puede obligar a los individuos a que den su vida (es decir, su autonomía) en favor de los demás. Aquí se ve bien como un deber primario, el de respetar la autonomía de las personas, puede no coincidir con el deber concreto y efectivo, precisamente como consecuencia de la necesidad de respetar otro deber primario, el de justicia, que en este caso concreto parece ser de rango superior. La ética médica ha de hacer lo posible por respetar escrupulosamente y al mismo tiempo la autonomía, la beneficencia y la justicia. Está obligada a hacerlo así, y sin embargo sabe que este objetivo es en la práctica muy difícil, y a veces rigurosamente imposible. Así las cosas, es evidente que la urgencia de los problemas concretos y cotidianos no puedes liberarnos de la exigencia de rigor sino que, al muy contrario, nos obliga a extremar las precauciones y fundamentar del modo más estricto posible los criterios de decisión. Cuando las cuestiones con tan graves que en ella se decide la visa de los individuos y las sociedades, como con frecuencia suceden en medicina, entonces es preciso aguzar la racionalidad al máximo y dedicar todo el tiempo necesario a los problemas de fundamentación. Referencia: Gracias D. La bioética médica. Washington: Organización Panamericana de la Salud, 1990: 3-7. 4
  • 6. INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA ÉTICA La revolución biológica ha otorgado nuevos poderes a la medicina; es posible mantener vivas las células de una persona virtualmente por un tiempo indefinido mediante tejidos, respiradores, marcapasos y nutrimentos artificiales. Pueden implantarse electrodos en el cerebro para evocar movimientos, reprimir impulsos agresivos y aliviar dolor otrora intratable; se ha creado vida humana en el laboratorio, y pronto dicha vida podrá ser llevada hasta el nacimiento. Los problemas médicos que antes solo eran especulaciones futurísticas y entretenidas, ahora son realidades. Hubo un tiempo en que los temas de ética médica eran simples: ¿qué tanto prescribir por teléfono?, ¿Qué tanto dividir los honorarios con las personas que nos refieren pacientes? Estas preguntas siguen siendo importantes y ayudan a definir el papel del médico. Actualmente, sin embargo, la revolución biológica nos ha forzado a enfrentarnos con otros conjuntos de problemas con un nuevo sentido de urgencia, aunque los temas éticos exóticos ocupan la primera plana, los menos dramáticos son aun los más importantes. ¿Cuándo ocultar la verdad a un paciente?, ¿Cuándo violar la confidencia?, ¿Por qué es importante el consentimiento del paciente?, ¿Cómo puede el moribundo ser tratado humanamente? Ahora que el típico medico tratando al típico paciente tiene por lo menos una probabilidad del 50% de beneficiarlo, el riesgo es mayor. Debido a que los errores morales pueden ser literalmente desastres de vida o muerte, la ética médica no puede ser más tiempo considerada como postre en el banquete de la educación médica. Los médicos ya no pueden ser educados como genios técnicos e incapaces morales; aun mas, la ética médica no puede limitarse a la ética de los médicos, no debe dejarse solo al profesional médico. La ética médica, como campo, presenta un problema fundamental. Siendo una rama de la ética aplicada, se vuelve interesante irrelevante solo cuando abandona el contexto efímero de la teoría y de la especulación abstracta, y se enfoca a preguntas prácticas que surgen de los problemas reales y cotidianos de las salud y la enfermedad. Mucho de la ética médica, especialmente dentro de la profesión en sí, se orienta a cuestiones prácticas y a lo que se debe hacer en caso particular. La medicina, más que los negocios y la ley, está orientada a los casos. Aún si aquellos que deben resolver los dilemas éticos en medicina- incluyendo pacientes, familiares, médicos, enfermeras, administradores de hospitales y políticos- tratan cada caso como algo completamente fresco y nuevo, habrán perdido la mejor forma de alcanzar soluciones: comprendiendo los principios de la ética y enfrentando cada situación nueva desde el punto de vista ético sistemático. Debe empezarse por reconocer el hecho de que uno no puede en abstracto hacer ética, especialmente ética médica. En la vida real, los casos de carne y hueso son los que generan las preguntas fundamentales. Para tomar una posición ética sistemática y completa, deben contestarse cinco preguntas. Cada una tiene varias respuestas plausibles, que se han desarrollado en cerca de dos mil años de pensamiento occidental. Para decisiones cotidianas no es indispensable contrastarlas todas, de hecho, el hacerlo lo paralizaría al decisor, sea lego o profesional. La mayoría de las decisiones médicas son ordinarias, como por ejemplo seleccionar entre aspirina y no dar medicamentos para una jaqueca, escoger entre cura abierta o cerrada para una herida, y no siempre demanda un análisis ético completo. Otras decisiones, como en el caso de una cirugía urgente, no son tan ordinarias, pero la solución moral es tan obvia, que en un momento de crisis las alternativas palidecen en contraste con los requerimientos inmediatos de una acción rápida. Todavía, tanto en situaciones ordinarias como de urgencia, sólo es posible actuar sin estar inmovilizando por problemas de valores o de otra índole, debido a que disponemos de reglas o guías generales que han surgido de la reflexión y de la experiencia. Si el dilema ético es suficientemente serio, será necesario enfrentarlo – por lo menos de manera implícita- con las cinco preguntas fundamentales. 5
  • 7. ¿QUÉ ES LO QUE HACE CORRECTO A UN ACTO CORRECTO? El significado de los términos “correcto o equivocado” debe entenderse por lo menos en el punto en que se reconozca la presencia sutil y permeada de juicios de valor ético o de otro tipo. El lenguaje evaluativo es más frecuente de lo que se piensa en medicina y biología. Es lógicamente imposible elegir entre varios cursos de acción- escoger un enfoque médico sobre otro- sin apelar, por lo menos de manera implícita, al algún conjunto de valores. De esta manera, cualquier decisión médica – no importa qué tan trivial – requiere evaluación. La clave está en aprender a distinguir el lenguaje evaluativo cuando ocurre. Tales palabras incluyen: tener que, deber, preferir, desear y otros verbos relacionados. También incluye caracterizaciones como: preferible, deseable bueno y malo, al igual que correcto o equivocado. También es necesario diferenciar una evaluación moral de una que no lo es. Esto puede ser más difícil puesto que frecuentemente esta separación no surge del propio lenguaje. Decir que el aborto antes de las 24 semanas de gestación es correcto puede corresponder a una inmoralidad o una legalidad. Decir que la morfina es deseable puede ser que su uso sea moral o que produce el placer y es posiblemente inmoral. La tarea principal es discernir la dimensión de los valores y separarlos de otros hechos fisiológicos o psicológicos. Una pregunta relacionada es ¿Quién debe de decidir? Si lo correcto es cuestión de gusto personal, parece razonable que el decisor sea distinto de si se trata de un asunto de conocimiento científico o de aprobación divino. Habiendo aprendido la diferencia entre las dimensiones actuales y evaluativas de un caso de ética médica, nos encontramos constantemente con el problema de quién debe de decidir, esto es, donde debe de recibir el locus de la toma de decisiones. Los avances tecnológicos en biología y medicina nos han mistificado tanto, que frecuentemente asumimos que el propio decisor es el único que conoce mejor los hechos médicos. Esto puede ser verdad si no hay desacuerdo entre los valores, pero no es lo frecuente. La selección entre diferentes decisiones depende, por lo menos en parte, de lo que significa el término ético, o más genéricamente de lo que hace correcto un acto correcto. Se han ofrecido algunas respuestas. Una, refleja el cinismo de una persona que reconoce que distintas sociedades parecen alcanzar diferentes conclusiones acerca de si un determinado acto es correcto o erróneo. En esta perspectiva, decir que un acto es correcto, es decir que está de acuerdo con los valores con los valores de quien habla por la sociedad o simplemente que es aprobado por ellos. Algunas sociedades practican y aprueban el infanticidio, mientras que otras lo consideran junto con el aborto, una de las más grandes ofensas morales. Esta posición, llamada relativismo social, explica lo correcto o incorrecto en la base de si el acto encaja o no con las costumbres y usos sociales. El problema con este punto de vista es que parece sensato decir que un acto puede ser incorrecto aun a pesar de ser aprobado por la sociedad. Una segunda respuesta a la pregunta, intenta corregir este problema. De acuerdo con esta postura, decir que un acto correcto significa que es aprobado por la propia persona. Esta posición llamada relativismo personal, reduce el significado ético a las preferencias personales. Sin embargo, también crea problemas, porque el comportamiento visto inmoral por unos, es aprobado por otros. El control natal, la eutanasia y la investigación con niños para el beneficio de otros, son algunos ejemplos médicos. Pero tales diferencias en los juicios pueden tener una explicación distinta de la que sustenta que los términos éticos se refieren a las preferencias de las personas. Los que aprueban los experimentos en niños, pueden creer que hay una esperanza razonable para que dicho experimento le salve al niño su propia vida, mientras que los críticos pueden ver esto simplemente como beneficio a otros. El que apoya la eutanasia es un caso particular, puede creer que la persona moribunda sufre intensos dolores, mientras que el oponente puede pensar que esa persona solo presenta contracciones musculares reflejas y que no sufre. Este tipo de desacuerdo factual fue un tema en la interpretación de los movimientos musculares en respuesta a estímulos externos en el caso de Karen Quinlan, en el cual los padres pedían suspender tratamientos extraordinarios en una mujer en coma irreversible. Señalar que dos personas están en desacuerdo moral, simplemente porque el acto es juzgado como bueno por una y equivocado por otra, requiere 6
  • 8. probar que ambos ven los hechos en la misma forma. Las diferencias de circunstancias o creencias acerca de los hechos, puede ser causa fácil de muchos conflictos morales. La comprensión de los términos éticos o relativistas personales o sociales, parece crear conflicto con la noción exacta de llamarle a un acto correcto o equivocado. Ciertamente, estos relativismos minimizan la disputa ética. En este caso, el único propósito del debate es intercambiar las preferencias personales o sociales, o clasificar las creencias sobre los hechos. Ambas posiciones son potencialmente conservadoras. La batalla ética del comportamiento inmoral, es débil y poco importante si lo correcto o incorrecto significa solamente expresiones de gustos; no hay razones suficientes para cambiar el comportamiento propio solo para conciliar intereses sociales o de otras personas. En contraste con los relativismos personales y sociales, hay otro grupo más universal de respuestas. Estas posiciones, en conjunto llamadas universalismo, sostienen en principio, que los actos llamados moralmente buenos o malos, son buenos o son malos independientemente de los prejuicios morales sociales. Ciertamente algunas decisiones involucran meramente gustos personales: los sabores de los helados, la longitud del pelo que varía con el tiempo y lugar de la persona, pero estos son cuestiones de preferencias y no de moral. Nadie considera que la elección de vainilla es moralmente buena y la de chocolate moralmente equivocada. Pero otras evoluciones rebasan los estándares de gustos personales o sociales, hacia un patrón de referencia más universal. Cuando estos se refieren a actos o a rasgos de carácter –opuestos a digamos, pintura o música- entonces se consideran evaluaciones morales. Cuando se asume que existe un estándar universal, parece más sensato disputar que tanto un acto es bueno o malo. La naturaleza del estándar universal es discutida aun entre los universalistas o absolutistas. Para los teológicamente orientados, puede ser un estándar divino. De acuerdo con esta postura, decir que la estimulación eléctrica del cerebro para el dolor intratable es correcta, es decir que Dios la aprueba. A esta posición se le denomina absolutismo teológico. Aun entre los universales, otro punto de vista toma la observación empírica como modelo. El estándar en este caso, es la naturaleza o realidad externa. El problema de si un acto es correcto o incorrecto, radica en conocer cuál es su naturaleza. El absolutismo empírico, como se le llama, ve el problema, en forma análoga al conocimiento de hechos científicos. Como en las ciencias empíricas, la ética requiere que la gente observe y registre sus percepciones; solo que en la ética se observan y registran las percepciones de correcto o incorrecto con requerimientos morales. Como en las ciencias empíricas, también se usan dispositivos para evitar errores de observación, pero tampoco se tiene la certeza de que los sentidos no engañan. Algunos observadores pueden diferir en lo que perciben con su “sentido moral”, pero los problemas son estructuralmente similares. Mientras que los astrónomos tratan de discernir la naturaleza real del universo y los químicos la de los átomos, la ética trata de discernir lo correcto e incorrecto según el orden natural, puesto que como en la ley de la gravedad de los físicos, se piensa que las leyes morales están inexplicablemente enraizadas en la naturaleza. Otra forma de universalismo o absolutismo rechaza los modelos teológico y empírico. Supone que lo correcto o equivocado no son empíricamente conocibles, pero son propiedades no naturales conocidas solo por intuición (intuicionismo o no naturalismo). Aunque para ellos los correcto o incorrecto no se conoce empíricamente, sigue siendo universal. Todas las personas tendrían en principio, las mismas instituciones sobre un acto en particular, suponiendo que intuyen apropiadamente. Hay más respuestas, el llamado no cognoscitivismo, emotivismo o prescriptivismo, popular a mediados del siglo XX, ve las expresiones éticas como sentimientos claros sobre un acto particular. 7
  • 9. Por último, sin embargo, si una disputa ética sobre un caso es suficientemente seria y no puede resolverse a ningún otro nivel, debe enfrentarse. Si uno dice que es malo decir la verdad a un moribundo porque le produce ansiedad, y otro dice que es bueno o correcto porque el consentimiento de un tratamiento es un imperativo moral, debe encontrarse un cambio para adjudicar la disputa entre los dos principios. Entonces, debe uno preguntarse qué es lo que hace que un acto sea correcto y como puede resolverse el conflicto. ¿PARA QUIÉN ES EL DEBER MORAL? Especialmente en medicina esta pregunta es crucial. El problema es de lealtad. El deber del médico ha sido tradicionalmente hacer lo que consideran que beneficiara al paciente. Muy relacionado está el problema de cómo el medico resolverá un conflicto entre dos sujetos cuando ambos necesitan el cuidado. El problema no es solo del médico. Los padres con un niño que requiere trato especial deben decidir entre distribuir tiempo y recursos iguales para todos sus hijos, o preferencialmente para el que requiere cuidado especial. Los gobiernos deben decidir sobre un deber especial para con su pueblo excluyendo a los extranjeros. Todos deben decidir si los niños de generaciones futuras deben ser tomados en consideración para decidir sobre planeación familiar, niveles de radiación o ingeniería genética. El mismo problema de lealtad surge al evaluar el estado del feto o el del enfermo terminal comatoso: ¿Podemos incluirlos entre las criaturas con equipamiento genético humano, excluirlos de la esfera de lo moralmente significativo o comprometerse sin la posición de que tienen algunos derechos morales, pero no los de otros seres humanos? ¿QUÉ TIPO DE ACTOS SON CORRECTOS? A esto se le llama el problema de la ética normativa. Cuestiona si existen algunos principios o normas generales que describan las características que hacen a las acciones correctas o equivocadas. ¿Qué clase de actos son apropiados por Dios, las personas o la sociedad? ¿Qué tipo de actos están de acuerdo con la naturaleza o se intuye que son correctos? La ética normativa occidental está dominada por dos escuelas de pensamiento. Una, mira a la consecuencia de los actos, la otra, a lo que se toma como inherentemente correcto o incorrecto. La primera señal que los actos son correctos en la medida que producen buenas consecuencias, e incorrectos si las producen malas. Los términos evaluativos en esta postura, llamada utilitarismo o consecuencialismo son: bueno y malo. Esta es la posición defendida por John Stuart Mill, Epicuro, Santo Tomas de Aquino y la economía capitalista. Santo Tomas, por ejemplo, argumenta que el primer principio de la ley natural es que “debe promoverse y hacerse el bien y evitarse el mal”. Puesto que Santo Tomás sostiene como centro de la iglesia católica romana la tradición de la “ley natural”, señala que este pensamiento no es opuesto o incompatible con el consciencialismo. El utilitarismo clásico determina la clase de actos que son correctos por sustracción de las consecuencias buenas menos las malas para cada persona y luego las suma para encontrar el bien total neto. Se toma también en cuenta la certeza y duración de los beneficios. Aunque en teoría la formula utilitaria tiene la ventaja de la simplicidad (de hecho, determinar los daños y beneficios es extraordinariamente difícil, si no imposible), tiene algunos problemas reales. Considera indiferente para quien es el beneficio o el daño, aunque reconoce que el mismo factor – sea dinero, tratamiento médico o cuidado de enfermería – puede no ser igualmente benéfico para todos. 8
  • 10. Normalmente, aquellos que tienen menos se beneficiaran más con la misma cantidad de dinero; aquellos que están más enfermos – hasta cierto límite – se piensa que se beneficiaran más con la atención médica. Pero no siempre es este el caso, de acuerdo con esta posición, si el dinero gastado en una persona rica puede producir mayor efecto que la misma cantidad en un pobre, la utilidad se maximizaría. Entonces, si el beneficio total neto de tratar a una persona relativamente sana pero poderosa, se piensa que es mayor que el de tratar a un enfermo receptor de seguro médico, el primero debe recibir el tratamiento sin ningún debate ético. La ética médica tradicional, orientada a beneficiar a los pacientes, combina la respuesta utilitaria a la pregunta ¿Qué tipo de actos son correctos? Con la contestación específica a la segunda cuestión de ¿a quién se debe el deber moral? La lealtad es hacia el paciente y el objetivo es hacer lo que más le beneficie. Esta ética es entonces, una clase especial de utilitarismo, evitando muchos de los problemas de su forma clásica. Un experimento que daña severamente a un pequeño número de niños, pero que beneficia a muchos, es moralmente aceptable de acuerdo con el utilitarismo clásico; otro experimento que dañe poco pero que no es bueno para un adulto hospitalizado, aunque produzca un gran beneficio a la sociedad, es inmoral de acuerdo con la interpretación estricta de la ética centrada en el beneficio del paciente. En contra de estas posiciones que están orientadas a las consecuencias, el otro grupo importante de respuestas asevera que lo correcto o incorrecto inherente al acto mismo, independientemente de las consecuencias. Esta postura, colectivamente conocida como formalismo o deontología, sostiene que las características de lo correcto o incorrecto pueden ser independientes de las consecuencias. Kant defendió tenazmente esta postura. También aparece en la ley hebrea, doctrina que sostiene que el hombre está equipado con ciertos derechos inalienables y que se requiere del consentimiento informado del paciente, para promover la autodeterminación, aunque este consentimiento no siempre promueva las mejores consecuencias. Distintos formalistas tienen diferentes listas de caracterizas o principios éticos que piensan que son moralmente importantes independientemente de las consecuencias. Otra posición tradicional de la ética, se desvía aún más del utilitarismo clásico. El principio de “Primum Non Nocere”, esta generalmente limitado al paciente, como el principio hipocrático de beneficencia, pero da un peso especial a la evasión del daño, por encima y más allá, del peso dado a los bienes que puedan producirse. El principio ético dominante en el cuidado de la salud es el de justicia. Tomada en el sentido de la distribución de beneficios y daños, la justicia es apoyada por muchos como una característica que hace bueno un acto aun su las consecuencias no son mejores. El problema es el de si las consecuencias no son mejores. El problema es el de si es moramente preferible tener un beneficio total neto en la sociedad aunque no esté equitativamente distribuido, o lograr un beneficio total un poco más bajo, pero mejor distribuido. Puesto en términos de salud, la cuestión es si es preferible tener mejores indicadores de salud, tales como la esperanza de vida al nacer, aun si esto significa una atención médica discriminatoria como excluir al pobre y crómicamente enfermo, o aceptar peores indicadores pero con una distribución de la atención medica más pareja. Por supuesto, los indicadores pueden mejorar aun si la atención se concentra en los pobres y crónicos. Si es así, quedaran satisfechos los principios tanto de utilidad como de justicia. El utilitariano puede ser muy sofisticado al tomar en cuenta la distribución. Argumentando que los beneficios netos tienden a ser mayores cuando los beneficios se distribuyen más uniformemente (por reducción de los beneficios marginal). Independientemente, reclama que la única razón para distribuir los bienes – tales como el cuidado de la salud- en forma uniforme, es maximizar el bien total. Los formalistas que sostienen que la justica es una característica que hace que un acto sea bueno independientemente de su utilidad, no requieren un cálculo preciso de beneficios y daños antes de concluir que la distribución dispareja de bienes esta en principio “prima facie” equivocada, lo que significa, erróneo en relación a la justicia. 9
  • 11. Otra de las características que los formalistas creen que hace que un acto sea bueno, independientemente de las consecuencias, es el deber de cumplir promesas y contratos (fidelidad). Kant y otros han sostenido que al balancearlo, puede ser correcto por otras consideraciones prevalentes. Los utilitarianos sostienen que romper una promesa, puede tener frecuentemente malas consecuencias. Si se volviera una práctica común, el acto de prometer sería inútil. Los formalistas, aunque aceptan este peligro, argumentan que hay algo básicamente equivocado en el romper una promesa, y que con solo saberlo, no se necesita mirar a las consecuencias. Los formalistas pueden, junto con los utilitarianos, aceptar que mirar a las consecuencias puede revelar aún más razones para oponerse a romper promesas, pero que no es necesario saberlo, porque el romper una promesa es “prima facie” equivocado. La relación médico-paciente es esencialmente un contrato. Tiene promesas implícitas y frecuentemente explicitas. Podría ser probablemente mejor, que hubiese más elementos explícitos. Una de estas promesas es que la información proporcionada es confidencial y que no podrá ser comunicada a otros sin la autorización del paciente. El principio de confidencialidad en la ética médica, es realmente una especificación del principio de guardar promesas de la ética general. Otro principio que muchos formalistas sostienen independientemente de las consecuencias, es el de veracidad. Como con otros principios, los utilitarios argumentan que es un principio operacional para garantizar el máximo beneficio. Cuando el decir la verdad hace más mal que bien, de acuerdo con los utilitarios, no obliga decirla. Los médicos que sostienen que el principio ético de que el deber del médico es el de beneficiar a los pacientes, apoyan agresivamente esta posición. Para ellos, el decir su condición a un paciente terminal puede ser cruel y por lo tanto erróneo. En contraste, para uno que sostiene la veracidad como un principio ético correcto por sí mismo, el problema de qué decirle al paciente es mucho más complejo. Hay otros principios en la lista de los formalistas tales como el de gratitud, la reparación del daño y el automejoramiento. La ética normativa que cuestiona la clase de actos que son correctos, se enfoca primariamente en los principios de utilidad máxima, evasión del daño, preservación de la justicia, mantenimiento de las promesas y veracidad. La respuesta no requiere ser una cosa o la otra, una postura conocida como formalismo mixto sostiene que tanto las consecuencias como las características propias del acto son relevantes para decidir cuál es correcto. En efecto, adicionan en su lista la producción de buenos efectos. Cualquier formalista, incluyendo los mixtos, debe tener algún método para resolver los conflictos entre principios. Uno es su ordenamiento jerárquico, del más al menos importante, de tal forma que el primero tiene prioridad. Para los que pregonan que es imposible jerarquizar los principios, otro método consiste en balancearlos por confrontación cuando entran en conflicto en un caso específico. Esto requiere un sistema intuitivo de ponderación y es frecuentemente insatisfactorio cuando no se pueden sopesar en forma precisa. El problema, sin embargo, no es diferente del de los utilitarianos que requieren de asignar un peso específico a los diferentes beneficios que se prevén de distintos cursos de acción, aun cuando estos bienes nos son cualitativamente iguales. Utilitarios, formalistas y mixtos tienen el problema de resolver reclamos éticos conflictivos, a menos que reconozcan un solo principio ético o un solo tipo de bien como moralmente relevante. Esto casi siempre se encuentra imposible. 10
  • 12. ¿CÓMO SE APLICAN LAS REGLAS EN UNA SITUACIÓN ESPECÍFICA? Esta pregunta se sustenta en el hecho de que cada caso que genera un problema ético, es de alguna manera, una situación única. Los principios éticos de BENEFICENCIA, NO MALEFICENCIA, JUSTICIA, FIDELIDAD Y VERACIDAD son extremadamente generales. Son un pequeño conjunto de todas las características generales que hacen que un acto sea correcto y su aplicación a un caso específico requiere de un gran soporte. Como puente al caso en particular, pueden usarse un conjunto de reglas intermedias más específicas. Los Diez Mandamientos son un ejemplo, al igual que las reglas para obtener el consentimiento informado, para evitar el aborto después de las 24 semanas de gestación y obtener dos firmas médicas antes de realizar un internamiento psiquiátrico. Estas reglas intermedias, probablemente causan más problemas en la ética que cualquier otro componente de la teoría. Al mismo tiempo, son probablemente más útiles como guías cotidianas que cualquier otra cosa. El problema surge en parte por malentendidos sobre la naturaleza y función de estas reglas. Sólo pueden tener dos funciones: a) Pueden ser conclusiones sumarias conductoras, que tendemos a alcanzar en problemas morales de cierta clase. Por ejemplo, la regla para obtener el consentimiento informado, simplemente es un señalamiento rápido de la conclusión de que las cosas van mejor desde el punto de vista moral si se solicita. Algunos códigos de experimentación en humanos explícitamente declaran que el consentimiento informado puede omitirse, o simplemente obtenerse en forma verbal, si en el caso particular parece más apropiado. Algunas veces se prescriben procedimientos especiales para desviarse de las reglas, como cuando se pide la opinión de otro médico para evitar el consentimiento informado. Cundo las reglas tienen esta función de sumarizar la experiencia de situaciones similares, se les conoce como reglas de dedo, reglas guía o reglas de resumen. b) En contraste, las reglas pueden funcionar para especificar la conducta que se requiere, independientemente del juicio personal, para una situación particular. Las reglas contra el aborto de un feto viable o contra el matar a un paciente moribundo, son mucho más estrictas que los simples resúmenes de experiencias pasadas. Estas reglas más restrictivas se tienen apegadas a características de buen juicio moral, de manera que sólo pueden ser violadas con gran alarma, si es que se violan alguna vez. A este tipo de reglas se les llama reglas de práctica. El conflicto entre los que toman las reglas más seriamente y los que consideran que la situación es la determinante más crítica de la rectitud moral, ha sido una de las mayores controversias a partir de la segunda mitad del presente siglo. Se le denomina en ocasiones la situación del debate de reglas. En un extremo se encuentra el rigorista que insiste que las reglas nunca deben violarse, y por otro está el situacionalista que demanda que las reglas nunca se apliquen porque cada situación es diferente y única. Probablemente ambos extremos conduzcan al absurdo. El rigorista se inmoviliza cuando dos reglas entran en conflicto y al situacionalista le ocurre cuando trata cada caso como completamente nuevo, sin ayuda de la experiencia de otras instancias idénticas o por lo menos similares. La ética médica tiene un problema crítico con el debate de reglas, porque la medicina tiende a ser una actividad altamente individualizada; los médicos están en un extremo de la sociedad, queriendo tratar cada caso como único y encuentran inapropiadas las reglas para resolver los dilemas éticos. En el otro extremo están las personas involucradas con la ética médica – los abogados, los sacerdotes y los propios pacientes – quienes las encuentran más útiles y que han aprendido de sus grupos familiares, ocupacionales y religiosos que las reglas pueden ser 11
  • 13. terriblemente importantes. Si esto es así, hay conflicto en los casos problemáticos sobre los cuales pueden aplicarse las reglas. Puede parecer tonto aplicar rígidamente las reglas cuando cada caso tiene obviamente aspectos peculiares. Más allá de la razón de eficiencia, el argumento primario para el uso de las normas deriva de la naturaleza del hombre y de sus habilidades para el razonamiento moral. Si el hombre es un ser limitado y falible, puede cometer errores serios al determinar en fresco en cada caso lo que es moralmente requerido. Las reglas, si es que tienen algún propósito, reflejan una larga tradición de experiencia humana con problemas morales algunas veces difíciles. Considere la regla de que alguno debe hacer alto al observar la luz roja y proceder cuando no haya vehículos. Si el hombre fuera perfecto en su capacidad para evaluar una circunstancia, la segunda, una alternativa más situacional podría ser preferible. Pero como el hombre no es perfecto se opta por la regla. Porque a la larga produce los mejores resultados, aun pensando que en ciertos casos seria poco productiva. Un argumento similar puede elaborarse sobre la regla del consentimiento informado. Como alternativa, los médicos pueden solicitarlo para la investigación solo cuando se piense que es necesario. Puesto que hay grandes diferencias de opinión acerca de cuándo debe pedirse y debe existir la posibilidad de que el médico no siempre juzgue correctamente, la sociedad opta por la regla. Que tanto es una regla estricta de práctica o una regla de dedo que puede ser evitada por una buena razón, es aun controversia importante en la ética médica. Otro componente moral opera más o menos al mismo nivel que las reglas. Los derechos morales son aquellas cosas que se piensa que tienen una demanda moral justa. El reclamo de los derechos frecuentemente tiene un eslogan de calidad: derecho a la vida, al cuidado de la salud, a rechazar tratamientos, a determinar el tamaño de la propia familia. Son demandas del dominio de la liberta de acción. Implican, pero normalmente no especifican, un deber correlativo de parte de alguien más. Están, por lo tanto, cercanamente relacionadas con las reglas morales, las cuales se generan en nombre de la protección de algún derecho. Son similares a las reglas en su nivel de especificad, y como ellas. Frecuentemente entran en conflicto con otros. Es necesario separar los asuntos de debate de regla, de aquellos contenidos en la pregunta de ¿Qué hace que un acto sea correcto? Los términos universalismo o absolutismo se refieren a una respuesta a la primera pregunta, que hay un estándar universal de referencia que es la base para determinar qué acto es correcto. La postura de “Ley natural”, que sostiene que las características de corrección están basadas en la naturaleza, en un tipo de universalismo o absolutismo. Esta posición es frecuentemente confundida con el legalismo, el cual es una respuesta a la pregunta cómo aplicar las reglas en una situación específica. Ambos son independientes y no deben confundirse. Es perfectamente lógico ser un universalista en el sentido de creer que existe una respuesta correcta aun problema moral en particular, y aun ser un situacionalista en el sentido de creer que existe una respuesta correcta a un problema moral en particular, a aun ser un situacionalista en el sentido de creer que cada caso es único, y que por lo tanto, no pueden aplicarse reglas. Es lógicamente consistente sostener que el caso es único y que existe una respuesta correcta, sea en la naturaleza de las cosas, en el juicio Divino o en las propiedades morales. También es lógico sostener la posición legalista del debate situacional, y rechazar completamente la posición de que en principio haya un solo curso moral correcto. Esta será la posición de un relativista moral en una sociedad totalitaria. Él puede mantener que para que “X” sea correcto, debe ser aprobado por su sociedad, y también creer que “su sociedad” sostiene un conjunto de reglas que nunca deben ser violadas. Los hechos son atractivos de las reglas – su rigidez e insensibilidad a situaciones particulares – son frecuentemente opuestos, argumentando que lo correcto o incorrecto son simplemente cuestiones de gusto personal o social. En esto se incurre en confusión; puede ser que el situacionalismo sea preferible a las reglas y también que los términos morales se refieran solo a gustos personales o sociales pero los dos problemas son distintos. Por el contrario, puede ser que las normas sean importantes, sobre todo para proteger a aquellos que son relativamente débiles y poseen valores diferentes a los que son poderosos, como ocurre en la relación médica. También puede ser que el 12
  • 14. universalismos este mas de acuerdo con nuestra comprensión del significado de los requerimientos morales, y haga más plausible la intervención para promover la justicia moral. Si ambas son ciertas, si las reglas son importantes y el universalismo esta más de acuerdo con nuestra comprensión del significado del requerimiento moral, son verdaderamente independientes. El debate de las reglas no conduce por sí mismo a la agrupación de casos especiales. ¿QUÉ DEBE HACERSE EN LOS CASOS ESPECÍFICOS? Después de determinar que hace que un acto sea correcto, hacia quien es el deber moral, que clase de actos son correctos y como se aplican las reglas a casos específicos, aún queda un gran número de casos particulares que forman el gran volumen de los problemas en ética médica. La medicina, siendo particularmente orientada por problemas, es dada a organizar los éticos alrededor de un tipo específico de casos. La respuesta a la pregunta requiere la integración de las cuatro cuestiones previas si se debe hacer un análisis exhaustivo: la primera línea de defensa moral será probablemente un conjunto de reglas o derechos morales que se piensa que pueden ser aplicados al caso. En el aborto, el derecho al control del propio cuerpo y al ejercicio médico que parece apropiado, se oponen al derecho de la vida. En la experimentación con humanos son pertinentes las reglas sobre el consentimiento informado. La asignación de hemodiálisis tiene sus propias reglas y guías. Acera de los moribundos, las reglas de la eutanasia se oponen a las del derecho a perseguir la felicidad; y el derecho a rechazar un tratamiento médico esta en conflicto con la regla de que el medico puede hacer todo lo posible para preservar la vida. En muchos casos, el conflicto escala desde el tema de las reglas morales. Hasta el nivel más alto y abstracto de los principios éticos. Debe determinarse por ejemplo, cuando el consentimiento informado de diseña para maximizar los beneficios del sujeto o para facilitar la autodeterminación. Debe también explorarse que tanto daño al paciente justifica el ocultamiento de la información, o que tanto el principio formalista de veracidad justifica el darla. El problema de que debe hacerse en casos específicos también requiere de una gran cantidad de información que no es del orden moral, de un número considerable de datos empíricos. Los hechos de valores biológicos o psicológicos relevantes se han producido alrededor de problemas éticos particulares. La capacidad predictiva de un electroencefalograma plano puede ser importante para la definición de la muerte; los hechos legales son prioritarios en el rechazo de los tratamientos; las creencias filosóficas y religiosas básicas del paciente pueden ser críticas para la solución de algunos casos. Es imposible presentar todos los datos importantes del tipo médico, genético, legal y psicológico que son necesarios para un análisis completo de cada caso, pero es posible presentar los que son principales para su comprensión. Referencia: Veatch RM. Case Studies in medical ethics. Massachusetts: Harvard University Press, 1977. Traducción del prefacio y del capítulo introductorio. 13
  • 15. AUTONOMÍA Según su etimología griega, autonomía significa la facultad para gobernarse a sí mismo. En el lenguaje contemporáneo se ha interpretado de varias formas: como un derecho moral y legal, como un deber, un concepto y un principio. Se definirá para nuestros propósitos como la capacidad de autogobierno, una cualidad de los seres racionales que les permite elegir y actuar de forma razonada, sobre una base de apreciación personal de las futuras posibilidades evaluadas en función de sus propios sistemas de valores. Desde este punto de vista, la autonomía es una capacidad que emana la característica de los seres humanos para pensar, sentir y emitir juicios sobre lo que consideran bueno: La existencia universal de esta capacidad no garantiza que pueda usarse de algún modo. Existen restricciones internas y externas que pueden impedir las decisiones y acciones autónomas. Las primeras incluyen lesiones o disfunciones cerebrales causadas por trastornos metabólicos, drogas, traumatismos o falta de falta de lucidez mental originada en la infancia o la niñez, retraso mental o psicosis, neurosis obsesivo-compulsivas, etc. En estos casos el sustrato fisiológico necesario para poder usar la capacidad de autonomía está afectado, algunas veces de forma reversible. Es posible que, aunque no exista un impedimento interno para el ejercicio de la autonomía, su uso se vea obstaculizado por hechos externos como la coerción, el engaño físico o emocional o la privación de información indispensable. El autónomo es un acto sin restricciones internas ni externas, con tanta información como exige el caso y acorde con la evaluación hecha por la persona en el momento de tomar la decisión. La existencia de la capacidad de autogobierno esta tan profundamente arraigada en lo que significa ser un ser humano, que constituye un derecho moral que genera en otros el deber de respeto. Este derecho se expresa como el principio de autonomía, es decir, como un modo de actuar en las relaciones con los demás que permite a la persona ejercer su capacidad de autonomía (y, por ende, su derecho moral) tanto como lo permiten las circunstancias. Por fundamental que parezca, el derecho moral del paciente al respeto de su autonomía no es absoluto. Cuando ese derecho entra en conflicto con el de la integridad de otras personas surgen varias limitaciones. Una es el derecho del médico, como persona, a su propia autonomía; el paciente no puede violar la integridad del médico. Si el medico se opone por razones morales , por ejemplo, el aborto, la eutanasia, al cese o a la negación de la alimentación con sólidos o líquidos o a la inseminación artificial, no se puede esperar que respete la autonomía del paciente y reprima su propia integridad. Tanto el medico como el paciente, están obligados a respetar la integridad de la otra persona, y ninguno puede imponer sus valores al otro. Tal vez sea necesario retirarse respetuosamente de la relación para que el médico o el paciente eviten cooperar en actos que podrían comprometer su propia integridad moral. Otra limitación relativa se produce cuando la acción podría causar daños graves, definibles y directos a la persona. Un ejemplo es el caso de un paciente infectado con el virus de la inmunodeficiencia humana que se opone a que ese hecho se revele a si cónyuge o compañero sexual. En este caso el medico no puede retirarse; tiene la obligación, por justicia, de decírselo a la persona en riesgo, después de ofrecerle al paciente la oportunidad de revelárselo. Se debe oponer resistencia a la decisión autónoma de un sustituto idóneo, si existen pruebas convincentes de la existencia de algún conflict0 de interés que pudiera conducir a un tratamiento excesivo o insuficiente de un niño pequeño o de un adulto que ha perdido el uso de sus facultades. La principal obligación del médico es preservar la integridad personal de sus pacientes. En estas circunstancias el medico no puede retirarse, sino utilizar las medidas disponibles en una sociedad democrática para proteger los intereses del paciente. Esta protección puede significar la referencia del caso a un comité de ética, el nombramiento de un protector legal o la intervención de los tribunales en casos de emergencia para licitar la autonomía de los sustituto, cuando el resultado es dudoso y cuando, es ausencia de instrucciones específicas, el medico se ve obligado a obrar de acuerdo con los intereses médicos del paciente, al menos hasta que se conozcan claramente los deseos de este último. Por otro lado, basándose en la fortaleza moral que le confiere su propio derecho a la autonomía, el paciente puede renunciar a ella. Referencia: Pellegrino ED. La relación entre la autonomía y la integridad de la ética médica. En: Bioética, Temas y perspectivas. Washington: Organización panamericana de la salud 1990: 8-17. 14
  • 16. LAS PREFERENCIAS DEL PACIENTE Las preferencias del paciente integran el núcleo moral y legal de la relación médico- paciente; en la mayor parte de los casos, esta relación no puede iniciarse o someterse sin la aceptación de este último. Aunque el paciente puede necesitar la asistencia médica, es importante para los médicos recordar que el paciente, no el medico tiene la autoridad primaria moral y legal, para establecer dicha relación. Los pacientes, no los médicos, tienen la autoridad legal, para terminar la relación. Los médicos que terminan una relación con un paciente que aún necesita ayuda, tienen la obligación moral y legal de decírselo con anticipación y aun ayudarle a encontrar otro médico. El respeto por las preferencias del paciente es esencial para el desarrollo de una alianza terapéutica madura. Aunque los pacientes tienen la autoridad moral y legal, los médicos tienen un enorme poder en estas relaciones. Pueden moldear el curso y las dimensiones morales del cuidado médico mediante su dominancia psicológica, su conocimiento especializado y su habilidad técnica. El poder del médico puede si se usa mal, acabar con la relación terapéutica y destruir la frágil autonomía del paciente. No todos los pacientes son igualmente afectados por la enfermedad, pero todos son potencialmente vulnerables a un nivel bajo de funcionamiento e interacción consiente. Por lo tanto, los médicos deben ser particularmente sensibles a la psicodinámica de las preferencias de los pacientes. Referencia: Jonson AR, Siegler M, Winslade WJ. Clinical Ethics, 2nd ed. New York: Mcmillan Publishing Company, 1986: 48-49. 15
  • 17. CONSENTIMIENTO PREVIA INFORMACION Los requerimientos éticos y legales para el consentimiento previa información son (1) información, (2) comprensión y (3) voluntariedad. 1. La información específica que debe proporcionarse al paciente, se relaciona con el propósito del procedimiento, los riesgos y beneficios anticipados, los métodos alternativos y la expectativa de resultados. Nunca debe ocultarse información con el propósito de obtener el consentimiento y a preguntas directas deben de ofrecerse preguntas directas y veraces. Si se trata de un proyecto de investigación que requiere que una información sea ocultada, el sujeto debe de saber que cierta información no le será proporcionada hasta que el proyecto se termine, pero que no sufriera daño alguno. 2. La comprensión de la información es un requerimiento más complejo que lo a simple vista parece por que la capacidad de los sujetos para entender es muy variable y, por lo tanto, el material debe adaptarse a su capacidad. Los profesionales de la salud son los responsables de asegurarse que el sujeto ha comprendido bien, sobre todo si el riesgo es importante. Sí el paciente no es capaz de entender, entonces a una tercera persona habitualmente miembro de su familia directa o una persona indicada por la ley, debe pedírsele que decida en el mejor en interés del paciente. Algunos sostienen que la comprensión de términos médicos difíciles no es posible para una persona ordinaria, pero se ha demostrado que sujetos no familiarizados con los términos médicos, pueden entender y retener explicaciones acerca de los procedimientos médicos si estas se planean bien y se ofrecen en términos simples. 3. La voluntariedad implica que se comprende claramente la situación y que no se ejerce coerción o influencia indebida por parte del médico. Sin embargo, frecuentemente es difícil determinar cuándo termina una persuasión justificada y cuando empieza una influencia indebida. El profesional de la salud que cree que algún tratamiento en particular es mejor para el paciente, debe basarse en su propia convicción, pero también debe explicar al paciente en forma clara en que fundamenta su opinión. La voluntariedad no implica que el paciente se encontrara libre de cualquier presión o persuasión en un momento dado, por ejemplo, una persona con el apéndice inflamado está limitada en su libertad para escoger, pero la voluntariedad no implica que, sobre y más allá de las limitaciones que sugieren de las circunstancias, no se encuentra presente ninguna coerción externa o manipulación moral. Algunos piensan que el consentimiento previa información se requiere solo para proyectos de investigación o procedimientos experimentales. De hecho, es necesario en cualquier acción que pueda afectar la integridad fisiológica, psicológica o moral de una persona. ¿Por qué esto es tan importante? ¿Simplemente ayuda a evitar una mala práctica, o llena una necesidad humana importante? El respeto por las personas, uno de los principios éticos más importantes, se lleva a la práctica a través del consentimiento previa información. El derecho del paciente a ser informado surge de la convicción de que los seres humanos son responsables de sus actos y su destino. Deben ser tratados como iguales y ayudados a que tomen por ellos mismos las decisiones importantes de su vida, cuando esto es posible. Solo de esta forma serán capaces de alcanzar su potencial completo como seres humanos. Aunque los profesionales de la salud ofrecen ayuda al paciente, no adquieren el derecho de tomar decisiones por ellos ni de manipularlos. Referencia: O’Rourke KD, Brodeur D. Medical Ethics: Common Ground for Understending. St Louis: The Catholic Health Association of United States. 1986: 52-53. 16
  • 18. SOBRE EL CONSENTIMIENTO INFORMADO En los últimos años, ha sido objeto de debate la posibilidad de que el paciente influir en las decisiones médicas. Por el momento, no existen pautas que sean consideradas válidas por todos los médicos ni en todos los países. Las opiniones se dividen en dos grandes grupos, dependiendo de los principios éticos fundamentales que regulan no solo la conducta del médico, sino también de la sociedad a la que pertenece. Si se considera que el valor fundamental de la práctica médica es el bienestar del paciente, la participación de éste en la toma de decisiones puede ser secundaria. Si, por el contrario, el respeto al paciente es considerado como el valor ético principal, entonces es posible que en algunas circunstancias él tome decisiones que no propician su bienestar. Para el paciente tome una decisión, es requisito indispensable que actúe de forma autónoma y competente. Sin embargo, existen algunas circunstancias que impiden que sea competente. Sin embargo, existen algunas circunstancias que impiden que sea competente para actuar autónomamente. Tanto autonomía como competencia son conceptos que no deben tratarse como absolutos, sino que deben particularizarse a cada caso. La decisión de un paciente en relación con una intervención médica se basa también en la información que ha recibido; tampoco existe un modelo general para proporcionar esta información. De allí que el significado del consentimiento del paciente a las acciones del médico varía según el caso. No es lo mismo cuando se trata de un procedimiento normal que cuando se incluye al paciente en una investigación clínica. En este último caso, la situación más controvertida es la referente a la asignación aleatoria a un tratamiento en los ensayos clínicos controlados. EL CONCEPTO DE AUTONOMÍA La conducta del médico se rige tanto por sus valores personales como los principios éticos fundamentales del ejercicio de la medicina. Ahora bien, existen dos marcos éticos generales en la práctica médica: en uno, el interés por la autonomía del punto de referencia es el respeto al paciente y al ejercicio de su autonomía. En el primero las acciones se definen como correctas si conducen al bienestar del paciente. Se trata de una ética orientada a los resultados, en la que la autonomía tiene una importancia marginal y el paternalismo sólo es erróneo cuando no se alcanzan los beneficios deseados para el paciente. Es claro que muchas personas prefieren ser tratadas paternalmente y “se ponen en las manos del médico”. Para ellos, el ejercicio de la autonomía es más una fuente de frustración y de ansiedad que de insatisfacción. Por otro lado, en la ética orientada hacia la acción y no hacia los resultados, el punto de referencia son las condiciones en las que se actúa. Así, la autonomía, como condición para la acción, requiere un valor fundamental. Para que una persona pueda hacer uso de su autonomía, debe ser tratada con respeto. Esto significa que debe solicitarse su consentimiento para cualquier maniobra que se vaya a efectuar y evitarse toda coerción, incluso el paternalismo. Sin embargo, algunas personas carecen de las capacidades cognoscitivas y volitivas necesarias para actuar autónomamente; y en el caso de los pacientes, es posible que su estado de salud limite aún más estas capacidades. Cuando la controversia sobre la autonomía se plantea en términos absolutos, es imposible llegar a un consenso. No es posible dictar normas éticas que se apliquen a todos los pacientes en todas las circunstancias. Por lo tanto, hay que considerar que la autonomía no es una condición de todo o nada; más bien existen diversos grados que permiten no ejercerla, total o parcialmente. 17
  • 19. Incapacidad temporal para el ejercicio de la autonomía Si el respeto por la autonomía es fundamental, también lo es tratar de restablecer las capacidades que la hagan posible. Para ello la supervivencia es necesaria pero no suficiente. Todavía es motivo de controversia si la supervivencia sin autonomía es una meta válida en la práctica médica. Por otro lado debe realizarse una intervención terapéutica arriesgada con el fin de restablecer algunas funciones de la autonomía, aun cuando la supervivencia sea más segura si ésta no se realiza. Falta de capacidad para el ejercicio de la autonomía. Esto puede darse sobre todo en el caso de los niños, que es el contexto original del paternalismo. En la práctica médica, las enfermedades prolongadas y debilitantes, físicas o mentales son las que ocasionan diversas limitaciones para la acción autónoma. La evaluación continua es fundamental y, en su caso, tanto los padres como los médicos deberán restringir su conducta paternalista y permitir que sus hijos o pacientes tomen algunas decisiones, dependiendo de su evolución. Perdida permanente de la autonomía En este caso, los médicos y los familiares pueden hacer uso de una noción hipotética de consentimiento: si pudiera, ¿qué decisión tomaría? Si puede darse una respuesta, es posible que el paciente fue, y hacia la autonomía que tuvo. Ausencia total de autonomía En esta circunstancia, la noción de respeto por la autonomía no tiene significado. Aun cuando puede plantearse hipotéticamente una pregunta similar: ¿qué habría hecho? Es pues inevitable que la práctica médica tenga ciertos elementos paternalistas. La pregunta es más bien quien va a ejercer el paternalismo: los familiares o el médico. INFORMACIÓN Y CONSENTIMIENTO La aceptación o el rechazo de una intervención médica es una manifestación particular del ejercicio de la autonomía. El consentimiento de la indicación médica se hace sobre la base de la información que posee el paciente en relación con su enfermedad, pronóstico y opciones de tratamiento. Surge entonces la pregunta de que debe saber el paciente. La respuesta dependerá del marco ético en que se mueva el paciente: si su conducta se rige con el principio de proporcionar al paciente el máximo beneficio, retendrá información si considera que esta provocará angustia, depresión o aun acciones autodestructivas. Por el contrario, si las acciones del médico giran alrededor del respeto por la autonomía del paciente, le proporcionará toda la información necesaria antes de tomar una decisión. La información puede darse al paciente por lo menos en dos contextos: en el estrictamente terapéutico y en el de investigación. Aunque en ocasiones franca con el paciente o a través de un impreso o formulario escrito en el que se solicitará su consentimiento. Esta práctica es muy común, sobre todo en algunos países, pero es evidente que con frecuencia no cumple el objetivo de dar información al paciente. Los pacientes leen y firman estos impresos, pero muchas veces no recuerdan después lo que leyeron, o ni siquiera haberlo leído. Las críticas a la información por escrito son fundamentalmente de dos tipos. Por un lado ésta tiende a ser cada vez más un requisito legal para evitar problemas posteriores en vez de un ejercicio real de comunicación. De esta suerte, una vez que el paciente ha firmado su “consentimiento informado” es menos probable que una demanda prospere, pues siempre podrá argüirse que el paciente “sabía” a lo que iba a someterse. En situaciones de urgencia, lo que ocurre con frecuencia es que ni el paciente (a veces inconsciente) ni los familiares (habitualmente angustiados) tienen la capacidad cognoscitiva necesaria para leer y comprender la información que se les proporciona. 18
  • 20. La segunda crítica a los impresos para el consentimiento escrito se relaciona con su estructura y contenido. En ocasiones estos formularios emplean un lenguaje cuya comprensión requiere que el nivel educativo del paciente sea elevado; en otras ocasiones la información que se presenta es incompleta o bien muy extensa, y realmente no se entiende. Se ha discutido mucho cuál sería el método más apropiado para proporcionar tal información (videograbación, folleto, discusión en grupo, etc.), pero hasta la fecha no existen estudios que permitan establecer si hay uno mejor que los demás. No es necesario polarizar todas las alternativas: ni el paciente tiene que saberlo todo, ni el médico tiene que decidirlo todo. El acto de informar forma parte de la relación del médico paciente. En este contexto el médico puede determinar qué información es la adecuada para el paciente con el que está interactuando. Hay información que puede resultar no solamente innecesaria sino hasta indeseable. Algunos autores sostienen que la capacidad del paciente para tomar una decisión sobre su tratamiento debe confirmarse únicamente si hay desacuerdo entre el paciente y el médico. Ante estas circunstancias, no muy convincentes, la competencia del paciente deberá valorarse y al margen de las cuestiones legales, será el juicio del médico el que en última instancia determine si el paciente es o no competente para negarse a seguir un tratamiento. Para que el acto de consentir sea una manifestación de autonomía, es necesario que el paciente conozca, comprenda y aprecie su enfermedad, las alternativas terapéutica y los riesgos que estas conllevan. Además de un adecuado funcionamiento cognoscitivo, el estado afectivo del paciente es fundamental, ya que su alteración propicia que se distorsione. Se ha propuesto un modelo para determinar la necesidad y la capacidad de consentimiento de los pacientes, de acuerdo con las características del tratamiento, el cual se resume a continuación:  Si para un trastorno o enfermedad determinada (que puede ser mortal) existe un tratamiento eficaz, sin riesgos, y no hay alternativa terapéutica, se puede aceptar un consentimiento tácito. Por otro lado, un paciente moribundo que sabe que el tratamiento es útil, es competente para rechazarlo.  Si hay alternativas de tratamiento o existe algún riesgo en el que se propone, el paciente debe comprender las diferencias y los riesgos de las alternativas que existen y ser capaz de una decisión basada en tal comprensión. La ignorancia o la incapacidad de comprensión lo hacen incompetente. En estos casos es válido que el médico decida la opción que considere más adecuada.  El nivel de competencia del paciente debe ser particularmente valorado cuando toma decisiones que parecen irracionales, son peligrosas u opuestas al juicio del médico. El paciente necesita apreciar la naturaleza y consecuencias de la decisión que está tomando. El término “apreciar” se emplea para referirse al nivel más elevado de comprensión. Para ser competente en la toma de una decisión aparentemente irracional, el paciente debe demostrar que conoce y comprende todos los detalles de su enfermedad y de las opciones terapéuticas y ser capaz de establecer las razones de su decisión. Este modelo proporciona, a grandes rasgos, algunas guías que pueden ser útiles en la práctica. El mayor problema se presenta cuando las decisiones del paciente, aparentemente irracionales y destructivas, no son expresiones reales de su autonomía sino producto de su enfermedad, que el médico tiene la obligación de tratar. 19
  • 21. EL CONSENTIMIENTO EN LA INVESTIGACIÓN CLÍNICA En las controversias sobre el consentimiento informado destacan los problemas planteados por los llamados ensayos clínicos controlados. A veces, las consideraciones éticas y metodológicas aparecen como diametralmente opuestas; sin embargo, es posible que esta contradicción sea sólo aparente. Para establecer la eficacia o la eficiencia de un tratamiento, el mejor diseño experimental disponible es el del ensayo clínico controlado. En este, se comparan dos o más alternativas de tratamiento, una de las cuales puede ser un placebo. El tratamiento que un paciente va a recibir se determina mediante un proceso aleatorio y es esto lo que plantea los principales problemas éticos: ¿Es imprescindible el consentimiento del paciente para participar en estas investigaciones? La asignación del tratamiento al azar o por sorteo representa una condición metodológica muy importante, pues es la forma de controlar los efectos de unas variables sobre otras, que son las que se están investigando. El debate sobre los ensayos clínicos no cuestiona su utilidad o importancia científica sino los aspectos éticos, en la media en que pueden comprometer el deber del médico o los derechos y bienestar del paciente. Para solucionar este aparente dilema entre el progreso de la medicina y el bienestar del paciente, es necesario aplicar adecuadamente los principios éticos que rigen en la investigación de los seres humanos: en primer lugar, que hay que proteger ante todo los derechos y el bienestar del paciente; en segundo lugar, que el tratamiento del paciente es más importante que la investigación; y por último, que al evaluar diversos tratamientos debe usarse el mejor diseñado posible, eliminando maniobras inútiles y perjudiciales y evitando la pérdida de tiempo y recursos. Una nueva maniobra siempre podrá compararse con “la mejor maniobra disponible”. Los pacientes siempre tienen derecho a consentir o declinar su participación en un ensayo clínico controlado y los investigadores tienen siempre la obligación de solicitar el consentimiento. El desacuerdo surge con respecto a lo que hay que decirles. Se han observado, por ejemplo, que el consentimiento puede influir sobres los resultados que se obtienen en algunos estudios. Para que una persona participe en un ensayo clínico se requiere su consentimiento voluntario, que sea competente y que se base en la información necesaria para decidir. La información debe incluir la descripción de la naturaleza del estudio, el propósito, la duración, los procedimientos, los probables riesgos y beneficios, los procedimientos alternativos, cómo se protegerá su confidencialidad, la política de la institución en lo que se refiere a compensaciones, a quién debe recurrir el paciente si tiene preguntas o aparecen otros síntomas, el carácter voluntario de su participación y el derecho a retirarse del estudio cuando lo desee. Hay ocasiones en las que un consentimiento aparentemente voluntario es producto de cierta manipulación. Esto sucede cuando al paciente se le hace una oferta difícil de rechazar, cuando se le hace pensar que la atención será negada posteriormente si decide no ingresar al protocolo de investigación, si se le proporciona la información errónea o alarmista en relación con su pronóstico, o, simplemente, si no se le informa sobres otras opciones terapéuticas. Otra controversia en torno a los ensayos clínicos surge cuando se hace una solicitud de consentimiento excesivamente rigurosa, lo cual aumenta la posibilidad de que los pacientes la rechacen; de este modo el tiempo de la fase de reclutamiento se alarga, el número de deserciones aumenta, la asignación aleatoria se distorsiona y ocurren errores de muestreo. Todo esto, por supuesto, afecta la fiabilidad del ensayo clínico. Al fin y al cabo, existen diseños de investigación alternativos. No hay, pues, ningún argumento sólido para aceptar una supuesta incompatibilidad entre medicina científica y ética médica. Referencia: Lara MC, De la Fuente JR. Sobre el consentimiento informado. En: Bioética. Washington: Organización Panamericana de la Salud. 1990: 61- 65. 20
  • 22. EL PRINCIPIO DE BENEFICIENCIA La moralidad requiere no solo que tratemos a las personas con respeto a su autonomía y que evitemos hacerles daño, sino también que contribuyamos a su bienestar. Estas accionen benéficas caen dentro del principio de beneficencia. No hay límites bruscos entre no hacer el mal y hacer el bien, pero el principio de beneficencia potencialmente demandas más que el de no maleficencia porque requiere acciones positivas para ayudar a otros. La palabra no maleficencia se usa en forma más amplia, para incluir la prevención del daño o su remoción. Sin embarga debido a que la prevención y la remoción requieren de actos positivos de asistir a otros, los incorporamos dentro de beneficencia, junto con la provisión de un beneficio. No maleficencia se restringe nuevamente a no causar daño. Dos principios de beneficencia En el idioma ordinario, beneficencia puede sugerir actos de misericordia, bondad y caridad. Sin embargo, el concepto de una acción benéfica no debe limitarse a lo anterior porque incluye cualquier forma de acción que beneficia a otro. En su forma más general, el principio de beneficencia demanda una obligación de ayudar a otros más allá de sus importantes y legítimos intereses. La obligación de conferir beneficios y activamente prevenir y remover daños es importante en el contexto biomédico, pero igualmente es importante la obligación de ponderar y balancear los posibles beneficios contra los daños que surjan de la acción. Entonces es apropiado diferenciar dos principios: el primero requiere de la provisión de beneficios y el segundo, equilibrar los beneficios y los daños. El primero puede llamarse el principio de beneficencia positiva; y el último es ya familiar como versión del principio de utilidad. Dado que la vida moral no permite simplemente producir beneficios o prevenir o retirar daños sin crear riesgos, el principio de equilibrio es un agregado esencial al de beneficencia positiva. Por ejemplo, en el retener o suspender un tratamiento que mantiene la vida de pacientes incompetentes, se nota la importancia de considerar la probabilidad de éxito y después sopesar su probable beneficio contra los probables costos y riesgos para el paciente. Tanto los utilitarios como los deontologistas requieren de un principio para balancear los beneficios contras los daños, los beneficios contra los posibles beneficios alternos y los daños contra los daños alternos. Este principio de utilidad también puede ser llamado principio de proporcionalidad. No tiene igual estructura que el principio de utilidad en la teoría moral utilitaria, en la cual se toma como absoluto o preeminente. Por lo tanto, no debe ser tomado como el único principio moral o como el que justifica y sobrepasa los demás. Es solamente un principio entre otros. Este principio frecuentemente esta rechazado porque parece conducir a que lo intereses de la sociedad en conjunto, sobrepasan los intereses y derechos del individuo. En el contexto de la investigación médica, por ejemplo, el principio parece implicar que deben realizarse experimentos peligrosos en sujetos humanos, cuando la perspectiva de beneficio sustancial a la sociedad o a otros individuos, rebase el daño que la investigación cauda al individuo. El utilitarismo no ofrece la única base en que nuestros métodos y conclusiones pueden justificarse. Estos mismos métodos y conclusiones pueden haber sido defendidos, por ejemplo, sobre la base de una teoría deontológica de consentimiento hipotético o una de derechos individuales. Referencia: Beauchamp TL, Childress JF. Principles of Biomedical Ethics. 3th ed. New York: Oxford University Press, 1989: 194-195. 21
  • 23. EL PRINCIPIO DE NO HACER EL MAL EL CONCEPTO Y OBLIGACIÓN DE LA NO MALEFICENCIA La distinción entre la no maleficencia y la beneficencia. El principio de la no maleficencia se reconoce en michas teorías de norma deontológica y de norma utilitaria, algunas de las cuales consideran esta obligación como el fundamento de moralidad social. No todos los filósofos aprecian a la no maleficencia y a la beneficencia como obligaciones diferentes y separadas. Por ejemplo, William Frankena sostiene que el principio de beneficencia incluye cuatro elementos: 1. Deber de no causar mal o daño (lo que es malo) 2. Deber de prevenir el mal o el daño 3. Deber de remover el mal o el daño 4. Deber de promover el bien. El reconoce que la cuarta obligación puede o no ser, estrictamente hablando, una obligación moral, y arregla estos elementos en forma seriada de tal modo que, en caso de conflicto, la primera tenga precedencia moral sobre la segunda, la segunda sobre la tercera y la tercera sobre la cuarta. Cuando estos elementos entren en conflicto, él apela –de alguna manera inconsistente- al principio de utilidad como máxima mediadora o heurística. Maximizar el bien y minimizar el mal. La no maleficencia y la beneficencia no son fácilmente separables; sin embargo, al reunirlas en un solo principio es oscurecer las distinciones que hacemos en el discurso de la moral ordinario, que incorpora la convicción defendible de que ciertas obligaciones de no hacer el mal a otros no son solamente diferentes, si no frecuentemente (aunque no siempre) más importantes que las obligaciones de hacer cosas positivas para beneficiar a otros. Por ejemplo, a la obligación de no empujar a alguien que no sabe andar a la alberca, parece más fuerte que la obligación de rescatar a alguien que ha caído accidentalmente en aguas profundas. Es también moralmente imperativo aceptar riesgos sustanciales en nuestra seguridad personal para no perjudicar a otros, pero se requiere aceptar riesgos, por mínimos que sean, para beneficiar a otras personas. Si tratamos de comprimir las ideas de beneficiar a otros y no causarles daño en un solo principio de beneficencia, aún nos veremos obligados a distinguir, entre los varios elementos de este principio, los que corresponden groseramente a lo que llamamos no maleficencia y beneficencia. Por lo tanto, tratamos los 2 principios como distintos, aunque puedan ocasionalmente entrar en conflicto. En el caso de conflicto, se espera que el de no maleficencia tome prioridad muchas ocasiones, pero no en todas. Por ejemplo, el daño causado por una herida quirúrgica en mínimo o trivial y necesario para prevenir un mal mayor como es la muerte. Cuando nos encontremos en las circunstancia de elegir entre evitar un mal y hacer un bien, requerimos de una regla de decisión. Sin embargo, debido a que el peso de estos principios puede variar según las circunstancias, no existe una regla general que favorezca siempre a evitar el mal sobre producir el bien. A pesar de lo anterior, es preferible distinguir los principios de no maleficencia y beneficencia de la siguiente forma: No maleficencia 1. Deber de no causar mal o daño Beneficencia 2. Deber de prevenir el mal o daño 3. Deber de remover el mal o daño 4. Deber de hacer o promover el bien Referencia: Beauchamp TL, Childress JF. Principles of Biomedical Ethics. 3th ed. New York: Oxford University Press, 1989: 121-23. 22
  • 24. “QUIERO MORIR” Elizabeth Bouvia, una mujer de 26 años de edad, víctima de parálisis cerebral cuadripléjica, ingreso por si misma al pabellón psiquiátrico del Riverside General Hospital de Riverside California el 3 de septiembre de 1983. Pidió que los médicos le proporcionaran analgesia y morir por inanición. Su caso presenta un dilema ético complejo en donde entran en conflicto varios principios. Principios En este caso se conjugan aéreas de preocupación. Primero, se encuentra el principio bien establecido de la autonomía del paciente. La ética, la medicina y la ley desde hace tiempo respetan el derecho de los pacientes de aceptar o rechazar un tratamiento. Cumplir la decisión de un adulto ha sido norma fundamental de la ética médica. Las interrogantes acerca del caso Bouvia surgen de su competencia, sin embargo, ni la enfermedad crítica de su decisión son indicadores precisos de su competencia. Que tanto la persona entiende su enfermedad, las consecuencias de su decisión y las alternativas disponibles son los mejores indicadores. La autonomía no obstante no es absoluta. Un segundo punto es el papel que la calidad de vida juega en la toma de decisiones éticas. Elizabeth Bouvia ha señalado: “La calidad de mi vida se ha terminado”. La percepción de su total dependencia la condujo a pedir ayuda para morir. Algunos pueden responder a su petición con afirmaciones basadas en alguna forma en “La santidad de la vida”. La vida es sagrada y no puede ser quitada por su dimensión transcendente o religiosa. Algunos pueden incluso incorporar la “santidad de toda vida”- vegetal, animal y humana- como razón para no quitarla. En su forma más extrema, tal punto de vista absolutiza el mantener el funcionamiento corporal o fisiológico. Los argumentos sobre “calidad de vida” tienen la misma amplitud de juego. Algunos pueden argumentar que la pérdida del movimiento, la pérdida del funcionamiento mental o la incapacidad de tener una existencia “útil” son causas para terminar la vida. Otros en esta misma línea pueden preguntar que tanto puede uno realizar la función más elevada de la vida, tal como el amor a dios o al prójimo y la existencia social. Cualquier lado de esta argumentación puede conducir a una sobre simplificación de un tema ético complejo. Una tercera área de preocupación recae sobre la propia percepción de la medicina. El principio primario sobre el que se basa la práctica médica es que ante todo “no se debe causar daño”. Todos los tratamientos debe beneficiar al paciente, y el beneficio se define no solo en términos de curación, sino también como la atención que deben brindársele a los enfermos moribundos. Pedirle a un profesional de la salud que participe en acciones que promuevan acciones de destrucción innecesaria, se considera generalmente no ético. Hay muchos ejemplos: prescripción de drogas ilícitas, matar prisioneros sentenciados a la pena capital, experimentos no éticos en seres humanos, complicidad con los deseos de guardianes que dañan a los pacientes por quienes toma las decisiones. Este principio particular, hace surgir los temas de eutanasia activa y pasiva. El punto crítico de estos casos no es que tanto uno comete u omite un acción, sino como la acción o la omisión se relaciona con la condición del paciente. No reanimar a una víctima de cáncer es muy diferente a no reanimar a un individuo de 36 años en paro cardiorrespiratorio no resultante de enfermedad terminal. De igual forma no es lo mismo administrar una sobredosis de morfina a un enfermo terminal de cáncer pulmonar para aliviar dolor innecesario que lleva al individuo a morir de toxicidad, que administrársela a un paciente que tiene una enfermedad que pone en peligro su vida, pero que no es terminal. La dudad de eutanasia en el caso de Elizabeth Bouvia son de este tipo. De hecho, tiene una enfermedad que pone en peligro la vida, pero que en el momento no es terminal; no está a punto de morir. ¿Es esta una forma activa y por lo tanto, no ética de eutanasia porque uno arbitrariamente precipita su muerte, o es una eutanasia pasiva en el sentido de ayudar a que la enfermedad tome su curso normal y respetar su muerte como un acto “normal” o “final” de su vida? 23
  • 25. El punto final es la consecuencia social de la decisión. Aunque la libertad personal y la autonomía son aspectos importantes de la vida de un individuo, ninguna elección se hace en el vacío total. La elección de cada persona tiene cierto efecto sobre una población más amplia. El argumento de autonomía pura nos lleva a posiciones insostenibles en las que no existen responsabilidades o beneficios sociales. La autonomía personal no es absoluta y ha sido restringida por la medicina, la ley y la ética, cuando la controversia afecta a más de un individuo. Discusión La sociedad a la larga, la medicina, los profesionales de la salud y otras individuos con incapacidades se verán afectados con la decisión tomada en este caso. Otros ciudadanos incapacitados la medicina y la sociedad tienen intereses legítimos en las decisiones de Elizabeth Bouvia y sus ni son intromisorias ni son irrelevantes. La petición de Elizabeth Bouvia reta a la sociedad contemporánea. Ahora más que antes la medicina tiene la capacidad tecnológica para mantener vivos a aquellos cuyas deficiencias físicas y mentales pudieron terminar en muerte al nacer o en la primera infancia. Cómo estas gentes son tratadas, cómo son respetadas sus decisiones, y cómo la sociedad se adapta a estas necesidades son cuestiones cruciales. Cómo su caso se maneje, es crucial para la dirección futura que nuestra sociedad tome al enfrentarse con los incapacitados y cómo la sociedad enfrenta el cuidado no debe ser arbitrario. En suma, este caso hace surgir el asunto de la calidad de vida de una manera brusca. Un punto de vista vitalístico o absolutista que requiere que “el respeto para la vida” signifique exclusivamente el sostenimiento de la vida física, es insostenible. La calidad de la vida de Elizabeth Bouvia es significativa. Esta calidad de vida, sin embargo, es un reto para la construcción social de la realidad, lo cual es un elemento significativo para nuestras vidas. No es suficiente decir que existen imperativos éticos contra la eutanasia o el suicidio. Preferentemente, la sociedad debe buscar medios para incorporar las vidas de incapacitados físicos o psicológicos a un modelo significativo en el caso de Elizabeth Bouvia reta no solo a la medicina en términos de atención, sino a los mitos sociales que promueven la independencia, la autosuficiencia y el individualismo como modelos primarios de vida humana completa. Finalmente, ¿Cuál preocupación debe tomar precedencia? Esta no es una pregunta fácil de contestar. Ninguno de los reclamos merece prioridad. El caso de Elizabeth Bouvia es complicado debido a que todos los principios deben ser respetados si la vida humana debe existir; equilibrarlos es el arte de la ética, de la medicina y de la existencia humana. Referencia: O’ Rourke KD, Brodeur D. Medical Ethics: Common Ground for understanding. St. Louis: The Catholic Health Association of the United States, 1986: 149-152. 24